Sucedió en los días de la juventud Noldai, días en que los reyes eran hombres poderosos y gobernaban sobre todos los mortales con brazo de acero y puño de roca. Eran días en que el honor de la espada era primero y la virtud marcial la ley más alta, cetro y corona nunca hallarían en la guerra mayor estima por los hombres.
Se recuerdan esos días por las gracias que dispensaban los dioses, sin recelos ni ocultas intenciones, solo a quienes eran merecedores de ellas y a aquellos quienes eran capaces de ser mejores y hacer gentes mejores con esos dones.
Y sin el beneficio de los sempiternos, Cimaro llegó a ser un rey tan magnífico, justo y bienamado, que todos creyeron que era el principal de los beneficiarios de las gracias que se les otorgaban a los mortales. Pero eso no era tan simple ni tan cierto, porque si bien el rey había sido agraciado, también había dedicado mucho esfuerzo a maximizar esas gracias y a hacerlas notables por su alcance, y eso ya había sucedido mucho antes de que adquiriera su renombre y su fama, y que su leyenda se volviera tan grande, más incluso que la de su padre y la de su hermano.
Antes de que trascendiera en la oralidad, Cimaro había sido un joven príncipe dedicado al pensamiento y al estudio, lejos de las armas que tanto gustaban a sus compatriotas y dedicado principalmente a las cuestiones más elevadas de la filosofía y la religión. Sus inquietudes siempre habían rondado las cuestiones más recónditas de la finalidad del hombre y su rol en el mundo y el desarrollo de los acontecimientos trascendentales, los que levemente había atisbado a interpretar y comprender, pero que nunca pudo desentrañar en la medida que había deseado. En el entendimiento de estas cuestiones se dedicó mucho al estudio de las personas en sí mismas, retraído y taciturno, era un observador silencioso y distante, pero de una capacidad notable para ver más allá de las intenciones expresas y las palabras, y de indagar en la profundidad de los sentimientos de aquellos que no decían la mitad de lo que podían manifestar. Creía que estudiando a las personas como base para crecer en conocimiento, aprendería sobre el ordenamiento del todo y llegaría desde esos puntos mucho más allá que lo que cualquier otro, pero si bien su método no estaba errado, la práctica se desviaba de su curso. Cuanto más pretendía observar a los cielos, más atado quedaba al suelo.
Así creció y los años pasaron mientras comprendía más a las personas y más se cuestionaba su falta de entendimiento para alcanzar los objetivos que lo preocupaban: mientras más veía a la gente a su alrededor, menos comprendía sus finalidades y más se alejaba de la buscada comprensión con la que pretendía llenar su vida y su espíritu. Se había estancado en el primer paso de su búsqueda, porque ese primer escalón era demasiado grande como para conocerlo tan ampliamente como él deseaba antes de proceder al siguiente peldaño. Pero ahí también estuvo el principal motivo de la gloria personal que logró alcanzar, y aunque en su vida siempre sintió que un sinsabor espiritual lo acompañaba en cada movimiento y decisión, jamás se arrepintió del error o la falta de resolución que lo estancó en ese primer escalón.
En fin, Cimaro pasó sus años primeros en estas cuestiones y se transformó en un hombre prematuramente, ya su ceño se fruncía con frecuencia de pequeño y no fue raro que luciera canas en su cabello antes de transcurridos sus veinte años. Se lo tenía en todos los altos círculos del palacio por un consejero inusualmente sabio y un calculador tan frío como ningún otro se conociera por esos días, pero con él acarreaba también dos problemas que siempre se hacían evidentes cuando las reuniones se volcaban a temas bélicos: Cimaro era joven, y por lo tanto carente de experiencia, pero era, además, un abnegado amante de la paz, y solo aprobaba el uso de las armas cuando la guerra golpeaba las puertas de Osra, la ciudad gobernada por su padre, Demurcarión.
Ahora bien, Demurcarión era uno de esos hombres que llevaban el fuego en la sangre y el hierro en las tripas, bebía vino a toda hora, comía carne del hueso y arrebataba todo lo que necesitaba a todo aquel que lo poseyera, si hallaba un obstáculo en su camino, primero descargaba sobre él una lluvia de golpes, si no bastaba, lo acompañaba de insultos, lo que no solo le ayudaba a acumular ira, sino también a motivarlo, por lo que volvía a golpear y su barrida se volvía tan devastadora que solía terminar destruyendo más de lo pretendido, acareándole más problemas a él y a todos lo que lo rodeaban. Pero eso estaba bien para él, porque no fallaba muchas veces y solía dejarlo conforme.
Su primogénito, el príncipe heredero Tarnuncano, de igual modo ejercía esos métodos de resolución de problemas que se mostraban tan abrumadoramente efectivos, él también tenía un físico recio y un carácter fiero, atropellado y brutal como su padre, era además artero y demostraba atisbos de astucia, lo que a veces desconcertaba y hasta inquietaba a Demurcarión, porque intuía que su hijo le arrebataría el trono de las manos antes de tiempo, siendo él mismo aún joven y vigoroso.
