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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La mujer vampiro: Apetencia

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El intruso

Cristian Miura había logrado burlar la vigilancia de la policía que rodeaba la propiedad y toda la búsqueda que habían organizado en la ciudad. Lina se preguntó qué pretendía al volver allí y cómo haría para entrar. La puerta estaba cerrada con llave y el cristal no se podía quebrar con facilidad. Su cuerpo se tensó al sentir claramente el crujido de una bisagra con poco uso y recordó que Lucas una vez había entrado por una puerta oculta tras la gran planta de la terraza. La mujer se apartó de su puesto de observación y caminó por el pasillo pegada a la pared, luego atravesó a oscuras el salón comunitario, hasta el fondo del comedor donde había un elevador de carga que bajaba a la cocina. Mientras ella se movía arriba, Cristian abrió la puerta con una llave, cruzó el lavadero donde la auxiliar estaba separando la ropa y las máquinas zumbaban a toda marcha, pasó por la cocina solitaria, y finalmente se metió en el montacargas. Pulsó el botón rojo que lo ponía en movimiento.
Arriba, Lina retrocedió hasta un rincón y se quedó quieta, esperando. El elevador se detuvo y Cristian forzó la puerta desde adentro. Saltó al comedor oscuro. Él no veía nada, pero Lina podía distinguir que en la mano llevaba una cuchilla de cocina. El hombre se detuvo en medio del recinto, creyó percibir algo, y siguió de largo. Lina había dejado la puerta abierta al entrar al comedor, pero Cristian no notó nada raro y salió, dejándola entornada. Antes de seguirlo, Lina paró a estudiar lo que había a su alrededor; los platos y vasos eran de melamina, no había nada de vidrio o cerámica que pudiera usar como arma.. Tampoco quería hacer ruido y atraer la atención de los enfermeros o del vigilante, si notaban su presencia en ese lugar, tal vez decidieran encerrarla de noche.
Escuchó un tump, y atravesó corriendo el salón. El asesino se había encontrado con un enfermero y, antes de que este pudiera gritar, lo había noqueado de un golpe en la nuca usando el orinal de acero inoxidable que llevaba el joven en la mano. El rocío de orina se esparció por la pared contigua. Cristian dejó caer la chata, que retumbó en el silencio con estrépito. Ahora sí, atraería a todo el personal, pensó, y ella podía volver a su cuarto sin que supieran de su ronda nocturna. Carlos Spitta estaba de encargado, y apareció en el recodo del pasillo luego de abrir la reja de hierro a toda velocidad. Lina escuchó el tintineo de sus llaves y sus pasos pesados corriendo hacia Miura. Este se volvió y hundió el cuchillo en el aire, porque en el último segundo Spitta esquivó la hoja dirigida a su hombro izquierdo, tirándose a la vez con toda su masa de ex-deportista sobre el delgado Cristian. Lo derribó y cayeron juntos al suelo.
–¡Marta! ¡Silvia! –gritó Carlos, forcejeando con el joven que echaba chispas por los ojos y espuma por la boca como una bestia queriendo librarse del peso que lo aplastaba–. ¡Vigilancia! ¡Llamen a la policía!
Lina se había quedado en la entrada de un cuarto al final del corredor, y retrocedió adentro en cuanto sintió los pasos de la enfermera y del guardia, que venía hablando por radio. Sin que Carlos lo notara, el brazo izquierdo de Cristian se había liberado e iba extendiéndose hacia la cuchilla que había caido al suelo al chocar ambos. Antes de que llegara la ayuda, el asesino tomó la hoja y la hundió entre sus costillas. Spitta retrocedió, sorprendido, sintiendo un pinchazo y falta de aire repentina. Marta lanzó un grito, corrió y lo sostuvo, al tiempo que Miura se lanzaba por el pasillo escapando del guardia.
Entró al salón grande y corrió hacia una puerta cualquiera. Lina vio pasar al guardia de seguridad y lo siguió con precaución. Desesperado, Cristian había logrado atraparse en el comedor. Resopló, dando círculos alrededor de las mesas como una fiera enjaulada.
