Hoy amanecí en un óptimo estado de ánimo.
Uno de esos días en los que uno se despierta sintiéndose capaz de conquistar el mundo y sus alrededores; de enfrentarse a la peor de las adversidades y salir triunfante; de dejar de ser un mediocre y convertirse en un hombre nuevo, valiente y exitoso.
El de hoy será un gran día para emprender grandes tareas, intentar magnas proezas y salir victorioso, pensé. Y así hubiera sido si no me hubiera encontrado con él.
Supe, antes de verlo, que estaba ahí y, al levantar la cara, quedamos frente a frente mientras nuestras miradas se cruzaban; la mía altanera y desafiante; la de él penetrante, acusadora e insolentemente inquisitiva.
Sin pronunciar palabras, su mirada me dijo:
—Modera tu soberbia, estúpido, al terminar el día seguirás siendo el mismo pobre diablo que eres ahora.
Me sorprendió que hubiera adivinado mis pensamientos y reaccioné con agresividad..
— ¿Qué te pasa, imbécil? Sé quien soy y de lo que me siento capaz y tú no eres nadie para hablarme en esa forma.
— No soy nadie—repitió mis palabras, arrastrando la voz como si las evaluara, profundizando en ellas—Te recuerdo que no hay quien te conozca tan bien como yo, de eso puedes estar seguro.
—Si me conocieras—aduje con altanería— sabrías que mis capacidades, como las de cualquier ser humano, son infinitas ya que, como alguien dijo una vez, “el hombre es capaz de los peores vicios del mismo modo que de las más sublimes virtudes”
—Teorías sin fundamento—replicó él—el hombre no es capaz de hacer nada valeroso, ni siquiera en favor de sí mismo, a menos que tenga un estímulo palpable.
—No sé por qué te estoy escuchando—dije con evidente impaciencia— nada de lo que digas va a disminuir mi autoestima. No sé lo que pretendes, pero no lo vas a conseguir; me siento fuerte, entero, seguro de mí mismo.
—El que estés oyendo mis palabras—arguyó Él— es prueba clara de tu inseguridad, son tus propias palabras las que en mi voz escuchas. Si estuvieras tranquilo, seguro y sereno yo no tendría nada que decir, enmudecería y sólo quedaría tu voz potente firme y llena de certidumbre y de confianza.
—¡No sigas! —casi grité— ¡Voy a hacerte callar! —y en el colmo de la desesperación lancé mi puño con rabia hacia su rostro.
El sonido, al caer, de los fragmentos en que se convirtió el espejo y los dedos ensangrentados de mi mano me ubicaron en la realidad.
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