Con tal familia, resultaba extraño que Cimaro hubiese terminado siendo una persona con cualidades tan inusuales, porque no solo su padre y hermano eran personas terribles (a su madre no la conocía) sino que todas las personas, o al menos la gran mayoría, demostraba ser tan violenta e irracional como ellos, más parecidos a bestias salvajes que a las personas que sabían todos que podían llegar a ser. Pero le gustara o no, era ese el mundo que habitaba y esa la gente que él trataba, la violencia estaba arraigada en las personas y se alimentaba a sí misma hasta tal punto que su crecimiento estaba llevando a la merma y decadencia de un pueblo que, sobreviviente de la mayor catástrofe de Ilniari, había logrado hallar nuevamente su lugar en el mundo. Así las guerras se sucedían una tras otra o se desarrollaban simultáneamente entre ciudades vecinas, formando alianzas temporales que eran rotas cada vez más pronto desde su acuerdo, y la poca estima que los altos señores llegaban a sentir por otros se basaba en las ganancias que podían aportar aprisionados o después de muertos. Desde luego, Demurcarión y Tarnuncano no eran de ningún modo excepciones a ese estilo de vida, sino que por el contrario, parecían exaltar más esa violencia.
Pero Cimaro sí era una excepción y si bien eso complacía sobremanera a los pocos eruditos que había en el recinto del gobernante, no era de ningún modo del agrado de su padre, el rey. Solía golpearlo duramente por sus intentos de aplacar los bríos de sus gentes o por su rechazo a las armas, o a veces simplemente porque se le antojaba, tal vez porque deseaba provocar una reacción o un impulso en el joven que le demostrara que su sangre poseía la misma fuerza que la suya propia y que la de su otro hijo. Pero eso nunca pasó. Muchas veces las golpizas fueron feroces y Cimaro rondó los parajes de la muerte; a lo largo de sus primeros años perdió parte de la vista y quedó rengo de la pierna derecha, también sufrió fracturas numerosas en costillas y dedos, y se hizo de tantas y tan variadas cicatrices que no muchos de los guerreros del reino podían contar más que él. Resultaba curioso por esos días el hecho de que nunca había ingresado en armerías o predios de entrenamiento, y mucho menos había empuñado una espada o lanza, o vestido petos de cuero o bronce o calzado grebas o yelmos; más tarde todo eso resultó mucho más curioso.
En fin, sucedió cuando Cimaro contaba veintiún años que nuevamente, como varias veces ya había visto en persona, su padre había provocado el estallido de la guerra y comenzaban las disposiciones para batallar pronto. La cercana ciudad de Samún estaba reforzando sus muros y reclutando sus tropas al tiempo que la aliada ciudad de Éncara llevaba sus fuerzas de choque a llenar los fuertes y bastiones para recibir el tan anunciado ataque de Demurcarión y las imbatibles tropas de Osra, que estaban prontas a marchar.
Demurcarión mismo guiaría a las fuerzas principales para liderar el asalto y Tarnuncano sería su jefe de campo, ahora bien, en todo esto había un gran problema que el rey no había previsto y que se revelaba como uno de sus obstáculos más grandes para conquistar el botín, y ese era que uno de sus comandantes había muerto por enfermedad dos días antes de la marcha y ahora necesitaba reemplazarlo por alguien confiable. Ese alguien resultó ser su primogénito, y fue algo que no le agradó hacer, puesto que era una forma de ofrecerle el poder de derrocarlo pronto, pero tampoco podía intentar otra cosa, porque carecía de gente que fuese tan apta como Tarnuncano para encarar una empresa de la magnitud como la que se estaba gestando. Decidido entonces, aunque no conforme, entregó la comandancia de un tercio de sus fuerzas a su hijo, y como no podía ser de otro modo, arrastró a su otro hijo a la guerra, pero no lo hizo su jefe de campo, como él temió, porque hubiese sido absurdo, sino que lo invistió con sus galas más suntuosas y lo designó de heraldo y diplomático. Desde luego, el último era un puesto que resultaba totalmente ridículo y absurdo, sobre todo considerando los términos que se ofrecían, que lejos de ser una formalidad, consistían en un insulto previo cargado de digna pomposidad.
Más Cimaro debió someterse a la voluntad de su padre, amenazada su vida y la de sus pocos amigos si no cumplía con los deberes que se le habían asignado con tan delicados modos. Acompañó entonces al ejército atacante y sufrió muchas privaciones a lo largo del camino, que si bien no era tan largo, se hizo especialmente duro para alguien como él, primero por la falta de costumbre, y segundo, por la insistencia de su padre y de su hermano para hacerlo sufrir toda suerte de maltratos, que tenían por finalidad endurecerlo y hacerlo un hombre verdadero. Los resultados, como cualquier persona sensata hubiese conjeturado, no fueron los pretendidos.
***
Llegaron a las puertas de la ciudad al cabo de dos semanas de lento andar, pues habían salido muy cargados de pertrechos y equipos de todo tipo; esperaban, sin embargo, volver con el doble de cosas o más.
La moral era excesivamente alta para esos momentos, notablemente incrementada por la ansiedad, por ese deseo inexorable de sentir las armas firmes en los puños, prestas a hender armaduras y arrebatar con un movimiento certero a las carnes enemigas la entereza y verter aquella preciosa sustancia de vida que con su color y olor embriagaba tanto los sentidos de todos y los llenaba, ya no de furor o arrebato, sino de salvaje deseo de disfrutarla hasta derramar la última gota. Pero antes de que tales placeres les fueran concedidos a los anhelantes guerreros, debía ejercer Cimaro su rol en todo lo que se desarrollaba, pues era una necesidad para Demurcarión ofrecer los términos que tanto iban a insultar y degradar al rey de Samún, y que probablemente lo iban a encender en ira, convirtiéndolo así en un oponente que iba a poner su estupidez al mismo nivel que su arrojo. Desde luego, Demurcarión enviaba la provocación solamente para apelar al arrojo.
