“...El alivio que les proporciona enfrentando a la muerte como un negocio, considerando al cadáver como un simple bulto transportable...” (J.C.Onetti)
Comencé a contarles la historia que me sucedió:
Aquella tarde, lo habían dejado entre la banquina y los pastizales, como un animal atropellado por mentes deleznables. Primero creí que era un caballo de mediano porte; luego pude ver su condición humana bajo un bronceado semidesnudo. El sol le había freído la piel aún después de muerto; así dijo el funebrero del pueblo cuando se acercó al lugar. Los insectos perpetraron esa guarida de carne, haciendo diminutos agujeritos en su cuerpo. Por encima, una fila de hojitas y palillos eran cargados por hormigas coloradas. Parecía que el cadáver estaba desde la mañana a la espera de alguna otra alma que lo rescatara de ese árido territorio. Las nubes se habían disipado en innumerables rostros enlutados. Desde la cordillera el aire los llevaba para purificar al sitio. Yo me quedé sentado sobre una roca, de sólo curioso, haciendo dibujos con un tronco en el piso. Después de varias averiguaciones, el comisario nos reunió a todos los presentes, para arreglar su entierro. Parecía que el fulano se había escapado de la prisión estatal, después de ser torturado por los guardias. Entonces el silencio se condensó de miedo. El primero en hablar fue el dueño de la funeraria, con su boca rebosando en una baba blanca:
- Lo cargamos en la furgoneta y llevamos al glosario común del cementerio... (dijo sin inmutarse)
- Pero ¿No tendrá familia este hombre? (pregunté casi aterrado de ser cómplice)
- Las familias de los presos siempre andan en otras cosas, ni se acuerdan que los dejaron dentro... (respondió el oficial de policía bajo su uniforme desprolijo y sucio)
- Bueno vamos, total esto de acá no sale, ¿Verdad? (Remarcó el comisario)
- Claro, vamos... ( dijimos todos al unísono)
La tarde se había hecho densa y temerosa. Al fondo, gritos de pájaros se perdían en el crepúsculo como aves agoreras del futuro. Así emprendimos el regreso; el comisario; su oficial de turno; el funebrero y yo, luego de cargar al cuerpo. Empezaba a oscurecer. Nos detuvimos unos instantes en la pulpería cercana a la ciudad. Los policías subieron dos cajas de vino tinto al lado del muerto, en la furgoneta. Al llegar, el portón del cementerio estaba cerrado. Los guardias reconocieron el vehículo de inmediato, mientras abrían los pesados hierros. Después de varios saludos amistosos, ingresamos. Un sudor helado me recorría las extremidades. Sólo atiné a mirar el paisaje de cruces y estatuas, hasta que una voz dijo: - Allá, detrás de esos álamos está el glosario.
La camioneta se detuvo casi encima de ese pozo gigante. Nos bajamos. El resto de los hombres descargaron el cuerpo sin ningún cuidado hasta arrojarlo en aquel inmenso hueco terroso. Luego la oscuridad se apoderó de nosotros en una suerte de humus y piedras. Esperamos hasta que taparan superficialmente los despojos y volvimos a subir al coche. La suerte ya estaba echada, pensé en voz alta, mientras una carcajada común hizo que me diera vuelta. Sólo pude ver dos bolsas de basura llenas de billetes, antes de escuchar el estruendo que me atravesó...
Cuando terminé mi relato, los parroquianos ya no estaban; seguramente habían partido a otros innumerables mundos...
Ana Cecilia. ©
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