Arrebatándome de la furia del mar, me arrullaste en tus brazos; asustado sentiste que en un solo instante se me pudo haber ido la vida; la fuerza de tu amor me rescató de la muerte. Abrí mis ojos que buscaron, desesperadamente, los tuyos. Mientras me abrazabas, la pasión se instalaba en todo tu ser; tus ojos se posaron en mi cuerpo. Mi ropa mojada, convertida en piel; mis pechos dibujados en lo que fue mi blanca blusa arremangada; mis hombros, pócimas embriagantes para tus sentidos. En un arrebato desesperado, y susurrando bellas palabras a mis oídos, me pediste que te amara. Asentí con un gesto que brotó de mi esencia. Sonreíste, y percibí que yo me convertiría en tu mar; y que esta vez, tú no serías el corsario que asaltaba los océanos, sino que el mar te conquistaría. Nuestros corazones galopando, dándole rienda suelta a nuestros deseos. La tormenta seguía su curso, pero nuestra tempestad interior era superior a la ira con la cual la naturaleza golpeaba tu galeón a estribor y a babor.
Mi cuerpo, al vaivén del viento que arremetía contra tu barco, se pegaba al tuyo apasionadamente; tus ojos contemplaban, a placer, mis pechos desafiantes. La tormenta golpeó de nuevo tu galeón y mi cuerpo fue casi secuestrado por el viento. Con gesto desesperado, me arrancaste, nuevamente, de la furia de la tormenta y me arrullaste entre tus brazos; besaste mi cuello; acariciaste la dureza de mis pechos. Jadeantes de placer, parecíamos animales hambrientos y ambos danzábamos al compás del viento. En el medio de la danza, mis pechos se hinchaban de placer, tornándose más erectos; nuestros músculos se tensaron, y el gemido que brotó de nuestras almas fue la ráfaga que puso fin a la tormenta.
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