Más dispuesto a hacerse matar pronto que a insultar, Cimaro acató las órdenes de su padre y señor, y avanzó hacia la ciudad portando los pendones recogidos en símbolo de su pasividad e intención de tratar con el señor. Su mente rondaba cuestiones elevadas en esos momentos, se preguntaba por la predisposición de los hombres hacia la violencia y ese instinto que los impulsaba al salvajismo y la depravación ¿Qué bajeza llegaba a ponerlos a un nivel tan deplorable, a una forma de vida que se asemejaba más a la de las bestias legendarias creadas para el castigo de los infractores, que a los dioses, ejemplo de máxima virtud y honra? Desde luego, apenas pudo formular esas preguntas y no buscó en su mente la respuesta tanto como lo hubiese deseado, pues fue pronta su llegada ante el señor de la ciudad, Armuro, que lo esperaba en su sitial rodeado de capitanes de cuerpos robustos y miradas hostiles.
No tardó en recibir una golpiza anticipada, que le advertía el rumbo que seguiría la diplomacia que tanto se practicaba por esos días en las tierras de los llamados Noldai. Pero se levantó sin queja ni ruegos, algo resignado a ser muerto; lo que lamentaba era que su cuerpo apenas recibiría algún tratamiento después de muerto, y debería comparecer ante los dioses con un aspecto maltrecho.
Sin embargo la reunión no siguió como él lo creyó en un primer momento, porque el silencio retraído de Cimaro y su simple resignación ante los golpes provocaron en Armuro una curiosidad incipiente, pues nunca había tratado con un diplomático que no rogara llorando vergonzosamente por su vida o que no insultara antes de morir o que no intentara vender a su rey por la salvación. Este enviado era distinto y tanto el rey como los capitanes se decidieron a dejarlo hablar antes de pasarlo por el filo de las armas y afrentar su cuerpo.
Ahora bien, de lo que se dijo por esos momentos poco se puede reproducir que haga justicia a la innegable elocuencia del joven príncipe, porque no solo con las palabras, sino también con lo gestual era un maestro de la comunicación y el convencimiento. No habló durante mucho tiempo, pero su discurso fue tan resuelto y esclarecido, y tan sensatas y ciertas, además de impecablemente planteadas fueron sus razones, que Armuro terminó por convencerse de que no sería posible vencer por las armas. Igualmente se convencieron todos los que estaban allí e incluso el rey de Éncara, Sírmol, que había permanecido oculto, y decidieron que no habría batalla alguna entre las ciudades y que la rendición a los términos ofrecidos sería inmediata.
Fue, por lo tanto, una sorpresa impactante ver a Cimaro regresar de la ciudad, flanqueado por los dos reyes y todas las tropas, que ofrecían las armas en paz y se entregaban a la voluntad de los vencedores, ofreciéndoles abiertamente el pago exigido para evitar la lucha: quinientos esclavos cargados de tesoros y quinientas doncellas cargadas de alhajas, pieles y telas. En un principio, como era de esperarse, lo tomaron por una estratagema para iniciar el ataque, por lo que se lanzaron a la carga salvajemente sin considerar ruegos o muestras de sumisión, y cuando al menos la mitad hubo muerto tras presentar una resistencia pobre, entonces todos se fueron deteniendo, porque no les atraía la lucha sin oposición.
Superado el desconcierto y la desconfianza, tomaron su pago y saquearon, robaron y aprisionaron sin freno alguno, sin interesarles que el pacto fuese acatado; pero no les aportó ningún placer a comparación de las otras veces: Cimaro había hecho por ellos tan bien las cosas, que le había quitado la gracia.
-¿Cómo te atreves a arrojar semejante mal sobre mi campaña?- bramó Demurcarión enfurecido cuando se reunieron con los capitanes en su tienda -¿Qué hechizo les has arrojado para que cedan así?-
Cimaro respondió humildemente que solo había ofrecido los términos de pacto como mejor le había parecido.
Demurcarión no supo qué decir, porque había sido exactamente ese el motivo de que lo enviara, pero para hacer un planteo desde una perspectiva bien distinta, pues jamás habría imaginado que el trato podía ser aceptado. Como entre las palabras no encontró respuesta, le cruzó el rostro de un golpe; Cimaro no se inmutó.
-¿Qué cosa les dijiste?- le preguntó Tarnuncano, su hermano, llevado más por la curiosidad del animal que ve lo que no comprende ni jamás comprenderá, que por algún impulso de repentino hallazgo de una posible utilidad.
Lo que les dijo son palabras que no se repetirán ni serán nunca recordadas, porque no solo son peligrosas, sino que también se consideran sagradas.
Cuando estaba a punto de finalizar su explicación, Tarnuncano lo azotó con su lanza por lo que consideró una impertinencia descarada. Tras eso, Cimaro se ganó una fuerte golpiza y el asunto no trascendió, pues ahora las tropas de Osra se encontraban ante un problema importante: ¿Contra quién combatirían? Habían invertido tantos recursos, pero sobre todo tantas expectativas habían tenido sobre el desarrollo de la guerra con las dos ciudades aliadas, que a parte de decepcionados por el desarrollo de las hostilidades, estaban molestos por demás, puesto que las espadas habían dejado las vainas para ser usadas del mismo modo que en las prácticas más rutinarias.
