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¿A quién puede interesar esta historia? Seguramente sea una de tantas. De esas cuyos protagonistas vinieron al mundo sin una clara función, y permanecieron en él sin encontrar el objeto de sus acciones. Pero permítanme el agravio porque procederé a escribirla. Dejaré estos arrugados folios como legado, bien a pesar de que nadie pueda dar con ellos. Bien a pesar que de ser descubiertos, difícilmente podría alguien acertar a descifrar. Pero escritos he de dejarlos, escrita mi vida ha de quedar porque esta noche voy a morir. Será pues, ésta, mi ópera póstuma, mi testamento y testigo. Mi verdad.

Habrá escépticos, supongo, que pensarán que fui mala persona. Una de esas lacras sociales, de esos cadáveres que dan el carácter gótico a la madrileña noche. Y no les culpo. Porque en verdad llegué a serlo. En verdad aún lo soy, quizás hoy más que nunca. Quizás hoy como siempre, solo que es ahora cuando he caído en la cuenta.

Nací en San Blas un veintiocho de diciembre, y cierto es, en tan señalado día, que fue una broma de mal gusto que tampoco a mí me hizo gracia. Tres días tardó en llegar el nuevo año, y dos mi padre en cerrar la puerta desde fuera.

Fui malcriado por mis dos hermanas, preocupadas y concentradas, desde luego, en evitarme. Mientras, mi madre entraba en casa para maldormir seis horas, más ocupada en obtener dinero para comprar hilos. Hilos con que remendar la raída ropa que portaban nuestros sucios y raquíticos cuerpos.

Así pues mi educación fue la calle, porque la escuela la pisé poco y mal. Y esas contadas ocasiones en que hice acto de presencia, llevaban la excusa de hacer amigos y sacarles de allí. Las lecciones de la calle eran necesariamente distintas a las de los libros, pero a mí me parecieron entonces mucho más provechosas.

A ese respecto me fue esencial el innato talento que siempre tuve para el trato con la gente. Especialmente para vender mis contadas cualidades. Así que, a través de individuos de la misma calaña, pronto me inicié en las artes del hurto, el canuteo y la intimidación a las niñas.

La precocidad en la penetración de locales y vaginas limitó mi emoción, esa tan típica en el niño, ante lo ilegal y supuestamente inmoral. Así que me fui fraguando hacia un futuro menos convencional pero, ciertamente, más prolífico que otros muchos, implicándome cada vez más en tremendas tareas de estafa, extorsión y atraco.

Nunca llegué a saber si en casa imaginaban que el niño púber y payo del hogar, era tan cabrón o más que los gitanos del barrio. El hecho es que la familia no se interesó, o cuando menos no mostró interés, por conocer el origen del sucio dinero. Supongo que a veces es más fácil vivir un falso sueño que la triste realidad.

Así pues, todo se fue desarrollando con la normalidad que debía. Mi rutina, sin parecerse a la de ustedes mismos, también era rutina. Y como tal, siguió su irremisible curso. Y lo mismo que en la madurez, en la adolescencia se crece con más fuerza, yo lo hice en lo único que sabía hacer. Comencé a traficar. Cada vez a mayor escala, y sin probar más que lo necesario. Y cuanto más gané, más gasté, y más tuve que ganar para gastar. Llegado a este punto, como la empresa pequeña que se hace grande, yo también fui absorbido por los que pretenden el monopolio. Y me impliqué con mayores explotadores de ese submundo marginal.

Hay personas que para adquirir una propiedad se hipotecan a la suerte de los bancos. De la misma forma yo lo hice con Miguel Vega, un gitano que me vendía protección y exclusividad en mi trabajo y zona, a cambio de pequeños y sucios empleos que podrían dejarle el culo al aire a él y a su gente. Solo una diferencia: Que yo hipotequé la vida, mientras otros solo la casa.

Con el dinero creciendo, con la vida cogiendo rutina de funcionario, y protegido por uno de los hombres fuertes del caballo en Madrid, apareció un enemigo que hasta entonces yo había pasado por alto. No era la policía, a la que siempre hice caso omiso. Era algo de lo que Miguel jamás podría protegerme. Porque aunque jamás él respetó una ley, la familia de otro era algo sagrado en lo que yo creí que jamás se inmiscuiría.