El guardia se detuvo frente a la puerta apuntando con la pistola, que hasta ese momento nunca había tenido que usar.
Cristian se había colocado junto a la entrada, pegado a la pared, intentando calmar su respiración. El guardia empujó la puerta, rogando porque la policía apareciera pronto, y se apoyó en ella para mantenerla abierta, con la pistola apuntando hacia el centro del cuarto. En seguida notó que el recinto estaba vacío y se preguntó cómo había escapado. Cristian aprovechó el instante de duda para atacarlo. Saliendo de atrás de la puerta le pegó en el brazo y lo desarmó. El guardia retrocedió, asustado, y Miura recogió su arma. Salió amenazándolo, la cuchilla en una mano, la boca del cañón contra su cuello, el dedo sudoroso en el gatillo y nada que le impidiera disparar. Tenía ganas de matar porque lo habían despreciado, ofendido, pisoteado, y mientras no encontrara a los verdaderos culpables, no sabía por dónde empezar a descargar su furia negra.
El guardia estaba aterrorizado, sintiendo a través del cañón del arma el temblor que sacudía al asesino. Cerró los ojos y comenzó a rogar.
–¡Déjalo ir!
Cristian parpadeó, confuso. ¿De donde provenía esa voz que se atrevía a darle órdenes? Ahora él tenía el poder sobre la vida y la muerte, ya lo había saboreado y sabía que podía hacerlo. No tenía que hacer lo que otros le dijeran. Sonrió, satisfecho consigo mismo.
El metal se apartó de su cuello y el guardia creyó que era el fin. Lina se había parado junto al brazo de Cristian, lo envolvió con sus manos delicadas y lo hizo mover para que apuntara al muro. Sorprendido por su audacia, Cristian se dio cuenta de que su presencia lo paralizaba, de la misma forma que se había sentido cohibido por su mirada cuando ella lo pescaba observándola. El guardia había abierto los ojos y, aprovechando la tensión que los ocupaba, se movió fuera de su camino, creyendo que no lo iban a notar. De inmediato, Cristian le volvió a apuntar, gritando furioso, y él se quedó helado. Lina se adelantó un paso al tiempo que el disparo atronó con múltiples ecos en el salón, y empujó su brazo hacia arriba. La bala penetró en el techo y el reboque descascarado cayó sobre ambos. El guardia se había tirado al piso, encogido, cubriéndose la cabeza con los brazos.
Miura recordó que tenía otra arma y mientras Lina seguía sosteniéndole un brazo, la apuñaló, incrustándole la cuchilla en su costado. Luego se apartó para contemplar su obra, pero su sonrisa se le congeló en los labios porque la mujer apenas exhaló un suspiro de dolor. Acto seguido tocó el mango de la cuchilla con una mano, y no movió un músculo del rostro que alterara su belleza glacial. Aprovechando su sorpresa, Lina golpeó con el canto de la mano su brazo derecho y le hizo soltar la pistola.
–Eres un amateur... –susurró ella–. Esto no es una herida mortal... aunque duele mucho... –declaró.
Cristian percibió como aumentaba de volumen el zumbido en sus oídos y la sangre bullía por sus venas, sintiendo que para lograr lo que quería debía acabar con esta mujer. Ella era el enemigo, el mayor obstáculo, su única oponente posible. Se lanzó contra ella, alzando su cuerpo en una mano y aplastándola contra la pared. Lina sintió en la espalda la fuerza del choque que la dejó sin aire al tiempo que un vahído le nubló la mente. Se dio cuenta de que no podía competir en fuerza con aquel loco enfurecido. Por encima de su hombro, vio que el guardia se había arrastrado hasta la pistola y le apuntaba a la espalda. Esperó que no lo atravesaran las balas, pero igual el hombre no pensaba disparar:
–¡Alto! –gritó, en cambio–. ¡Suéltala! ¡Ya viene la policía!
Cristian apartó su cuerpo de la mujer pero siguió apretándole el cuello. Lina cerró los ojos, luchando por respirar. Miura sonreía con desdén, muy poco preocupado por lo que la policía fuera a hacer. Ahora estaba solamente interesado en matar a esa mujer, todo su deseo parecía consumarse en ese acto único.