Demurcarión debía resolver ahora el problema de complacer a sus tropas y evitar que su hijo mayor se hiciera del poder suficiente para derrocarlo, oportunidad que se volvía excelente para él a base del gran descontento que había provocado el raro desarrollo de los acontecimientos recientes, debía hallar, por tanto, un nuevo enemigo sobre el que descargar la inquietud de sus tropas y así conseguir aplacarlas.
El elegido surgió al azar mientras que preparaban el regreso a Osra. La ciudad de Mirnur no estaba lejos de allí y se decía que estaba mejor fortificada que muchas otras, aunque el valor de su gente no era tan cierto y tal vez justamente por eso sus barreras eran tan altas. Otras ciudades quedaban demasiado lejos como para redirigir la campaña y Demurcarión temía no contar con tanto tiempo para hallar objetivos más dignos, consideraba esencial para su subsistencia en el trono el tomar Mirnur y luego continuar avanzando al sur, donde había ciudades portuarias con defensores más recios y premios, sino más valiosos, sí más variados; así consideraba que iba a calmar los ánimos e iba asegurarse al menos un par más de campañas como rey, pero para lograrlo debían marchar de inmediato, no podía permitir que la gente hablara.
Se dispuso entonces la continuación de la campaña para el día siguiente. El clima fue favorable a Demurcarión, puesto que había amenazado con llover desde hacía algunos días pero no había caído una gota, y las condiciones para caminar eran de momento favorables. Avanzaron entonces trecho a trecho hasta las puertas de la ciudad de Mirnur, en un viaje que les exigió menos de dos días, y donde el ansia creció a la par del peligro para el rey. Una vez ahí, dispuestos a combatir pronto, comenzaron a establecer su campamento, preparándose para lanzar su ataque al día siguiente. Cimaro fue nuevamente elegido heraldo y diplomático de la ciudad de Osra; Demurcarión no podía cambiarlo así como así por otro, puesto que era un rey y poco de lo que hacía podía considerarse un error, porque el error, era siempre el primer signo de debilidad.
Desde luego, el concepto que tenían esas gentes de lo que verdaderamente era un error, era un tanto retorcido.
Por la noche, luego de un consejo de guerra corto y un banquete abundante, todos se desparramaron entre sus tiendas y Cimaro quedó solo con Demurcarión, como había sido intención de este.
-No había notado que sabes hablar bien- le dijo, sin mirarlo.
En esos momentos le daba la espalda, sus hombros eran casi tan anchos como todo el brazo de Cimaro, y sus manos podrían haberle aplastado la cabeza con solo apretar un poco.
El príncipe, que no deseaba exaltar su inigualable cualidad, respondió con humildad y degradó a los ojos de su padre sus capacidades.
-Tal vez no sea algo desestimable... Mañana, cuando vayas a ofrecer mis términos, espero que seas hábil en tus insultos-
Cimaro respondió que de insultos no sabía tanto como de otras cosas, y que se sentí incapaz de llenar las expectativas de su majestad.
-¡Pero sabes de insultos, los recibes todo el tiempo! Si no lo haces, haré matar a todos esos estúpidos que te acompañan a todas partes y luego te arrancaré una mano con los dientes. La que usas para escribir-
Cimaro sabía que eso sería solo el principio de algo mucho peor si acaso comenzaba a cumplir la amenaza, por lo que debió resignarse y someterse.
-Bien, quiero que los insultes como ningún otro jamás los haya insultado. Quiero que les enciendas la sangre. Ahora lárgate-
Agachó la cabeza y se retiró en silencio a su tienda, agradecido por no haber recibido algún golpe sin sentido, como sucedía generalmente en ese tipo de diálogos con su padre ¿Acaso era una señal mínima de respeto? Razonando consigo mismo para desterrar de su mente esa ilusión estúpida y por demás peligrosa, Cimaro se durmió en su tienda.
***
Una patada en el costado despertó al joven príncipe. Aún estaba oscuro pero la mañana ya avanzaba.
-Ya se alistan las tropas- le dijo alguien con rudeza.
Enseguida se levantó, se lavó un poco la cara y se colocó sus sandalias. Salió corriendo velozmente y llegó a la tienda de su padre, donde se celebraba un consejo de guerra. Lo recibieron con insultos por la tardanza y la falta de respeto que eso significaba hacia las honorables personas ahí, y su hermano le dio, además, un golpe en el pecho que lo dejó sin aire por unos momentos.
-El sol ya se asoma- le dijo Demurcarión -ve a provocar una buena pelea. Quiero luchar a campo abierto-
Preguntó por los términos que debía ofrecer.
-Diles lo que se te ocurra, siempre que el resultado sea el que quiero-
-¡Ve de una vez!- lo apuró Tarnuncano.
Salió entonces Cimaro de la tienda y caminó hasta la entrada de la ciudad, donde al ver su pendón recogido le permitieron el ingreso.
Las tropas de Osra se organizaron entonces, formando falanges y abarcando gran parte del campo con su despliegue. Las armas temblaban en sus manos, por la fuerza que las abrazaban, y los ojos encendidos con un fuego mucho tiempo alimentado, contemplaban con ansias insoportables las puertas que aún no se abrían.
