Hija de puta.
El cachetazo.
Otra vez no. Por favor.
Otra vez, la mano pesada como un proyectil, la trompada, el dolor. El dolor de siempre. Y ahora la patada y caer y otra patada y el grito grave del niño que como una aguja desgarra el tímpano. Otra patada, certera.
Perra
El puñetazo. La arcada y al instante el vómito. La hiena insulta, tiene los ojos blancos. Los ojos del niño lloran, lloran bilis negra. A ella le falta el aire. Las manos de la bestia como tenaza amordazan su garganta. Hay un destello en el cielo, el sol, no, la muerte, el filo del cuchillo, la muerte. Ella llora y su bilis se mezcla con la del niño. Chorrean como un vertiente infernal por el piso del patio.
Mamaaaaaá.
El grito se extiende como un hilo de fuego. Retumba. La muerte. No. Ella golpea, muerde, golpea. La bestia también pero el filo ahora reluce en las manos de ella. No vacila, el brillante colmillo apuñala, una vez en la cabeza, otra vez en el pecho. El demonio cae sobre las baldosas, sobre la bilis; ahora es un cuerpo respirando sangre. Después es solo un cuerpo. No hay nubes en el cielo. Suena un sorbo entrecortado. El mate está vacío. Ella está sentada en el mismo lugar de todas las tardes. Sobre las mismas baldosas en que mató a ese hombre. A su esposo. Se seca las lágrimas con el repasador. Chupa la bombilla y siente el sabor de la yerba empapar su boca. Es dulce. Las flores amarillas intentan ser dulces. Las plantó ayer.
Quedan bien ahí junto al malvón. Plantaré más. Rojas. Rojas y blancas.
Se refregó los ojos. Le ardían un poco. Pero las flores quedaban tan bien. Se sirvió otro mate y le puso azúcar. Demasiada.
No importa.
Respiró profundo sintiendo un alivio. El tapial. Debería pintar el tapial. Hacía mucho que no lo pintaba. El tapial blanco y las flores de colores, sería muy lindo, hermoso. Las baldosas negras. Miró las baldosas.
Hija de puta.
La oscuridad, la noche. En los ojos de la fiera la droga se enmaraña como venas de odio.
Ramera.
Insultos como preludio al infierno. A la tortura. Las fauces del animal arden y el fuego quema la cara de ella. Ella que golpea contra la pared y cae. Siente la silla embestir su carne, después el velador. El velador que estalla contra sus labios y sus dientes.
Por favor.
Su grito se diluye imperceptible en la respiración furiosa del animal. Trata de cubrirse la panza, una panza de siete meses. Las patadas, y la silla, y el miedo, el gusto a sangre, las patadas.
Morite puta.
La cama que cae sobre su cuerpo y ella que solo siente un liquido caliente chorreando entre sus piernas. Un destello en el cielo, la muerte, no, el sol. Deja el mate en el piso y se incorpora, camina hacia el alero. Junto a la ventana está la radio.
Un poco de música, eso, un poco de música.
La cumbia sonríe en sus oídos y ella se seca las lágrimas con la remera. No debería hacer esto, es una remera nueva. La tela naranja absorbe la salada humedad de sus mejillas. Nunca tuve ropa naranja, es lindo el naranja, es alegre. La cumbia suena vigorosa, dispersa la bruma del patio. Ella se sienta otra vez. Toma un mate y escucha ese ritmo vitalizante que la renueva. Se imagina a los músicos. Los dedos bailando sobre los instrumentos. Ellos bailando sobre el escenario con ese ritmo. Ese ritmo repetitivo pero alegre. Las ropas coloridas, de fiesta, los rostros sonrientes. Él tenía una linda sonrisa cuando lo conocí. Él la saludó, sus dientes brillaron, sus ojos también. Ojos que perforaban, que la perforaban, él se sentó junto al cumpleañero. Ella lo miraba. Él fumaba y bebía cerveza. Ella lo seguía mirando. Esos ojos, ojos que la perforaban, que la seducían. Después él se acercó, la sonrisa, el chamullo. Ella sabía que era chamullo pero le gustaba. Disfrutaba de esas palabras que solo deseaban una cosa. Disfrutaba de esa imagen imponente que la dominaba. Se dejó arrastrar. Al final todo rápido, en un rincón del patio, entre las plantas. Un silencio. Murió la cumbia que sonaba. Tomó la pava y sonrió. La sonrisa se deformo en un rictus de dolor. Una mezcla. Amor, compasión, odio, vergüenza. Inclinó la pava sobre el mate. El agua se entrometió violenta entre la yerba mustia., descolorida. Bebió un sorbo. Ya sabía, estaba frío, siempre se enfriaba. Ella pensaba y el mate se enfriaba. Fue hasta la cocina, abrió la hornalla, no hay más gas. Inclinó la garrafa y colocó debajo las hojas de papel en llamas. Será suficiente para otra pava. Levantó la vista, contra la pared el artículo del diario, absuelta por ejercer una defensa legítima de su vida.
Hija de puta.
Los golpes, el forcejeo, los gritos, el destello, la muerte. Mudarse. Sí, debería mudarse. Otra casa, otro barrio, otra ciudad. Pero no, sabía, el seguiría muriendo. Escapar. La pava silbaba, la muerte, apagó la hornalla. Caminó hacia el patio, pensaba, la muerte, pensaba. Sus ojos se ennegrecieron. Bajo los párpados crispó la bilis. Ella intentó hacer una garganta de sus ojos y tragar esa lágrima, pero no, se desprendió, se arrastró por la mejilla surcando una grieta, agria, negra.
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