–Dispare –susurró Lina con voz ronca.
El guardia dudó por unos segundos y luego descargó su arma a quemarropa. Apretó el gatillo una, dos, tres, cuatro veces, pero no se produjo ningún disparo.
–La suerte está de mi lado –se burló Cristian.
Su cuerpo había reaccionado con temor a la posibilidad de que le dispararan, se distrajo y aflojó la presión de sus dedos.
–Sólo los débiles creen en la suerte –replicó Lina, incrustándole los dedos en la garganta.
Cristian, incrédulo, retrocedió tambaleándose, con la tráquea destrozada, y Lina le dio otro golpe en la cara antes de que pudiera recuperarse. En seguida, tomó la pistola de manos del boquiabierto guardia y lo derribó con un culatazo en la sien. Su largo cuerpo se desplomó, desmadejado, junto a un sillón.
–Tome –dijo Lina, poniendo la pistola en manos del hombre–, va a ser un héroe.
El guardia la observó con asombro porque seguía hablando normalmente con un cuchillo clavado. Ella siguió su mirada atónita y pareció recordar que tenía la hoja insertada casi hasta el mango debajo de sus costillas. La arrancó de un tirón y la dejó caer junto al desquiciado secretario, mientras se sostenía la herida sangrante. El guardia la sostuvo porque vaciló, pero Lina lo aferró de la camisa y aprovechó para prevenirle:
–Ud. no ha visto nada de esto –susurró con vehemencia–. Ud. solo lo capturó... –insistió, viendo que el pobre hombre intentaba protestar.
Las luces generales volvieron a encenderse y el salón se colmó de una luz deslumbrante, al tiempo que dos policías irrumpían, seguidos de lejos por la enfermera Marta y Jano. El guardia se volvió hacia ella, pero Lina se había esfumado y sólo el cuerpo inconsciente de Cristian podía atestiguar que no había estado soñando.
El ruido del disparo conmocionó a todo el lugar, muchos pacientes despertaron inquietos, excitados o delirantes, y todo el personal disponible tuvo que ponerse en marcha para calmar los ánimos. Gracias a ello, Lina se pudo colar hasta su cuarto, tiró la bata manchada de sangre debajo de la cama y saltó adentro de las sábanas al tiempo que el enfermero pasaba a controlarla. Creyó que la mujer no se había movido de su cuarto y aún dormía plácidamente.

Apetencia

La noticia del arresto del secretario alivió a Julia Stabiro lo suficiente como para volver a trabajar a la clínica sin temor. Aunque su rostro no conservaba huellas del golpe recibido, había algo en su aire que todos notaron de inmediato, a pesar de sus esfuerzos por actuar naturalmente. Un dejo de vergüenza había desplazado su buen humor y calidez habitual, como si temiera que la acusaran de algo; de algún modo se creía culpable de lo que había sucedido. Valeria la vio pasar y le clavó una mirada inquisitiva que la nutricionista tomó como una afrenta, aun cuando la secretaria sólo tenía la mente ocupada en el teléfono que no cesaba de sonar.
–Ya no puedo más –se lamentó a la señora Dexler, quien hizo acto de presencia a las diez de la mañana luego de una reunión con los abogados, el representante de la empresa que suministraba los guardias de seguridad, y el comisario de la zona.
–Lo siento, Valeria. Pronto volveremos a la normalidad –replicó Liliana con sequedad, pero luego se arrepintió y agregó–. Si tienes a alguien de confianza que pueda ocupar el cargo de Cristian, dile que venga mañana.
Lina se levantó tarde, pero los empleados estaban demasiado ocupados tratando de ponerse al corriente como para fijarse en esos detalles. Logró arrastrarse fuera de la cama y lo primero que hizo fue esconder la ropa sucia en el fondo de su armario. Luego inspeccionó frente al espejo la cortada de su cintura, antes de vestirse y salir. Se sentía débil pero esperaba recuperar fuerzas en el correr del día. Se detuvo para descansar, apoyando un codo contra la pared al mismo tiempo que Julia salía del cuarto de Ana. La última vez que se habían visto, recordó, Lina le había hecho preguntas sobre Cristian. Se preguntó si en ese momento ya intuía lo que iba a pasarle. Julia sintió una oleada de ira hacia la mujer, que se había quedado mirándola muda e indiferente, y el rubor cubrió su rostro.