Pasaron diez minutos y más, un tiempo relativamente corto para lo usual en cuanto a tratativas, sin embargo, hubo muestras de actividad de inmediato. Antes de que pudieran reaccionar, las puertas de Mirnur se abrieron de par en par y un torrente de guerreros furiosos se derramó desde el interior sin orden alguno y cayó sobre las organizadas tropas de Demurcarión. No eran tantos como los de Osra, pero llegaron con tan violento brío, que ese choque no estuvo lejos de equiparar los números. La batalla se desarrolló a partir de esos momentos con una ferocidad y una cólera nunca antes vistas, los de Mirnur estaban tan inflamados de odio, que hacían de todo lo que tenían a mano un arma mortífera que se cobraba sus víctimas; cuando el cobre y el bronce no eran suficientes para abatir enemigos, entonces las manos o los dientes se volvían armas tan buenas como las otras o incluso mejores, pues contaban con el añadido de ser el último recurso a disposición.
Fueron tantos y tan graves los destrozos que provocaron sobre las fuerzas de Osra, que debieron emprender la retirada antes de pasada media hora de lucha. Resultaron tantas y tan graves sus pérdidas humanas y materiales, que solo un tercio de los hombres fue capaz de dejar el campo, y fueron capaces de cargar solo una mínima parte de todo lo que habían arrebatado a los de Samún y a los de Éncara.
Alejados los pocos que habían podido salir con vida de allí, pasadas algunas horas del frenesí que casi les arrebatara todo, vieron acercarse a una figura solitaria que provenía del camino a la ciudad. Era Cimaro, que renqueaba gravemente y se tomaba el rostro con ambas manos.
Cuando llegó al campamento, los otros vieron que había perdido un ojo y que su pierna renga estaba quebrada. No lo golpearon ni lo insultaron, ahora parecían estar recelosos de él, algo extraño lo acompañaba y la superstición de tantos hombres ignorantes agrandó esa sensación: de repente comenzaron a temerle.
Demurcarión se le acercó y lo observó detenidamente mientras se retorcía en el suelo y esperaba otra golpiza, anhelando morirse de una vez. Pero no hizo nada. Cuando Cimaro levantó la mirada y lo observó con el ojo que le quedaba, notó en su padre una expresión extraña; ya no tenía ese brillo furioso de la llama ardiendo lista a ser expulsada para consumir al mundo con su arrebato voraz, esta vez era distinto, la llama estaba apagada. Cimaro había apagado la llama.
Su padre le mantuvo la mirada unos momentos, como si contemplara un sitio más allá del mundo, y no dijo nada. Cuando Tarnuncano se les acercó, traía una espada en la mano, con ella decapitó a su padre en un instante.
-Tu fuiste el culpable- le dijo a su hermano -solo por esto te dejaré vivo- le enseñó la corona que arrancó de entre los cabellos ensangrentados de la cabeza desprendida del rey con un manotón brusco.
Luego observó la espada unos instantes, uno de los filos estaba limpio. Lentamente, le hizo a Cimaro un largo corte en la espalda, sobre el lado izquierdo; no fue profundo, pero sí muy doloroso.
-Será para que recuerdes- le dijo.
Cimaro ya tenía demasiados recuerdos en el cuerpo como para requerir otros de esa jornada terrible.
Dos soldados lo arrastraron con algo de resquemor a una de las carretas, pues ya emprendían la marcha. Él mismo debió ser su propio médico en esos momentos y procurarse las curaciones más urgentes; no logro mucho antes de desmayarse. La última imagen que recordó siempre de ese día, fue el cadáver de su padre, que quedó abandonado a la intemperie en el camino que llevaba a la terrible ciudad de Mirnur, que nunca más volvió a tener fama de ser de gentes débiles.
***
Cuando Cimaro despertó, se encontró con que estaba vendado y recostado sobre un montón de paja, dentro de un pesebre. Habían pasado varios días desde que quedara en estado tan deplorable, pero resultaba curioso el hecho de que daños tan graves no le hubiesen arrebatado lo poco que le quedaba de vida; solo podía pensar dos cosas a partir de tan infortunado hecho: o que los dioses le reservaban otros propósitos, o que a los dioses les gustaba verlo sufrir sin propósito alguno. Por razones evidentes, él nunca consideró la primera opción una posibilidad ni siquiera remota.
Lo que había sucedido, como supo muchos días después, cuando comenzó a rehacerse de algo de su usual entereza y lucidez, fue que un médico conocido de él, con quien solía conversar en los días de marcha, lo había tomado bajo su cuidado y había conseguido, a base de constantes y laboriosos esfuerzos, mantenerlo con vida y tan sano como podía esperarse. Su pierna estaba en posición para soldarse, su ojo no corría riesgos de infección, el largo tajo de la espalda había sido cerrado con numerosas puntadas, y la numerosa serie de magulladuras permanecía ahí, con unas nuevas y otras más desvanecidas, pero como recordaba desde su infancia, seguía teniendo siempre alguna en el cuerpo.
-Veo que al fin comienzas a recuperar la consciencia- le dijo el médico en tono afable, se llamaba Fadracis -has hablado mucho estos días, pero esta es la primera vez que abres los ojos y observas alrededor-
El herido suspiró, sin levantar la mirada.
-En algún momento las cosas van a cambiar. A pesar de todo, el balance va a manifestarse, puedo asegurarlo-
Cimaro nada dijo. Se acomodó un poco, pues necesitaba de descanso, y al poco tiempo volvió a dormirse.
