Pasé al lado de una mujer. La vi, y ella no me vio, lo que me dio dos opciones: saludarla o seguir caminando. Seguí caminando, mientras la observaba de reojo (comprobando que no me hubiera visto, porque si me hubiera visto y no la saludaba, y el “acto de no saludar” se concretaba, empañaría la buena relación con esa mujer, y una relación empañada es más difícil de llevar que una bien empañada y simpática; una en la que las personas se sienten a gusto de sonreír todo el tiempo y argumentar que los minutos gastados en compañía del otro no son en vano, sino que significan algo más allá donde se forman las constelaciones del espacio). Ella, apoyada en un teléfono público, se concentraba en marcar un número que parece que no conocía, porque le costaba. Vi su expresión durante unos segundos. Su rostro estaba claro, como la mayor parte del tiempo, y transmitía las impresiones normales que suele emanar: esa cosa media reiki que la haría encajar de maravillas en algún movimiento religioso alternativo. Esa cosa media esotérica que toda la vida me había hecho compararla con ( ).
Una vez, estaba ( ) y yo en un pastizal. No sé por qué la alergia no me afectó, o el sol no me hacía doler los ojos, o la música, pop barata, no me hacía pensar obscenidades. No sé por qué durante ese momento todo parecía ser tan bueno, tan dulce. Quizás era la combinación de atmósferas; o las sensaciones adolescentes; o la brisa; o probablemente el lugar y lo que significaba para mí. En ese momento ( ) dormitaba debajo de la sombra que yo proyectaba. A ella se le ponía la piel roja más rápido, casi del color de su polerón eterno. Se mantenía tranquila emanando su naturaleza –no sabría describirlo mejor-, simplemente estando presente de esa forma que a mí me descolocaba, porque escapaba de toda la predictibilidad usual, de toda argumentación lógica; de esa forma de respirar, o moverse, o ser, que la hacía destacar por sobre el resto de los mortales.
Pensé todo eso en los segundos en que pasé al lado de la mujer, hasta que por necesidad tuve que girar la cabeza para no chocar contra los transeúntes, y entonces vi al N. Estaba con unos compañeros de su universidad, conversando, con mujeres parece, no me fijé. N tenía puesta su ropita con corbata con la que lo había visto las últimas veces, y lo asocié a mi recuerdo con ( ). Esa vez habíamos viajado juntos. N estaba enamorado de ( ), pero no tenía posibilidad alguna. Primero, N era demasiado rana, aburrido y flemático. Y segundo, el objetivo de su vida era ganar buen dinero, lo que lo hacía un poco amargado. Por otro lado ( ) era todo lo contrario, era tan lo contrario, tan fuera de la norma, sin saberlo, sin vestirse de negro o leer, o saber cosas que impacten a los otros; tan normal dentro de lo posible, pero aún así tan desadaptada –pero adaptada-, que me fascinaba.
Pobre N, terminó más amargado que antes, más introvertido y más rana luego que ella lo rechazase (o ignorase). Ahora, al verlo allí, con su corbatita de alumno casi titulado, tan profesional y almidonado, me da una pena tremenda. N no salió bien de todo ese asunto, con el tiempo nos fuimos dando cuenta. Estaba demasiado destruido, pero no sólo por el desamor; se notaba que el evento fue un desencadenante de algo más profundo, de una cosa de años, algo en lo que la gente cree que yo pude haberme convertido, de no ser porque yo tocaba flauta dulce. El problema de N, o lo que nos diferenciaba, era que N no tenía imaginación. N estaba estancado en lo suyo, no podía salir de eso porque no lo entendía. Estaba preso dentro de sus propios límites. Sigue preso en eso. Se preocupa de cosas que al final no le producen felicidad, pero no se da cuenta. Por eso me da pena. Porque si eres así ella, ( ) lo nota, porque es medio bruja. Por eso yo le daba rabia. Algunas veces me pedía pelear o algo, porque yo era demasiado outsider. Demasiado flautista, y saltaba con hiperquinesia o depresión en muchas cosas. ( ) me decía que no me dejaba ver del todo, que me encubría en tanta cosa, en las palabras, etcétera, que dejara de ser tan cobarde, y se molestaba más cuando yo le sonreía ante todo, como si nada tuviera importancia, obviando y minimizando todo. Lo mejor de ella, en todo caso, es que estaba trastornada de confusiones, lo que emanaba una belleza purísima que, instintivamente, todos podíamos notar, incluso N, dentro de su invalidante concepción del mundo. Pobre N.