Mi padre. Aquél que nunca conocí. Aquél por quien en veinte años no necesité preguntar. Aquél, que en todo ese tiempo, sin que yo lo hubiera sabido, había continuado acechando en mi casa.

Era un hombre raquítico con el estómago saliente. Su piel tenía un color entre amarillo y grisáceo, y tenía un olor penetrante que se asemejaba a una mezcla entre medicamento y vómito. Tenía esas varices faciales que todos los alcohólicos exhiben. Voceaba con su tono gastado, y reprochaba a mi madre su forma de ganarse la vida en estos años. Algo que tampoco había sabido. O no había querido saber.

Yo permanecí expectante, quieto y sin abrir la boca. Creo que de no ser por el gesto de mi madre, él no se hubiera apercibido de mi presencia. Cuando se giró, me preguntó con sarcasmo si yo era el bastardo. Le saqué a empujones de la casa sin decir una sola palabra.

Trató mi madre vanamente de explicarme. Pero no quise oír. No quería escuchar que mi madre era una puta y mi padre un borracho, como si yo fuera la víctima de un chiste de mal gusto. Así pues, me acosté pensando que el viejo ya no volvería.

Dos semanas después, en la boda de mi hermana menor, mecenada por el gitano Miguel, me fue presentado Ángel Arrillaga. El argentino de vascuence apellido no era sino quien, quizás, estuviera más alto en el escalafón. Llevaba un traje que, vendido de segunda mano, habría de costar lo que el alquiler anual del cuchitril donde hasta el enlace habíamos vivido cuatro. Gafas oscuras e inquietantes, y bigote milimétricamente equilátero. Todo ello sumado a su acento, parecían sacarle de una de esas películas del Pacino o el Scorsese.

Su mujer era, probablemente, lo más cercano a la perfección que en mi poco mundo he visto. Elegantemente bella, mucho más joven que él, con un excelente porte que evocaba sexualidad en cada gesto y movimiento. Uno podría sentir erecciones con su sola presencia. Tenía el pelo ligeramente rizado y rubio, y un mechón le tapaba con gracia uno de sus ojos. Esto le obligaba a soplar, de cuando en cuando, hacia arriba de forma grácil. Tenía una voz sensual, el rostro afilado y los ojos grandes argentinos.

Yo, como el resto de los que allí estaban, quedé prendado al instante. Pero al tiempo supe que jamás podría besarla más que la mano siendo esposa de quien era. Ni siquiera de alguien que se aproximara a su clase, porque nadie así se fijaría en mí. Supongo que todos en aquel círculo fueron hipnotizados de la misma forma, y eso evitó que nadie se detuviera a analizar las miradas de cada uno. Creo que de no ser la dulce Marta, a la que todos mirábamos con especial humedad, pronto hubiera quedado al descubierto que ella no era más casta en la ausencia de su marido que en su estancia. Que alguien podría verla desnuda, sin tener, como el resto, que imaginar.

Porque obviamente, una señorita, puta de su caché, no cubriría sus necesidades follando con el jardinero en los continuos viajes del argentino esposo. Alguien así requería gastos, protección. Y no iba a pegársela al capo sudaca con cualquiera... Entre otras, porque pocos tendrían los beatos huevos de poner su vida a recaudo por un polvo, por bueno que fuera éste.

Pero yo entonces no me di cuenta. Ni de aquella secreta infidelidad, ni de que esa tarde determinaría mi vida. Pero como mi madre siempre se apresuró a decir, la vida a partir de los veinte se acelera, se convierte en un incontrolable devenir y se nos escapa entre los dedos.

Dos semanas después volví a ver a mi padre, siendo de verás esta vez la última. Entré a casa y oí los gritos. Ni aún hoy sabría decir si eran de placer o de dolor. Tampoco entonces me importó. Borracho él, vociferaba y arrojaba lo poco que había de tirar al suelo, mientras mi madre, recién violada y golpeada, lloraba sobre la fría y agrietada baldosa. Decidí entonces orfanarme, esta vez de forma definitiva. Saqué la pipa, regalo del argentino. Y aunque el objeto de su regalo nunca fue tal, disparé con desdén al viejo borracho.