En su habitación de hotel, Vignac desparramó los periódicos encima de la mesa y echó un vistazo, mientras a su espalda, se sucedían en la pantalla las imágenes del noticiero, recopiladas del viernes y el sábado, informando que gracias al accionar de un guardia los efectivos policiales a cargo de vigilar la localidad de Santa Rita habían logrado la captura de Cristian Miura. Encima de la cama deshecha yacía abierto el diario forrado de verde, y el investigador estaba tomando notas en su libreta.
–Eligieron un excelente lugar para la clínica –comentó en voz baja, cuando el reportaje terminó.
Horas después, Lucas daba vueltas por la terraza de Santa Rita, impaciente, mirando el parque verde que se extendía a sus pies; aprovechando el sol tibio de la tarde un grupo de pacientes hacía ejercicio vigilados por dos funcionarios. Podía divisar al par de practicantes que parecían absortos en su propia charla. Se dio la vuelta, tenso, y al volver la vista hacia el edificio se encontró con una imagen fugaz, un rostro que también lo observaba desde una ventana del segundo piso, lo cual lo perturbó. Estaba pensando en la entrevista de la mañana, pero esto desvió su atención.
Había acompañado al doctor Avakian a la policía y habían podido presenciar el inquietante interrogatorio de Cristian.
–No sé por qué lo hice... No recuerdo bien... Creo que sólo quería escapar –había susurrado Miura, arrastrando las palabras como preso de una gran fatiga, su cuerpo lánguido echado sobre la silla. Apenas movía los ojos; la fiebre y la energía lo habían abandonado–. No sé que estaba haciendo allá... de pronto tenía un... cuchillo y ella, no quería hacerle daño...
Lo iban a trasladar a un hospital psiquiátrico y Lucas sabía que probablemente se iba a librar de la cárcel. De todos modos, él no quería venganza. Lo que le preocupaba era su propia inutilidad; ya que si no eran capaces de reconocer a alguien a punto de perder la cordura, tampoco podían ayudar a nadie a recuperarla.
Se había quedado parado frente a la puerta del edificio con la mirada perdida en el vacío luego de encontrarse con la cara pálida de Ulises, hasta que una grave voz femenina lo sacó de su abstracción:
–Doctor Massei, parece preocupado.
Él fijó sus pupilas en la figura firme y torneada y no pudo evitar asociarla con todo lo malo que les había pasado desde que volvió de Europa. El vestido oscuro le recordó la primera vez que la vio.
–Carolina Chabaneix... –comenzó él, y Lina se quedó esperando rígida, al escuchar este nombre que le resultaba poco familiar, temiendo que se hubiera revelado algo, y en seguida se preguntó si Cristian había hablado; pero luego de una pausa él prosiguió con naturalidad–, ¿por qué no está en el grupo de gimnasia?
–Porque no me siento muy bien, estoy cansada.
–¿En serio? –Lucas empezó a mirarla con preocupación–. ¿Ya la vio un doctor?
–Avakian no encuentra explicación para mi fatiga –replicó ella con una ligera sonrisa–, así que se supone que son ideas mías y que no tengo nada.
Se burla de los doctores, consideró él, molesto. Pero en el acto se regañó por malhumorado. La estudió con detenimiento y notó que su sonrisa no era desdeñosa, y tampoco había huido de su lado como siempre.
–Sabe que aquí todos nos ocupamos un poco de todos... –planteó de pronto–. Me han pedido una evaluación, es decir, ver como se encuentra, Carolina. Pero antes que nada me gustaría hacerle una pregunta...
