Tal como lo encomendaste, le pregunté derechamente a ella si la separación era irremediable.
Después de todo, no habías cometido, en estricto rigor, un acto de infidelidad. Habías estado con aquella sólo un par de veces y ello había ocurrido justamente en un período de separación. ¡De una de las tantas separaciones remediables que tú y ella vivieron!.
No podía ser infidelidad sí, en ese entonces, estaban separados. Esa había sido una calentura – si me permite el término el compañero – perfectamente lícita. En cambio, en cambio a ella la amabas.
No me resulta difícil creer que, de no haber mediado separación, no habría existido nunca la tercera.
Pero ustedes dos se acostumbraron tanto a las rupturas con elástico que, en justicia, cualquier tercero tenía la misma posibilidad de entrada y con la misma intensidad.
Aquella, como tercera, y en verdad como cualquier tercero o tercera, carecía de alguna identidad que fuere significativa.
O sea, debe haber tenido alguna identidad significativa para otro, pero para ti era sólo una tercera. A ella, en cambio, la amabas.
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Me impresionó descubrir que esto era para ella tan claro. O sea, ella reconocía la absoluta legitimidad del acto. No veía trasgresión alguna, delito alguno, reproche alguno.
Ella creía que la tercera había entrado legítimamente, legitimidad que estaba presente tanto en la forma como en el fondo. En la forma, porque estaban separados. En el fondo, porque ninguno de los dos reunía, en ese entonces, la condición de completitud que alguna vez se habían prometido.
Su problema no era entonces la trasgresión, porque ésta no era tal ni en la forma ni en el fondo.
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Tampoco lo era la sensación de invasión, apropiación o robo, que es tan propia en las modernas relaciones de pareja. Es decir, no le complicaba – más allá de lo normal – la imagen tuya con esa otra o la de esa otra tomando – sin autorización alguna – algo que a ella le pertenecía.
No, no. Los celos, el robo, la legalidad y la vergüenza eran, para ella, problemas menores.
Tampoco le parecía esencialmente complejo aquello que tú veías como el principal obstáculo: la confianza futura. Porque – como bien decías – ¿cómo podría ella, de aquí en adelante, confiar en que existiría sólo ella, que no estarían los terceros ni los ladrones merodeando en vuestro jardín?
Y digo que no le parecía complejo porque cuando digo “lo que bien decías” lo estoy diciendo yo y no ella.
Ella lo había resuelto ya.
Con profunda astucia había solucionado el problema como quién resuelve una ecuación algebraica: Había decidido que un acto se anulaba cuando se igualaban las condiciones positivas y negativas, y/o, dicho en otros términos, que la culpa se purga con la culpa y la mora se purga con la mora.
Había resuelto que si ella estaba ahora – también en período de separación legal – con un tercero, en iguales condiciones y con la misma intensidad – entonces los actos de ambos se anularían entre sí.
Las condiciones se mantendrían – como dirían los economistas – en actitud de “céteris paribus”. En virtud de una extraña ley física, ecuación química o, en general, científica, nos encontraríamos, de repente, con una eliminación del acto confuso, con la igualdad absoluta de las condiciones. En síntesis, los dos culpables eliminan la desigualdad en que se encuentran víctima y victimario. Dos culpables, o dos víctimas, dos buenos o dos malos anulan toda falta.
La intromisión de un tercero para ella igualaba el esquema, haciendo desaparecer, por lo mismo, a ambos terceros, lo que aseguraba la confianza pasada y futura.
No puedo dejar de reconocer la admiración que me provocó la osada teoría de ella.
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Pero entonces pensé lo que seguramente ahora piensas… ¿cuál es, entonces, el problema? ¿Por qué es, entonces, sólo ahora una separación irremediable?.
"El asunto es que –me dijo, aunque no con estas palabras– diga lo que diga, haga lo que haga, nunca podré perdonarlo.
Las teorías son teorías y las matemáticas, teoría.
Y en el mundo de la praxis, debo asumir que nunca perdonaré la existencia de aquella, de la tercera.
Y desde luego puedo decir ahora que lo perdono y que está olvidado, pero entonces estaré mintiendo. ¿Por cuánto tiempo soportaré esa mentira?. Estoy segura que existirá siempre el momento propicio para recordarlo, para hacerlo presente, para juzgarlo y castigarlo.
Ni siquiera él – sensatamente razonó – merece la tortura de ser engañado en el perdón y en el olvido".
Y sí: le pediste perdón y no te perdonó, pero no porque no merecieras ser perdonado sino porque ella no podía perdonar. Estaba incapacitada para hacerlo.
Le pediste perdón porque la amabas y la necesitabas y la necesidad, me lo dijiste, tiene cara de hereje.
Pero entre perdonar a medias o de mentiras, es siempre preferible asumir que no se perdona. El no perdón es menos sensato y conveniente, pero más honesto y, por lo mismo, más generoso.
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Su conclusión fue tan tajante como mi misión de amiga. Toda la información que pediste fue extraída en esa noche en que estuviste ausente y estuve sólo yo con ella.
En consecuencia, debo decir que he cumplido. Y aunque la información no sea la esperada, no equivalga a la alentadora esperanza que ambos requeríamos, creo que he cumplido.
¿Dije lo que necesitabas saber?. Creo que sí.
Pero la noticia es mala y eso no sólo porque lo irremediable es, aquí y en la quebrá del ají, irremediable.
Es mala porque lo irremediable duele más cuánto más sea que se pierde. Y aquí - ¡quién lo habría dicho! – se perdió algo importante. Se perdió una mujer que me parece de una generosidad genuina, y es que, así como la necesidad, la bondad tiene también cara de hereje.
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