***
Despertó al día siguiente, un pie conocido se alojaba en sus costillas y una punzada de dolor le atravesaba el costado. Tarnuncano lo obligó a levantarse, parecía agitado.
Cimaro atinó a preguntarle qué sucedía mientras se levantaba con un esfuerzo que le parecía sobrehumano.
-Comienza la marcha ¡De prisa!-
Tarnuncano había decidido evitar toda espera y había dispuesto que de inmediato, apenas pasados unos días de la humillación de Mirnur, las tropas partieran en pos de guerra a reconquistar el honor perdido, y no solo eso, sino a ganar mucho más y a hacerse de renombre y poder por sobre todos los otros reyes de la región. Pero el flamante rey era más astuto que el anterior, y ya había visto que el potencial de Cimaro no era un bien que debiera desperdiciarse tan a la ligera, por eso decidió llevarlo con él en su campaña.
Dejaron el sitio enseguida. Cimaro se encontraba adolorido y cansado, sufriendo fiebre y debilidad, pero no era algo que a Tarnuncano le interesara en demasía mientras su vida no peligrara, él tenía otros planes y cosas mucho más importantes de que ocuparse. La principal, por el momento, era regresar a Mirnur y tomar la ciudad, pasando a toda la gente por cuchillo o provocando algún daño similar, luego seguirían al oeste, tal vez a Ansuria o a Sadarca, que eran ciudades importantes en la región y contribuirían a su gloria y a sus arcas en palacio. El itinerario se iría reformando de acuerdo a lo que la marcha ofreciera y lo que los dioses dispusieran, y ya desde el inicio sería algo distinto a lo esperado en un primer momento.
Más pronto de lo que le agradó a Cimaro, la larga columna emprendió la marcha de la venganza y él la acompañó resignado. Como la ciudad de Tadocia no estaba lejos de Osra y como la sangre inflamada de los hombres los impulsaba a mantener un tranco que a otros le hubiese resultado imposible de equiparar, encararon en su dirección y llegaron mucho antes de lo esperado a las puertas de la ciudad.
Cimaro fue llamado a la presencia de su hermano y acudió enseguida.
-Ahora toma tu pendón y ve a hablarles- le dijo Tarnuncano -por primera vez me confiaré a ti, así que espero no tener que arrancarte las orejas por haberme oído mal. Irás a parlamentar y los convencerás a todos a pagar tributo y rendir homenaje para enrolarse en mi ejército-
Obedeció sin más respuesta que un asentimiento y nuevamente salió solo a enfrentar los peligros que su nueva ocupación le ofrecía tan abundantemente. Fue recibido en las puertas y se le permitió el paso; no tardó más de una hora en regresar, pero esta vez, extrañamente, lo hizo ileso.
Cimaro informó que al rey de Tadocia le complacía una propuesta tan honrosa y conveniente.
El rostro de Tarnuncano esbozó una sonrisa torcida tan cargada de sed, de hambre, de ambición, de malicia y de deseo, que todos los presentes dieron un paso atrás, temiendo ser arrollados y engullidos por una avaricia tan manifiesta.
Ese día el ejército de Osra se incrementó notablemente y también sus bienes. Comenzó así la tiranía de Taruncano, el primer rey de reyes de los Noldai, que sometió a muchos por la palabra a través de Cimaro para formar una regia fuerza y que luego se dedicó a intimidar y conquistar con sus tropas innumerables, que cada vez que amenazaban con desertar o rebelarse o amotinarse o siquiera a cuestionarlo, eran pasadas a cuchillo, o en los casos más graves, eran víctimas de un arma mucho más peligrosa y efectiva: el discurso de Cimaro.
Pronto los vastos territorios Noldai al este de la desembocadura de río Coregas quedaron bajo el dominio de Osra y de su rey, Tarnuncano Aldiot, el Regente, que gobernó con puño de hierro a la par de la palabra más sutil, porque la convirtió en su arma personal y la hizo causa de sus mayores logros. Transcurrieron de ese modo los años y sus riquezas se volvieron tan cuantiosas que una persona no habría sido capaz de gastarlas en cien mil vidas o más, pero era tanta y tan insaciable la loca ambición del rey supremo, que cada vez que observaba sus tesoros veía menos en ellos y hallaba cada vez menos satisfacción por sus cantidades. Las conquistas nunca cesaron por tales motivos y las recaudaciones y cobranzas nunca dejaron de incrementarse, hasta alcanzar los límites insalvables de llegar a deberse al rey más de lo que era posible obtenerse en la vida, y fue tan loca y desmedida su ambición, que comenzó a hacer pesquisas, no solo en las propiedades de sus súbditos, sino también en los pozos de agua, cimientos de edificios, aljibes, techos, graneros y tantos otros lugares, buscando los tesoros escondidos que aún no había conseguido. Por desgracia para las personas que debían someterse a él, Tarnuncano contaba con la clave, el pilar que sostenía toda su locura y aún le capacitaba para sustentarse y crecer, y ese era Cimaro, que era tan docto y hábil en sus discursos, que lograba calmar a los cabecillas de las revueltas y además, conseguía sobrevivir al mismo tiempo, pues agradaba a muchos de aquellos a los que les hablaba para convencerlos (algo que podía hacer con o sin intención) y se aseguraba de ese modo el no recibir mayores maltratos que los familiares. Así, además evitaba recaer en la tan repudiable violencia.
