Todo olía a flores. –Excelente día para un funeral, dijo Vicente, sonriendo y apuntando hacía la abuela cascarrabias de Paula. Ella se volvió hacía él con el ceño fruncido, pero al ver su rostro malicioso no pudo evitar ablandarse y sonreír con él, dándole un suave manotazo en la cabeza, el que quiso evitar tratando de agacharse. Entre risas y cuchicheos se preparaba el almuerzo familiar del día domingo, nada más sencillo y fresco que un almuerzo con Paula y Vicente. Nada era demasiado grave ni demasiado trivial, todo se acercaba al tan ansiado justo medio al que se refería el antiguo Aristóteles, que a estas alturas no sé si pertenecen al viejo hombre o si en alguno de los tantos momentos fantásticos que se viven en este lugar y que para ellos son tan comunes, habló proféticamente el perro de la casa, cuyo nombre, quizás casualmente, quizás con esa sabiduría que ordena todo el universo, también es Aristóteles. No es que yo quiera decir que Aristóteles es más sabio que Aristóteles, pero habría que preguntarse si realmente las palabras superan a los ladridos o cual de los dos cumple mejor su función. Al parecer un ladrido irrumpe el silencio sólo en el momento en que es preciso hacerlo… sobra menos.
Aristóteles era todo un filósofo, observaba cada minuto, cada juego, cada risa, cada conversación sin emitir un solo ladrido, aullaba cuando pasaba una sirena y también cuando veía llorar a Paula (¿alguna relación con la sirena?…la verdad no lo sé); ladraba cuando quería comida o agua, cuando sentía ruidos fuera de la casa y cuando escuchaba el sonido de la puerta que anunciaba la llegada de Vicente a la casa y miraba con atención el beso, cotidiano saludo de las 8:30 entre la pareja. También lo hizo el último día que Vicente cerró la puerta.
[Nada fuera de lo normal o mejor dicho nada trivial que era la normalidad entre ellos.] Paula despertó completamente despeinada. Molesta se peinaba, regañando por el pelo completamente ondulado que tenía y que tanto tiempo le hacía perder cada mañana. Vicente la miraba sonriendo, le parecía tan novedosa cada mañana, nunca se podía explicar cada uno de sus rituales, todo era un rito para ella, cada cosa era completamente religiosa, completamente re-ligada él no sabía a que, debía ser a algo más grande, se imaginaba que era a la vida misma o quizás era sólo adoración a ella misma. Unas ganas irresistibles de hacerla reír lo sacaron de sus pensamientos. Caminó disimuladamente la tomó por la cintura levantándola y girándola, ella, como siempre, frunció el ceño y luego puso a reír forcejeando con él y moviendo los pies tratando de parecer como si quisiera bajarse, pero la verdad es que no le gustaba ir al trabajo y se hubiera quedado todo el día en ese juego de no ser por su sagrada responsabilidad y por lo conocida que era ésta para Vicente. Se recostó en la cama, se enredó y desenredó entre las sábanas, él sabía lo que quería.
Desayuno a la cama mientras ella lo miraba hacía arriba mordiéndose el labio inferior y con los ojos muy abiertos, tal como un gato expectante, luego ronronea dándole un beso en agradecimiento y se pone a comer hablando un verdadero monólogo matutino con la boca llena, el que era contestado sólo por una sonrisa despistada que era signo de ser presenciado, pero no escuchado realmente; ella ensimismada no quería darse cuenta y seguía hablando hasta que se acababa su café con leche junto con el tiempo y nuevamente se levantaba corriendo, se mal vestía, se despedía de Vicente y discutía con alguno de los choferes de las micros antes de tomar la indicada. La escena era bastante conocida, pero él no podía evitar disfrutarla, era normal quererla y admirarla tal como le era normal despertar, así de simple. Se vistió, puso música cantó un poco frente al espejo, sólo lo que le permitió el tiempo, el cual lo apremió más que nunca, pues no alcanzó a tomar desayuno, esta vez había perdido mucho tiempo ganándolo en cosas cotidianas. Una caricia para Aristóteles, un ladrido y cerró la puerta de la casa.