Lucas la tomó del codo y la condujo hasta un par de sillas a la sombra del muro de la casa. Le explicó que había llegado a cierta información sobre su vida anterior, por casualidad, y quería saber la verdad de su boca. Después de escucharlo con atención, preocupada por lo que pudiera haber descubierto, Lina echó hacia atrás el cuello y un brillo burlón apareció en sus ojos grises al comprender a qué se refería. Desde la puerta, Julia los observó un momento, antes de volver adentro.
–Es verdad que usaba otro nombre, un nombre artístico –explicó ella con sencillez– y me dedicaba a cantar, a actuar, en algunos centros nocturnos. Era un buen trabajo para mí... por diversos motivos. Pero la lista de mis profesiones no se la he ocultado a los terapeutas ni a la psiquiatra, así que su curiosidad debe venir por otro lado... No me imaginé que frecuentara ese tipo de lugares, doctor Massei.
Aunque Lina hizo el comentario sin un tono de reproche, Lucas se preguntó si lo estaba desafiando. Recordó las palabras de los clientes del cabaret: esa mujer no se intimidaba de nada, afrontaba lo que fuera necesario, lo que le diera placer a otro ella lo podía soportar, y no tenía timidez alguna.
–¿Acaso le parezco muy puritana? –continuó ella, pero no esperó su respuesta y se levantó, cambiando de expresión de pronto.
Lina caminó hasta la pared, una gran concentración se reflejaba en su rostro. Lucas la siguió, curioso. Ella permaneció un segundo con los ojos fijos en la inmaculada pared blanca y después alzó la cabeza, hacia una ventana entreabierta en el segundo piso. Entonces comenzó a respirar agitadamente y se lanzó escaleras arriba a tal velocidad que asustó a la enfermera de guardia en el pasillo y a Lucas que, sorprendido, no la alcanzó hasta que por fin se detuvo, luego de abrir violentamente la puerta de una habitación.
–¿Qué pasa? –exclamó Teresa desde el extremo opuesto del corredor.
Lina se había frenado en la puerta del cuarto que antes ocupaba Clara y apoyó una mano en el marco para sostenerse. La joven paciente estaba desparramada en el suelo a los pies de su cama, y junto a ella en el parqué había un charco de sangre brillante. Lucas la alcanzó y apenas ver el desastre, le gritó a Teresa que pidiera ayuda, aún antes de notar los detalles. Para entrar tuvo que empujar a Lina a un lado, porque se había quedado paralizada.
Una vez estaba de compras en un shopping center y al dirigirse hacia los baños, situados junto a la escalera de incendios que nadie usaba, escuchó un estrépito. Al volverse se encontró con que a alguien se le habían caído las bolsas. La mujer se agachó consternada, porque se le habían roto los vasos recién comprados, y al intentar recoger los paquetes se cortó la mano. Lina, que se había acercado por cortesía, vio la sangre que manaba con abundancia de su palma blanca aunque la mujer intentaba cortar la hemorragia con un pañuelo. El líquido rojo tibio y fragante la atraía sin que pudiera evitarlo, se le cortó la respiración, e intentó detenerse, pero sólo podía verse a sí misma tomando la mano herida, llevársela a la boca ante la mirada atónita, espeluznada de la mujer, quien intentó escapar en ese momento pero Lina la golpeó contra el muro. Alguien gritó, asombrado, al salir del baño y encontrarse con la imagen grotesca de la joven inclinada sobre un cuerpo desmayado, lamiendo con fruición los hilos de sangre que corrían por el brazo inerte. Algo en su interior le dijo que nadie debía verla y huyó corriendo por la escalera.
En el corto lapso en que Teresa la había dejado a solas, Ana trató de rasguñarse el rostro que veía reflejado en el vidrio de la ventana, distorsionado por la fina reja de alambre. Una estría púrpura se formó a lo largo de su mejilla izquierda, y con las uñas cortadas trató de arañarse el cuello. Desesperada porque cada vez se veía peor, había partido el cepillo de dientes y con una punta irregular comenzó a rasgarse la piel de las muñecas, decidiendo que la solución no estaba en deshacerse de su rostro solamente.