Pero los tiempos cambiaron. Cada vez más disconforme, Tarnuncano se decidió a cruzar el Crogas hacia el oeste y a iniciar sus conquistas en territorios de nómadas y en países lejanos y desconocidos. Fue algo que al principio resultó ventajoso y que pareció devolverle la satisfacción de observar a un inmenso tesoro que recibía tan groseras cantidades de bienes para incrementarlo, que llegaba a notarse el cambio en su ya descomunal tamaño. Pero pronto su locura volvió a cegarlo y ya no fue suficiente para él, por lo que sus conquistas lo llevaron más allá de los límites conocidos y lo arrojaron tan al oeste como fue posible, a las montañas que por esos días fueron llamadas Tarnuncas, en honor al gran rey, y que eran habitadas por hombres Noldai, pero que habían hallado unidad como pueblo alejados de las otras ciudades. Esos no dejaron de ser sometidos por el terrible ejército de Osra, el más grande jamás visto, y tampoco dejaron de ser aplacados en cada intento de rebelión por Cimaro, como ya había hecho infinidad de veces con los otros pueblos y como hacía con una frecuencia cada vez mayor, hasta tal punto que se volvía inabarcable.
Así se formó el que realmente fue el primer imperio Noldai, que comprendió casi las mismas extensiones de tierra que el que quedó consolidado en los días postreros. Pero Tarnuncano no fue ningún emperador, de hecho, dejó de ser el gobernante avocado a su poderío de los primeros días para convertirse en un avaro insaciable que solo podía apoyarse en su ya exhausto hermano para sostener la unión de la inmensidad de sus tierras y el número crecido de gentes bajo un único poder.
Y de entre las grietas que Cimaro había reparado tantas veces con tanto esmero, comenzaron a formarse rajaduras insalvables, que llevaron a una resolución última y definitiva.
Los rumores de un levantamiento organizado y confabulado por un tal Dandauro se volvían abundantes por esos días y un nuevo poder comenzaba a consolidarse desde el silencio y las sombras, amenazante desde su transparencia y ligereza, pues tan sutil se estaba volviendo, que aunque de rumores a hechos saltaban con velocidad y certeza, las pruebas de la existencia de un enemigo semejante se limitaban a las simples habladurías de las gentes más bajas. Pero era demasiado cierta y real como para no indagar, y resultaba evidente que los confabuladores estaban guiados por una mente astuta y por demás sutil, tanto como ninguna otra se conociera en esa época, porque más allá de que la inteligencia hubiese perdido terreno ante la brutalidad, siempre habían quedado gentes capaces al servicio de los brutos. Pero ninguno había sido tan capaz como este nuevo líder, Dandauro ejecutaba cada uno de sus golpes al gobierno con la maestría del artesano.
Con el transcurso de los días, las frustrantes actuaciones de las gentes de Tarnuncano y la problemática locura del propio rey, dieron por suma un resultado que conllevó terribles consecuencias para los más altos funcionarios del poder. Amparados en la ligereza de su organización, los rebeldes actuaron y los señores del país fueron ejecutados numerosos golpes paralelos, dando muerte a los jefes aliados; los reyes de las ciudades sometidas comenzaron a levantarse a un tiempo para desmembrar el vasto gobierno de un rey que estaba desquiciado. Cimaro no pudo hacer nada, por más insistencias y amenazas que recibió, los problemas lo excedieron por completo, y en una de las oportunidades en que intentaba convencer a los líderes de un grupo rebelde, fue desmayado de un golpe por un sordo. Dandauro habría resuelto con simpleza el principal de sus problemas, de no haber sido porque una escolta numerosa consiguió retener al príncipe herido y devolverlo a uno de los pocos sitios seguros que quedaban en Osra.
***
Sonidos de locura y violencia devolvieron al príncipe a la consciencia. Cuando despertó y se puso de pie, se encontró con que Tarnuncano estaba junto a él, acompañado por una escolta numerosa, aunque todos allí se veían heridos y maltrechos. Su hermano nada dijo, sino que lo arrastró fuera y lo obligó a seguirlo hasta los muros del palacio. Cimaro recién recaía en el hecho de que se encontraban allí.
Cuando subieron a la pasarela y miraron fuera, a campo abierto, el príncipe comprendió el por qué de que se mostrara tan extraño: ante ellos se extendía un ejército tan vasto como jamás se viera, conformado por las tropas de varias ciudades, que se habían reunido tras los levantamientos paralelos para hacer frente las amenazantes fuerzas de Osra, que tanto habían dado de qué hablar en los últimos días.
-Esto ha sido tu culpa, ve a arreglarlo- le dijo Tarnuncano a Cimaro.
Cimaro preguntó qué pretendía que hiciera, y en el tono de su voz hubo cierta vacilación, un repentino temor que su hermano no pudo dejar de pasar por alto; y es que había recibido tantas y tan duras golpizas, que finalmente estaba cansado y comenzaba a temerles.
-Ve y habla, como tú sabes, y haz que se vayan o que peleen en igualdad, como corresponde-
Por unos segundos, Cimaro le mantuvo la mirada al rey, como estudiándolo, lo que consiguió incomodarlo. Recibió un puntapié en un costado, pero sonrió, porque vio a su hermano temeroso también.
Dejando su respuesta afirmativa, se fue.