Paula miraba por la ventana de la micro, siempre buscaba ese asiento, hoy no se había puesto en las orejas los audífonos con los que se abstraía del mundo con su música, hoy comenzaba el invierno y había algo especial en el ambiente que no podía dejar de disfrutar: el cielo más oscuro, el viento más frío, la noche más larga…-¡Qué ganas de comer sopaipillas al lado de la chimenea! Una florería la hizo cambiar de pensamiento, quiso recordar cuando había sido la última vez que Vicente le había regalado flores. Se le vinieron los pensamientos recientes a la memoria y recordó que había sido el pasado 21 de junio, cuando había comenzado el invierno. Cuando había comenzado el invierno habían comenzado su vida juntos, hoy era su aniversario. Se asustó un poco, primero por el tiempo del que no se había percatado; no sabía si eran 4 o 5 años y le daba vergüenza preguntarle; luego se sintió culpable por nuevamente no acordarse a tiempo y tener que improvisar un regalo. Él siempre lo recordaba y preparaba algo especial, algo inolvidable. El año pasado había preparado una proyección de distintas fotos desde que eran niños hasta la semana anterior a ese aniversario. Rieron hasta cansarse viendo los cambios que habían tenido, primero al ver el pelo corto y ondulado de Paula, por el que le habían dicho durante todo el colegio “cabeza de torta”. También rieron al ver en las fotos antiguas la costumbre de Vicente de usar los lentes en la punta de la nariz y de sus pantalones hasta el tobillo que dejaban ver sus calcetines blancos y esos mocasines desgastados que a más de alguna polola hizo huir. Ninguno deslumbró a alguien por su belleza, les costaba un poco más de lo normal hacer sus conquistas, pero ambos, al cabo de un tiempo de conocerse se deslumbraron y ya iban muchos años de eso. Sonrió y se emocionó cuando pensó en lo que podría regalarle este año.
Paula regresó a casa 2 horas antes de lo normal, llenó la casa de velas, se dio un baño, se perfumó y se vistió con la misma ropa que usaba el día que conoció a Vicente, él no olvidaría ese detalle, de hecho el no olvida ningún detalle. Puso sobre la mesa el libro que le había comprado, preparó la cena y se sentó a esperar.
Vicente terminó las clases un poco más tarde, era época de pruebas finales y siempre esperaba a sus alumnos un poco más de la cuenta recordando lo inflexibles que eran sus profesores en su época de estudiante. Se había puesto a llover y recordó lo mucho que le gustaba a Paula caminar bajo la lluvia sin chaqueta y que él siempre se lo impedía argumentando que se podía enfermar. Esta vez él se quitó la chaqueta y comenzó a caminar lentamente hacia la laguna, quería inundarse de ella, su olor se parecía al de la tierra mojada por la lluvia, igual de penetrante y tranquilizante, su presencia era igual de refrescante, toda ella igual de indomable. Miles de recuerdos y un inmenso miedo lo invadieron. Él si recordaba los 4 aniversarios desde que vivían juntos, el día en que se conocieron, la ropa que ella usaba, lo primero que ella dijo, lo efusivo de su primer saludo y la mirada tímida con la que el contestó. Él recordaba que cuando la iba a dejar a su casa, un día de lluvia, habían encontrado en el camino a un perro pequeñito, mojado y moribundo, el que ella quiso a penas vio y lo llamó de inmediato Aristóteles, que era el nombre del autor de un libro que él había pedido en la biblioteca. De eso ya iban 9 años y todo era completamente nítido. Recordaba la mañana, recordaba sus rituales, la forma en que hacían el amor, la forma en que reían y cuchicheaban en la cocina mientras cocinaban los domingos en los almuerzos familiares donde estaba la huraña abuela. Recordó cuanto la amaba, cuanto temía perderla, cuanto temía dejar de quererla o que ella lo dejara de querer, cuanto temía que los años pasaran y él dejara de ser feliz o hacerle algún daño a ella. Todo era tan hermoso, tan armonioso, tan simple que recordó una frase de Hemingway que algún día leyó y lo identifico “Después de esto no puede haber final feliz”. No quiso pensar en un futuro, sino que se dejó llenar hasta la plétora de pasado, estaba a punto de estallar sin dejar escapar nada. Caminó tres pasos hacia el interior de la laguna y comenzó a llorar, continuó caminado y sintió cuando el agua le pasó las rodillas. Cuando el agua pasó su cintura comenzó a escuchar gritos a su alrededor, seguramente eran sus alumnos presenciando la escena. Aceleró el paso y recordó cada verano que Paula le pidió que aprendiera a nadar, ahora el agua le pasaba el cuello… 1 paso, 2, 3, 4… Dieron las 8:30 y Aristóteles no volvió a ladrar.
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