Era precioso y preciso, siempre aparecía con la misma puntualidad y colmaba con ello todas mis ilusiones de esa mañana. La veía entrar en el parque y era como repetir la misma imagen del día anterior: su paso elegante y reposado, la mirada perdida en cualquier punto muerto, parándose al ritmo del perro que pasea y siempre, con la misma elección, sentándose en ese banco de madera tan suyo. Mediarían entre nosotros diez metros, una barrera que se me había convertido en infranqueable el mismo día que sentí por primera vez esa adicción: el segundo, cuando comprobé que había vuelto al mismo lugar a pasear al animal y cuando ya me creí demasiado tarde para actuar, cuando mis palabras, fuesen las que fuesen, quedarían delatadas de antemano por esa presencia mía diaria, que le advertiría de mis posibles intenciones.
Sería más de un año observándola cada día en su rutinario paseo, cada mañana y todos los días de la semana. Se adentraba en el parque y soltaba al perro de la correa, nunca llegué a leer con precisión sus labios y siempre imaginé que le decía: “venga, a correr”, besando las palabras con suavidad. Luego se sentaba en aquel banco que incluso habría absorbido su perfume y siempre, de la misma manera, sutilmente, apoyaba los codos en las rodillas juntas y su cara reposaba en las palmas de las manos, mientras con la mirada seguía el movimiento de su amigo canino. Esa cara dejándose acariciar por el aire fresco, mezclándose con el aroma primaveral de unas flores recién nacidas, rodeándose de la pausada lluvia amarilla del otoño, abrigada tiernamente en invierno y fresca y divina en verano. Veía su melena dorada ondular al son de una caprichosa brisa, y sus ojos claros mirándolo todo con dulzura, su expresión era la de una niña inocente, de no haber roto nunca un plato. Rondaría los veinti-algo y yo le parecería, si es que en algún momento le parecí algo, un cuarentón más al que no prestar importancia.
Me encantaban sus gestos, no tardaron en hacérseme habituales aquella mano peinando la melena o esa simpática sonrisa cuando su perro le pasaba cerca y le dedicaba alguna mirada, mientras con el puño envolvía esa cruz que colgaba de su cuello en un gesto lleno de ternura. Conocía esa forma de respaldarse en el banco, aspirar profundamente y observar a través de la ilusión de sus ojos un mundo totalmente paralelo al mío. El suyo, lleno de vida y color, el mío grisáceo y aburrido, muerto de ilusión; y donde sólo podían llegar a asemejarse en ese instante de cada mañana, cuando la veía y todo me parecía recobrar la vitalidad que yo mismo me había encargado de negarles. Reconocía esa forma de andar, aquella manera de achicar los ojos cuando el Sol pegaba en su cara y se hacía visera con la mano, acentuando en sus facciones la fuerza de aquella belleza, incluso llegué a sentir aprecio por ese Teckel viejo y jadeante, muy a pesar de mi rechazo hacia los perros, y que yo juraría haber visto antes no sabía donde.
Cada mañana, mientras la observaba oculto en la oscura sombra de mis ojos, quería imaginarme que me miraba fugazmente, que en algún momento posaba sus ojos en mí y se paraba a pensar algo. Llegué a creerlo tanto hasta confundir si las pocas veces que me miraba eran una realidad o simplemente imaginaciones mías de chiflado romántico, hoy creo estar convencido de lo segundo.
Fue así, con esa asiduidad tan necesaria, como me enamoré de ella, como cada mañana necesitaba verla y salía nervioso hacia al parque pensando que tarde o temprano llegaría el golpe de azar que cruzaría nuestros destinos, y así fue como verla cada mañana pasó a formar parte de mi rutina diaria, como el comer, el dormir y el trabajar. Me moría por ser protagonista de sus pensamientos -a mí edad, qué estupidez-, y cuando pasaba el momento y dejaba de verla me imaginaba el día siguiente, el futuro más inmediato que todavía me esperaba y que podía cambiar la situación, y siempre era una casualidad forzosa que nos conducía a la innegable charla. Luego, con el día a día, saludarla y entablar conversación sería sencillo e inexcusable. Pero nunca fue así, nada se interpuso entre nosotros dos y ni siquiera yo tuve el valor suficiente para evitarlo. Varios días pensé en seguirla y ver dónde vivía, pero en el momento en el que salía del parque notaba mis manos sudorosas y como un nervio frío me recorría la espalda, nunca fui capaz de nada, ni con las mejores intenciones.