Renqueando bajó de los muros para emprender camino; era un largo trecho hasta las fuerzas que se agolpaban a lo lejos y cubrían toda la línea del horizonte. Avanzó lentamente, impedido por su debilidad y su pierna renga aún sin sanar del todo de la última vez.
Desde lo lejos vio que alguien se le acercaba, eran dos personas a caballo, que salían a su encuentro. Antes de que pudiera decirles algo, lo ataron y amordazaron, y lo llevaron de vuelta a la movilización principal; su objetivo no había sido otro que neutralizarlo a él, el elemento más peligroso de Osra.
Amordazado, cegado y atado, Cimaro no se hizo partícipe de lo que siguió, sino que solo pudo percibir levemente aquello que con tanta violencia se suscitó. Sonidos de golpes y gritos cargados de dolor fueron su único indicio de cómo se estaban desarrollando fuera los hechos, pero no duró mucho, al cabo de unas pocas horas el ruido cesó y él cayó en un sueño profundo, pues estaba fatigado y débil.
***
Una súbita luz lo despertó, alguien le había sacado la capucha de la cabeza. Se encontraba arrodillado y atado, con el rostro elevado para que lo vieran, porque se había transformado en la principal atracción de un desfile de victoria.
Dandauro estaba ahí, junto a él, y celebraba como ningún otro, porque había llegado a odiar a Cimaro más que al mismo Taruncano, pero ahora sus dos enemigos estaban vencidos, uno atado y el otro desmembrado y desparramado por lugares distintos, y él se proclamaba como el nuevo rey de reyes, regente supremo de los territorios conseguidos y mantenidos por Cimaro en nombre de Tarnuncano. A un tirano se sucedía otro, pero de uno bruto, violento y cegado por la avaricia inexorable, pasaban a otro astuto, artero y cegado por el odio largamente cultivado.
La mañana entera, mientras todos los capitanes y señores pasaban a ver al sometido Cimaro, el más afamado de todos los oradores, Dandauro permaneció a su lado, burlándose y azotándolo, y provocando sobre él toda suerte de ignominias y humillaciones, y fue tal vez su excesivo abuso de su posición lo que provocó en el joven que una parte oculta de su persona despertara, al menos por unos momentos.
Sucedió que Dandauro, como toda persona, fue solicitado por los requerimientos propios de su constitución, y abandonó su puesto, que no era solo de burla, sino también de vigilancia. Cimaro quedó tranquilo entonces y pudo comenzar a obrar. A cada uno de los que pasaron frente a él y a todo aquel que se detuvo algo más de medio minuto, él dedicó palabras o gestos, y no dispuso de mucho tiempo, pero consiguió su propósito, puesto que esos capitanes que lo oyeron lograron que Dandauro, ya regresado, no siguiera maltratándolo con tan esmerada malicia. Pudo seguir entonces, Cimaro con su labor; poco a poco fue manipulando con sutileza a los que se acercaban y poniéndolos de su lado, y cuando un incipiente conflicto comenzó a surgir entre los presentes y Dandauro, aprovechó esos momentos de distracción para tratar con los soldados rasos y peones más bajos, y sumando estos a los capitanes que ya se habían convencido de que una grave falta estaba siendo consentida impunemente, consiguió que esta fuese resarcida.
Tan pronto como se había elevado Dandauro de entre las gentes más rasas y honrosas para traicionarlos y asir el cetro que a todos pretendía gobernar, igualmente pronto Cimaro había aprovechado la oportunidad para deshacer esa labor y evitar un mal terrible para todos. Los comandantes, señores y reyes se rebelaron y dieron una pronta muerte a Dandauro, quedando libres de la nueva amenaza que tan pronto había sucedido a la anterior, pero resultó curioso que, sin intención, el sensato Cimaro quedase, por su posición de sangre, como rey en sucesión al trono de Osra, y por tanto, como señor supremo y rey de reyes.
No se negó a recibir tan grandioso beneficio, y si bien su corazón palpitó con fuerza al reconocer que al fin estaba siendo compensado por todos sus esfuerzos y trabajos, y que estaba recibiendo lo que él había formado y mantenido, no deseó convertirse en un tercer perjuro en sucesión. Su primera proclama como rey de reyes, fue la disolución del gobierno central y la justa repartición del tesoro de Tarnuncano, luego de eso, no hubo más actos de magnitud que resultaran tan llamativos.
Cimaro no resignó el trono ni el cetro y se dedicó a gobernar, pero lo hizo a su modo, tranquilo y humilde, silencioso, si se quiere, pero cuidadoso a la hora de decidir y pensando a futuro mas allá de sus intereses personales. No fue el mejor gobernante que tuvieron los Noldai, porque se trata de un pueblo que habitó Everad por muchos años, pero sí se lo recuerda como el primer gran gobernante de las ciudades Noldaicas digno de mención, porque Cimaro devolvió a los Noldai la honra de sentirse personas cultivadas y civilizadas, les dio letras y canto y poesía y pensamiento, cultivaron las matemáticas y la astronomía y la retórica y la filosofía y casi todos los aspectos que hicieron luego tan grandes a los Noldai. Cimaro fue el padre de los que alcanzaron las más altas glorias de Everad, pues plantó la semilla que los guió a la supremacía más allá de las armas.
Su gobierno no fue largo, pero sí fundamental y trascendental, ese fue el legado del rey Cimaro.
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