Encontré a f., hablamos de los días idos, del peso y la levedad, de lo distinta que me vería en un vestido victoriano, del Renacimiento (¿el nuestro?), de lo mejor que resulta programarlo todo (para él). Le hice notar que programar es aniquilar las sorpresas, f. insistió en que éstas siempre sucederán. Yo pienso, y se lo dije, que, cuando programas, la sorpresa no puede ser otra cosa que el error. Reímos de casi todo, y quizá coincidimos en creer que alguna vez fuimos felices a control remoto. f. anunció que programaría encontrarme otra vez, yo le respondí que aguardaría el error.
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Una mujer subió al bus, se sentó a mi lado y, recogiéndose los cabellos, reportó: hace mucho calor, ¿verdad? Dije que sí, demasiado. Se quitó la peluca rubia y me confió que tenía otra castaña y más bonita en casa. No se la podré ver.
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La redundancia está en los fracasos.
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Todos son ellos, quiero que algún día todos sean yo.
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He pensado en que un animal salvaje y furioso es la promesa directa del peligro, del zarpazo, del veneno inyectado en la sangre, del ataque frontal. Yo respeto esa promesa-amenaza en estado primitivo.
Pero la promesa, humana y soterrada, hiere más cuando no se cumple. Hay quienes hasta llegan a detestar lo que anhelaban cuando descubren que nunca sucederá, lo que llegan a odiar es saberse engañados y terriblemente ilusos. El desengaño de la promesa es la pérdida de la inocencia, el desencanto cruel. Es cuando el niño deja de fabricar cartas con dibujitos felices porque alguien en quien confía le ha revelado que no hay destinatario, que mamá ya no regresará de "su largo viaje". A veces la esperanza puede ser una cárcel, y a veces tardamos demasiado en preparar la fuga, pero ése ya es otro cuento.
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