Quizás ese sea el gran secreto de mi fracaso diario, la cobardía, que me hunde en esta soledad cruel e infinita, porque sé que no tiene fin, y que es lo único que realmente me caracteriza. Mi miedo, el temor a mí mismo, es lo que me hizo verla siempre como un espejismo inalcanzable que acabó harto aquella lluviosa mañana de invierno, cuando abandonó el parque para no volver jamás. Aquel domingo, por la tarde, al enterarme de la triste noticia de la muerte de mi vecina de abajo, una mujer anciana que hacía muchos meses que no podía salir de casa, reflexioné sobre lo único que me importaba y me dije que nunca más, que al día siguiente le diría algo y me llevaría por delante ese muro temeroso de mi propia conciencia, para que fuese lo que Dios quisiese. Parques había muchos en esa ciudad como para seguir yendo al mismo si la cosa salía mal. Nunca lo llegué a saber.
Él era todo un misterio. Siempre me pregunté qué hacía un hombre de su edad a esas horas de la mañana leyendo el periódico en el banco de un parque. No sé cuando fue la primera vez que lo vi, no sé si ya estaba desde que empecé a pasear al Teckel de mi abuela por ese parque. Sólo recuerdo que al principio lo observaba con curiosidad, pero sin auténtico interés, hasta que poco a poco, a base de coincidir diariamente, se me hizo imposible el cuestionarme cada día por su persona.
Sentado recio en el banco de madera, atento a la lectura del periódico y siempre con esas gafas oscuras que pretendían esconder algo de su mirada. Era una mezcla de interés irremediable y de curiosidad por esa imagen diaria que comprendía en su sola presencia todo aquello que durante mi vida me había faltado: seguridad y entereza, decisión, madurez, y esa extraña sensación de saber lo que se es en la vida, o al menos eso era lo que a mí me parecía. Y yo, como siempre, hecha un mar de dudas, empecé a ver en él todo aquello que siempre había buscado y que todavía dudaba poseer, muy a pesar de haber creído que sólo Dios iba a ser capaz de dármelo.
Fue poco a poco como empecé a soñar que tras esos cristales oscuros, sus retinas dejaban de apuntar las noticias del diario para posarse en mí y mostrar un interés recíproco al mío, ese del que aún no lograba estar segura. Discretamente, mediante miradas tímidas que justificaba con cualquier rápido vistazo a su horizonte más cercano, empecé a apreciar aquel mentón ancho, su pelo negro siempre bien peinado, ese cuello fuerte que al unirse con su torso creaba una extraña belleza que jamás supe calificar, pero que avivó en mí el sentimiento de atracción por un hombre. Creo que fue así como me fui enamorando, pero el proceso se retrasó más a causa de mis dudas, nuevamente ellas, que me llevaron a seguir reflexionando sobre mi existencia y a ver un futuro lleno de inconvenientes y problemas, donde lo más esencial era dejar de titubear de una vez por todas.
Aquello demostraba que era capaz de equivocarme gravemente y que, como imaginaba, no había hecho nada en la vida estando segura de ello. Tardé en reconocérmelo, a pesar de que mí corazón lo sabía desde hacía tiempo, y tardé en comprender que estaba enamorada de alguien de quién no sabía nada, y que el camino hecho hasta ahora había sido en balde. Un anónimo, del que sólo conocía esa aura poderosa que sólo yo creía ver y que me fascinaba, fue capaz de hacerme reconsiderar mis anteriores decisiones y, a la vez, devolverme nuevamente a aquel conflicto personal que ya creía haber resuelto. Fue todo eso, el temor al cambio de vida y de mentalidad y, además, el más que probable caso de que estuviera felizmente casado y con hijos, lo que me llevó a flotar en esa nube diaria de fisgoneo y de sueño, el de creer que él también me quería sin tener nunca el valor suficiente para preguntármelo, ni yo a él.
Serían bastantes meses centrando mi día a día en verle de nuevo, alargando el paseo del perro de mi abuela hasta convencerme de que era mejor regresar a casa, al fin y al cabo, al día siguiente seguiría allí.
Yo, que cuidaba a mi abuela, lo había dejado todo para que no muriera sola y con la intención de regresar de donde había venido, pero poco me imaginaba que algo así se cruzaría en mí camino. La balanza, que durante tantos meses fue basculando entre la misión y esas mañanas en el parque, acabó por decidirse por lo segundo, cuando logré reunir el valor necesario para afrontar mi nueva decisión y hacerla tirar hacia delante. Fue un domingo, cuando volviendo hacia el piso de mi abuela me dije que al día siguiente hablaría con él, trataría de saber algo más de esa persona que me había acompañado con su presencia todos esos largos meses en mi difícil situación personal, un pequeño paso suficiente para cuestionar mi fidelidad espiritual. Fue ese domingo, el mismo que murió mi abuela, y el mismo que me imposibilitó regresar jamás al parque y decirle lo que sentía. Tras enterrar a mi difunta abuela, prácticamente sola, tomé cobardemente ese avión de regreso a la India, ese mismo que me había conjurado a no subir. Cuando llegué, la Superiora me abrazó y me dijo lo mucho que me habían echado de menos. Nunca sabré cual era el camino más correcto, sólo sé que, fuese cual fuese, siempre seguiré indecisa.
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