Entre amantes y cafés:
Los viejos cafés de Buenos Aires, en días tormentosos como este, son testigos de encuentros fortuitos entre amantes. Después de todo, la consistencia de un cortado doble es pretexto suficiente para conversar por horas sobre aquellas historias llenas de secretos.
Solía visitar a menudo sitios como este. No por gusto al café, ni menos por agrado a la atención de los mozos sin sonrisas. Quizás y sólo quizás, sean por algún afán “observacionista”. En un mundo donde mirar a los ojos es ya una tarea olvidada, yo disfruto viendo caras y descifrando historias.
Ella, pues no recuerdo su nombre de pila, concurrió al nombrado antro un viernes lluvioso y otoñal. La encontré una vez, y luego con frecuencia.
Con poco interés de participar en su realidad, me sentaba a echar raíces a varias mesas de distancia. Y como era de esperarse me dedicaba a mirar.
Una joven simple, de desteñidos cabellos, ojos melancólicos y sonrisa enmarcada entre espejos rotos. No había en ella, nada especial. Mas bien liviana ante las lentes de los espectadores. Sin embargo, en sus palabras y su voz queda, dejaba rastros de peculiar inseguridad. Rara cualidad que entre el eco de las tazas y diarios, suene una voz que no cante tangos.
En fin, mi poco equívoco sexto sentido se agudizó y enseguida pude notar que aquella apariencia angelical escondía una historia todavía sin contar.
Entre tazas de lágrimas, conversaba con un hombre (claramente mucho mayor que ella), como cuando se conversa entre amantes. Con ingenuidad, con delicadeza y mejillas levemente teñidas por un rubor virginal, la nena soltaba poco a poco un capítulo más de su vida. Mientras que yo, desempeñaba un papel “sherlock-homiano” y escuchaba las palabras que caían en una habitación de sordos. Lo cierto es que la curiosidad mató al gato, y a mí me capturó con redes.
Como he dicho ya, estas reuniones entre los amantes prohibidos se hicieron rutina de las tardes antes de emprender el viaje rumbo a algún motel de mala muerte. Paulatinamente entonces, nos hacemos la idea del claroscuro entre la situación de los amantes, y la libertad con que rugen en las plazas todos aquellos tocados por Cupido.
Los regalos empezaron a entrar en escena, las rosas adornaron floreros de recuerdos, y los besos caían de sus bocas llenas de fuego. Tanto así, que en una ocasión cuando el café rodó al piso (manchando el vestido de la muchacha) y en los bolsillos no había cabida para otra cosa que no sean pelusas, el veterano lanza la pregunta de rigor a la adolescente. Sugiriendo conocer sus aposentos, y aquella cama que la acuna por las noches. Con una mirada casi pérdida la joven niega rotundamente iniciarse en tal aventura.
Una vez calmadas las pasiones y terminada la reunión, cada personaje marchó rumbo a sus hogares. Sin embargo, el hombre no quedo contento con el rechazo ocurrido durante la tarde, y decidió seguirla.
Un camino de bosques y oscuridad, se abrió paso ante los ojos de quien la seguía. Luego de varias horas de tomar atajos, un muro bastante grande se alzó en la oscuridad. Se encontraban a estas alturas, alejados de la periferia, Ella cual prófuga corriendo entre matorrales y palpando aquella muralla como si buscara algo. Y quien busca, seguramente encuentra. De repente, un par de ladrillos comienzan a caer con furia, y poco a poco se vislumbra “otro lado”. Con sus manos y uñas casi perfectas, comienza a cavar entre el mohoso suelo. Un tono de desesperación se oculta en su mirada, como si sospechara que había un espectador que no había sido invitado a tal obra.
La nena, de fisionomía delgada y pequeña (pues no media más de 1,60), comenzó a escabullirse y enrollarse sobre el hueco recientemente abierto, como si fuera una acróbata circense.
Y en un parpadeo, estaba al otro lado.
No fueron necesarias muchas más descripciones sobre lo que estaba ocurriendo, ya que enseguida el último ladrillo cayó al suelo y el eco ensordecedor resonó en su mente. Se encontraban frente al cementerio, y ella, dispuesta a cruzarlo.
¿Cómo describir la cara de espanto y perplejidad de quien era su amante? No había explicación alguna para semejante acto. Cruzar a esas horas de la noche el cementerio, no era definitivamente una buena señal. Enseguida surgieron las dudas sobre quién era realmente la persona con la que tantas veces había compartido noches de fuego y pasión. ¿Es que acaso era una necrofilica empedernida? ¿Una morbosa asalta tumbas? O simplemente ¿tenía un raro afán de visitar a sus muertos a media noche?
Lo cierto es que acto seguido y sin cuestionarse nada más, el hombre siguió a la perfección los pasos que ella había tomado.
Una vez dentro de aquel patio de callados, con una niebla que empañaba la vista no vislumbraba a la joven. El hedor que provenía de las tumbas, las flores muertas y marchitas, y las espeluznantes gárgolas y mausoleos, hacían de esta historia de amor, un cuento kafkiano.
El hombre parecía estar dando vueltas en círculos, nunca salía de los mismos colegas. “J. Raudi, querido esposo y amante. Señor recíbelo con la misma alegría con la que te lo mando.”; “Aquí sigue descansando el que nunca trabajó.”; “Les dije que estaba enfermo”. Entre tanto desconcierto, leer un par de epitafios como estos le daban un toque de humor y alivianaban la búsqueda.
Pero luego de un par de horas, y encontrarse perdido en el cementerio, la búsqueda cesó. No había rastro alguno de la niña en cuestión. Por lo tanto, emprendió el camino desesperadamente hacia la salida.
Lamentablemente, antes de salir de tan terrorífico lugar tubo la extraña sorpresa de encontrarse con una tumba sin epitafio (lo cual le llamo extremadamente la atención). Peor aún, la situación se salió de las manos cuando al mirar nuevamente a la tumba, el hombre logra reconocer una prenda que le pareció familiar. Un vestido desplegado a pies de la tumba, un vestido blanco. Pero no cualquier vestido blanco, sino uno con una pequeña mancha de café.
Desde ese día, poco y nada se supo sobre el hombre que le fue infiel a su esposa con aquella muerta del vestido blanco. Pero si surgieron rumores, leyendas y mitos. Hay quienes dicen que la ven merodear por las noches en el cementerio (como aquella noche) en busca del amante que nunca pudo tener; nunca lava su vestido, nunca revela su hogar.
|