Di que fue por defender a la mama decía mi hermana casada, y no yonqui como la otra. Sé que no abrí fuego por ese motivo. Creo, más bien, que desee hacerlo siempre. Por darme la vida que me dio. Por largarse entonces. Por putearnos siempre. Por ser responsable, en un cincuenta por ciento, de mi propia existencia.

El intocable Ángel se encargó de todo. Me preocupé entonces. Porque me cedía el abogado, que me aconsejaba alegar no sé qué de defensa legítima. Porque me prometía mantener a la familia. Porque me prometía darme un trabajo en alguna tapadera. Porque si algo aprendí en la calle, es que nada se hace gratis, y en cambio el argentino no me pedía adelanto o garantía alguna. Que los favores son deudas. Que cuando alguien te ofrece su trato favorable, debes vigilar la espalda y con ella tu pecho al tiempo. Y no puedes negarte, porque el desdén es riesgo de muerte. Y con el argentino a la frase "riesgo de muerte" le sobran dos palabras. Pero si aceptas los favores, sabes que son plazos, y si no los pagas, no les vale con embargarte la casa y el coche.

El juicio salió bien. Repetí cuanto el abogado me dijo. Defensa propia con el agravante de la incipiente violación de la madre, por puta que fuera. Del origen del arma, encoger hombros y esperar que el argentino pagara una fianza de la que preferí no indagar en cantidades. Pero tal y como Ángel previó, revisaron mi ficha y me anduvieron un tiempo vigilando. Así pues, me colocó de currito gris en una de esas fábricas de limpiar dinero. Trabajé, desde luego, menos de lo que me duraban los continuos escamoteos.

Me lo dijo entonces. Con su discurso argentino y pedante del Puedes o no puedes hacerlo. Tú decides. Todo con un tono cordial, que suena a amable cañón en la sien, acompañado de un café. Es cierto, como dicen en las americanadas, que se siente frío en la zona donde el arma toma asiento. Y yo siempre fui persona de fácil catarro que no pretendió riesgos innecesarios. Máxime cuando el riesgo no es riesgo, porque la amenaza no es tal. Es un hecho inminente.

El gitano Miguel iba a morir. Y necesitaba un sustituto que bien podía ser yo. Solo tenía que matar a la mujer del argentino, matar la perfección, la elogiada belleza. La que me cautivó una noche. Y Miguel no supo, no pudo, no quiso esconder su instinto y moriría por ello.

El argentino me dijo la hora y el método. Solo habría de esperar la llamada. Así que con la actitud del que va a las urnas en un régimen dictatorial, acepté.

Anduve varios días sin salir de casa. Haciendo kilómetros sobre el desgastado gotelet, pensando en que el borracho que se decía mi padre había sido un impulso que desde siempre había deseado, y ésta, la diosa del amor, sería muerta a sangre fría. Y todo ello aguardando el punzante ring del teléfono, que no sabía cuando sonaría.

Tentado estuve de largarme del país, pero me cuidé de no olvidar que para esta gente no hay naciones sin tratados de extradición. Así me encomendé a autoconvencerme de que la vida de la raposa no importaba. Que para mí nunca fue más que una húmeda fantasía. La misma que para cualquier mortal que supiera apreciar un mínimo de belleza.

Aceleró mi impaciencia la noticia. Esa rumoreada que decía que el gitano Miguel había sido hallado muerto. Torturado, violado y golpeado hasta la perdida de consciencia, y acribillado a plomadas después. El argentino había salido del país y Marta, como yo, sabría que el dos va después del uno. Recibí la llamada la misma tarde que llegó a mis oídos la historia del gitano. Solo escuché un Esta noche. Nada más. Y no hubiera hecho falta siquiera descolgar el teléfono.

Me armé de valor, inmoralidad, desvergüenza y autoengaño, y salí de casa. Llegué a la ajardinada mansión. Uno de los vigilantes desconectaba la alarma durante diez minutos. En ese interminable y lisérgico espacio de tiempo había de saltar la valla, recorrer la parcela y forzar una ventana para entrar. Para que parezca un robo. Como si a algún insensato pudiera ocurrírsele robar a Ángel Arrillaga.

