El tuerto, impulsado por la prisa que solamente el siente, prisa ignorada por los que viven en su mismo techo, empuja la puerta de la oscura bodega, casi violentamente.
Su ojo derecho se nubla ante la penumbra hasta quedar opaco como su ojo izquierdo, oculto bajo el sucio esparadrapo que lo cubre. Duda por un segundo y sin apenas ver, se precipita al fondo de la pequeña bodega familiar, mientras se apoya torpemente sobre las frías barricas de pesada madera. Antes de llegar, algo como un rumor invisible, se mueve sorpresivamente rápido. Pero el saco está allí, tras una de las barricas, negro y enmohecido. Lo palpa, lo habré y sacando un fajo de húmedos billetes de su también negra faja, lo arroja atinadamente dentro de la vieja sarga.
A continuación un chaparrón de monedas de distinto valor, que ha rebuscado en el fondo de los bolsillos, rebota sobre el papel con un chasquido apagado, como una lluvia extraña, metálica al final. Sacude el saco. Se aleja y al momento, retorna presuroso por la duda impuesta por ese mismo acto, que se le antoja mezquino, pero que deja y mantiene oculto su secreto. Ocultación que no excluye a sus más allegados; su propia familia.
¿ Cuánto dinero lleva ya recogido ?- se pregunta- No ha tenido ocasión propicia para contarlo. Más, la última vez que lo manoseó, mal y confusamente, fueron cinco millones. ¡ Cinco millones ! – exclamó sorprendido - ¿ Cuánto será eso ?- se pregunta – incapaz de valorar la real importancia de la cifra. Sin son millones es mucho dinero, termina por decirse sumido en su inconsciencia que, la avidez sentida, traduce en su cara en una turbada expresión. Y al segundo siguiente, sin conocer la causa que lo produce, comienza a sentirse angustiado por un nervioso temblor, consciente de que puede perderlo todo.
Anegado por un ramalazo de brusca realidad, violenta y contradictoria, merodea ante la puerta de la estrecha bodega pensando en ocultar el dinero en otro lugar más seguro, más escondido. Un dinero que, la sana costumbre de ganarlo, le acostumbró a la insana necesidad de no gastarlo. ¿Y si lo ingresara en un Banco ?- se pregunta de nuevo- pensando angustiado en la posibilidad de regresar a la bodega un día y encontrarse con el saco vacío.
A las diez horas de una lluviosa mañana del mes de Enero, el empleado de un Banco que no llegó a identificarse por razones obvias, sacudió el herrumbroso picaporte de la rugosa puerta , de la casa del anónimo tuerto, con la intención de convencer al pretendido cliente de la necesidad del traslado del dinero por si mismo, -pues dijo- que el Banco no podía hacerse responsable de un ingreso que no fuera entregado directamente en su Oficina. Piense que estamos hablando de un 7%, un siete por ciento-repitió-
El empleado de banca seguía esperanzado la decisión del tuerto, pensando en la posibilidad de que sus jefes valorarán la cualidad de su gestión. Si bien el tuerto, mirando hacia arriba extrañamente, con su ojo derecho extraviado, parecía temer la inoportuna presencia de algún miembro de su familia, ajeno a la realidad monetaria depositada en su vivienda.
Al joven que, acababa de salir de entre el cristal trasparente, el mármol consistente, y el oscuro metacrilato del Banco, la suciedad envejecida de las paredes de la casa, le hicieron sentir un vago malestar, cercano a la desagradable sensación de la más absoluta miseria. La cara sin afeitar del tuerto se le antojó al visitante, la sin serlo, siniestra faz de un pirata. Pero bueno- se dijo- un cliente es un cliente, con el pragmático convencimiento de un hombre de banca .Muchos de estos payeses, ya se sabe, dormitan como miserables sobre un abultado cojín de billetes.
Depositado el saco sobre un apequeña barrica vacía, comenzaron a contar...
El empleado de banca de pie sin conseguir reponerse de la repugnante impresión que la aparición del sucio saco le producía. El tuerto, sin poder disimular la alegre sorpresa que la inesperada cantidad de billetes que, el otro, extraía a dos manos, entre monedas, del fondo de la acartonada saca
Un millón novecientas cincuenta mil, dos millones. Tres millones novecientas mil, cuatro millones. ( La cara del tuerto iluminada por la rara luz de su jocosa alegría ). Cuatro millones novecientas mil, seguía sonando la monotonía de la cuenta, Cinco millones novecientas cincuenta y ocho mil ( de estos, cincuenta mil de billetes roídos por los ratones). Seis millones. Billetes, polvos de billete, más cuatro mil de ennegrecidas monedas. Siete millones, trece mil...terminó el sonsonete contable, luego de repasar verticalmente las sumas anotadas.
...- No me lo puedo creer-exclamó el tuerto a la vez que dejaba escapar una risita esquizofrénica. Le asaltó a duda de si, el dinero, seguía siendo válido, después de la llegada de la tan esperada Democracia, desde hacía cinco años.
...- Si, todo es bueno-replicó indiferente el contable-
El problema era otro. El dinero no cabía en la cartera de fuelle que portaba el contador. Y así se lo dijo al tuerto. ¿ Y qué vamos a hacer ?- contestó con un creciente nerviosismo- barruntando la posibilidad de que alguien de la casa, se presentara de forma inesperada.
...-Volveré de nuevo para llevarme el resto- aventuró el banquero-.
...-¡Ah no ! –estalló el tuerto- al tiempo de volver el dinero al saco. Le acompaño, masculló secamente. Y ante la sorpresa del muchacho, colgó el saco en un hombro, revolviendo papel y metal sonoramente.
Transcurrieron pocos meses, hasta que un día, le notificaron al tuerto, el descenso de los tipos de interés; cinco por ciento, le avisaron:
...-¿Cuánto es...
...- Pues...un dos por ciento en menos..o sea..ciento cuarenta mil pesetas aproximadamente, terminó por teclear en la calculadora.
...-Ah ¡ no, no..eso no puede ser. Yo no he traído el dinero para esto, se revolvió intempestivo el tuerto.¡ Mañana vendré a por el!
No hubo razón capaz de convencerle, y en el caso improbable de que la hubiera habido, nada hubiese cambiado su decisión. ¿ Pierdo ? Pues pierdo, remachó sin disimular su enojo.
Algunos conocidos que transitaban por las cercanías del Banco, le pudieron observar con el saco a cuestas, sucio y desarrapado como siempre, Tuerto como era se apiadaron de él, y le compadecieron por ser pobre de solemnidad; cuando la solemnidad, nunca a sido pobre. Así es de ciega la ignorancia. Un segundo más tarde la sombra del contable, que le había seguido con la mirada perpleja, terminó por disiparse tras el cristal de la ventana del iluminado despacho.
El tesoro volvió a la oscuridad de nuevo, a la oquedad de la húmeda pared de la bodega. Se hacía claramente evidente que los ratones seguirían royendo los billetes de dinero fresco. ¿Qué se habían creído ?
Robert Bores Luís
PdeA-Octubre de 1993
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