Lina volvió en sí cuando un par de enfermeros la empujaron a un lado al entrar para ayudar a Ana. Lucas se apartó para dejarlos trabajar, y notó su alteración. Tuvo que sacudirla con fuerza para moverla y que no viera la escena.
Sus manos y ropa olían a sangre porque había tocado a Ana. Eso sacó a Lina de su estupor y salió corriendo rumbo a su habitación. ¿Qué es esto? Se preguntó Lucas, extrañado, viéndola desaparecer por el corredor. Fobia a la sangre, un temor a la visión de sangre que es común en algunas familias y comienza en general en la pubertad. Eso podía ser el origen de su delirio, pensó mientras la seguía, echando su bata salpicada sobre el escritorio de enfermería. Imaginó que la mente de la mujer había construido una historia fantástica a partir del malestar que le producía una fobia común.
–¿Qué pasa? ¿Le impresiona la sangre?
Lina se había quedado parada en medio de su cuarto, inhalando fuerte, la cabeza gacha. Ahora se va a desmayar, calculó Lucas, adentrándose en la habitación. Le puso una mano en el hombro para tranquilizarla; Lina intentó dar un paso y se tambaleó. Ella podía sentir su propia respiración acelerada y los latidos del corazón como un tambor de guerra. De pronto, una sacudida estremeció su cuerpo, y antes de que Lucas la detuviera, fue al baño y cayó de rodillas sobre la cerámica. Vomitó todo lo que había comido, cosas que le resultaban indigestas luego de oler y contemplar la sangre. Su cuerpo se revolvía, su estómago se convulsionó violentamente hasta que no quedó nada adentro y la joven pudo volver a respirar, agotada, y se dejó caer, apoyando la cabeza ardiente en el calmante piso frío del baño.
Debió quedarse dormida porque despertó en su cama, con un camisón de algodón limpio y una línea de suero en su brazo; la luz tenue atrás de la cortina indicando que se estaba por poner el sol. El doctor Aníbal pasó a verla; se sentó en un taburete junto a la cama, y tras tomar su mano por unos segundos con expresión paternal, sonrió y dijo que todo estaría bien. Su forma coartada de expresar preocupación le recordaron a su padre en los pocos momentos en que se mostraba afectuoso con ella, dejando de lado la fuerte coraza que creía tener. Había algo en el suero que le daba una sensación de ingravidez placentera, pero poco a poco su mente comenzó a dominar a la sustancia, y tan pronto recordó que estaba con Massei cuando se desmayó, recuperó la lucidez. ¿La había visto limpiar y cambiar? ¿Había notado su herida? Alarmada, se irguió sobre un codo, apartó la sábana y se subió el camisón hasta la cintura.
Teresa, quien había acudido porque Lina era una de sus pacientes favoritas, de hecho se había sorprendido al ver la cicatriz morada con labios rosa, porque no recordaba que antes la tuviera. Pero Lucas la examinó y dijo que no podía ser reciente. Ahora Lina se palpó la piel con aprensión, diciéndose que ese día había actuado como una tonta, poniéndose en evidencia.
Mientras tanto, Vignac no había perdido el tiempo, mientras esperaba contar con la ayuda de Valeria para obtener datos de la clínica. Su mayor interés era encontrar a Tarant, y por lo menos pudo averiguar que para la policía el propietario de la mansión y su esposa estaban muertos, aunque no encontraron sus restos entre las cenizas. Pero lo más importante era que había una heredera, una joven que no llevaba el apellido de su padre y que salió ilesa del incendio. Los bomberos habían hablado con ella y Vignac esperaba conseguir, robar o comprar la declaración que había hecho ese día. No podía estar seguro de que Tarant y su pérfida mujer estuvieran muertos hasta que lo comprobara con sus propios ojos, y esa joven era el eslabón hacia ellos. Tomó el diario verde y leyó un pasaje, sonriendo de una forma siniestra que llamó la atención de sus compañeros de barra en el bar del hotel. Luego sacó una fotografía que usaba como marcador del libro. El rostro hermético de su hermano lo saludó antes de quedar encerrado entre las páginas amarillas.

Texto agregado el 16-03-2008, y leído por 116 visitantes. (0 votos)


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