Una vez en la casa, la rubia de seda esperaba dormida en su habitación. Pero nadie consciente de su inminente muerte, nadie con tal magnitud de conocimiento, nadie, yo creo, sería fugazmente capaz de cerrar los ojos.

Ya viniste a matarme, dijo la voz. Me temblaba el arma, los labios y las piernas todas. Las tres. Vestía un inexistente camisón de satén, y uno de sus tirantes rodaba por el brazo dejando descubierto un pezón empitonado, fino y duro... Amenazante. Las piernas eran suaves y esbeltas. Sinuosa piel morena que atacaba a mis entrañas. Terminaban sus muslos en un camisón que hubiera querido romper violentamente. Cada vez que movía sus labios, que abría su hermosa boca para suspirar algo, el calor se adueñaba un poco más del cuarto.

Se acercó andando de puntillas, con una grácil facilidad, mirándome fijamente, haciendo que la pasión reventara bajo el pantalón.

Quiero verle la cara. Al tiempo que hablaba, posaba sus finas y ardientes manos bajo el pasamontañas que me cubría. Me lo retiró despacio, acariciando mi cara y suspirando honda a la altura de mi boca.

- Oh, pero si sois el niño. Lo conocí en la boda. ¿Por qué?
- Ángel me ha ayudado en estos meses.
- Ángel jamás ayudó a nadie. Me fije en vos aquella noche. Tan fuerte, tan seguro... Pero tenéis miedo al argentino también.
- Yo no le tengo miedo a nada.

Me miró ardiente y con una mano me quemó la cara y con la otra me quitó la pistola y la arrojó a la cama. Habló entonces gimiéndome en el oído. ¿Y a mí? ¿Me tenéis miedo a mí? Al tiempo me acarició entero. La carne y el espíritu. Reventé, quedé indefenso y la dejé que hiciera. Se apretó contra mí y cortó mi respiración, metiendo su lengua en mi quieta sedienta boca.

Quiero que me cojas, mi amor, dijo ahogada. Rompí el frágil camisón y libré del pantalón a mi deseo. La posé en la cama y la recorrí entera, mientras me llenaba de sus eróticos suspiros y acariciaba con sus manos mi cuello y mi pelo.

Se sentó sobre mí, y mirando al techo jadeó cien veces. Mi lengua rozó sus pechos, que iban de arriba a abajo. Cogió la pistola mordió con fuerza el cañón. Con los dientes apretados me miró sedienta, y no dejó de gemir ahogadamente. Sus rizos iban al libre albedrío, cuando oí el último, lánguido y eterno suspiro que aún me acompaña. Apreté el gatillo entonces.

Retiré el cuerpo y me vestí. La miré por última vez sobre la sábana roja, despidiéndola, observando que aún muerta emanaba mayor sensualidad que la mayoría de las vivas.

Volví a casa furtivo. Esperando a que alguien llamara para preguntar si todo había ido bien. Esperando a que alguien llamara la puerta, preguntándome si yo sería el siguiente, porque tampoco pude reprimir mi instinto. Lloré amargamente porque había acabado con el símbolo de la pasión y la belleza. Y decidí escribir esto, la historia de mi vida. Y ahora voy a quitármela. Porque apenas puedo soportar la imagen del espejo. Porque me he condenado, y yo no soy un juez al que se le pueda sobornar.


Texto agregado el 13-04-2004, y leído por 301 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
12-11-2005 Muy bueno, me gustó mucho, ya lo dije pero lo recalco. De ser tu, me plantearía desarrollar más la historia.. tiene mas miga. Besos _LUNA_
13-04-2004 Creo que surgió en la cabeza como intentona de novela... Y se quedó ahí... En intentona venida a menos. dario_b_malik
13-04-2004 No está mal. Me pareció un cuento completo, pero algo largo. Aún así merece un cinco. aaronjoel
13-04-2004 Texto extraído del volumen Divagaciones Encubiertas, redactado en Agosto de 1999. dario_b_malik
 
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