Quizás me vio, el N, no lo sé. La vez anterior lo había visto a la distancia, cuando tuve que ir a la cárcel por asuntos de la universidad. Él, con su ternito de siempre, andaba ajetreado y con cara seria, de hacerse respetar. Yo andaba despeinado y desordenado, con un lápiz subido en el bolsillo. Supongo que de haber hablado (no hablo con N hace más de un año) la conversación la hubiera llevado yo. Para él sería incómodo; me debe ver como un bicho extraño y analítico, y recordaría las veces que me habló de lo locamente enamorado que estaba de ( ).
Me acuerdo que en la primera noche de ese viaje N inventó ver un fantasma y así estuvimos conversando un rato. Ella estaba al medio, medio larva en su saco, entre N y yo, irónicamente dispuestos por el azar (la posición al dormir fue destinada por un juego de papelitos; a S le daba lo mismo, T se moría de ganas de dormir a mi lado –pero yo no la pescaba-, N quería hacer trampas para estar junto a ( ), y M era neutral). No me acuerdo quien le dijo después a T que por culpa de ( ) no podía estar conmigo, como si fuera culpa de ( ) ser una bruja budista tan encantadora. Aunque en el fondo el problema era otro. T era demasiado nerviosa. Era linda y atrayente, tenía un aire a Julia Roberts inclusive, pero le temblaban las manos. ( ),en cambio, parecía sumida en un limbo eterno y denso, lo que invocaba más misterio y/o interés. Además, a T no la conocía tanto. De todas formas, T quedó como quedó N. Luego de las experiencias se traumatizaron un poco. Buscaron pareja rápido, y duraron poco, defraudándose (o defraudando). Además con T me pasaba algo que con ( ) nunca. T, al igual que otras mujeres, parecía impresionarse por las cosas que hacía y/o decía, aunque fueran estupideces, y eso no me gustaba, porque imaginaba que a una mujer así habría que estarla cuidando todo el tiempo (y no coincidia con mi perspectiva moderna de los vínculos, que ya no creo, por supuesto). ( ), a su vez, era lo más independiente de la tierra, y de hecho, sigue sola.
Años después M me contó que también se enamoró de ( ), lo que me dolió internamente, pero con una disimulación aprendida en los años estudiando psicología (caras amenas y cordiales), no se dio cuenta. Yo, entre risas, le hacía recordar los días en que juntos palmeteábamos a N en la espalda, como si N se hubiese muerto, como si N hubiera dejado de existir desde siempre. Pero fuera de M o N, al que más recuerdo es al S. Tan parsimonioso, tan maduro y realmente extraño. Él era el “personaje”, no yo, como los otros creían. Él era muy distinto, y lo sigue siendo, él es como ( ) pero en hombre: no parecen sobresalir en un grupo regular, pero si empiezas a profundizar te das cuenta de que podrían ser profetas, de haber nacido en otros tiempos. De todas formas, creo que S era homosexual, y a veces creía que estaba enamorado de M-1 (con el tiempo uno se da cuenta que S es más complejo, y que en realidad es imposible saber qué es lo que en verdad está pensando). Luego, me fui separando de los otros y me acerqué a S. S parecía entender a la perfección las cosas que me aburrían, y las evitaba con una sabiduría encomiable.
Me gustaría que N, S o ( ) fueran gente normal. Que tuvieran un fotolog o un blog en donde poder olisquear sus vidas sin tener que sonreír de vuelta. Saber qué están haciendo, si están mutando, y cosas por el estilo. Supongo que la gente como S, N o ( ) son personas a la antigua, de las que si dejas de tener contacto físico, desaparecen de tu vida y se alojan en memorias no más. Porque ni fotos tengo. Ellos tampoco tienen. N era demasiado amargado para sacar fotos, ( ) era muy volada y se le perdían las cosas y a S no creo que le interese. M quizás, podría ser, pero la gente de las fotos y esos asuntos siempre fueron otros; más que nada M-1 y M-2, por ejemplo.
Pero las vidas de M-1 y M-2 nada tienen que ver con M, aparte del alcance de código. Y eso es lo chocante. La gente poco interesante tiene una vida exhibicionista absolutamente asequible, pero la que uno realmente está interesado en conocer, no. Y precisamente, en esa descripción radica la magia de su atractivo. De hecho, mis amigos actuales tampoco se andan mostrando por la red, y ni siquiera lo hacen las personas que conozco por internet (lo que es casi paradojal, porque nos conocimos en algún momento en que coincidentemente éramos más abiertos a mostrarnos… claro está, en aquellos tiempos, aún había cierto dejo de virginidad en algunos medios de “redes sociales”). Ni siquiera ABRAV, que me encantaría conocer, tiene un sitio desde el cual podamos enterarnos de lo que son. Y en el fondo está bien que no nos enteremos de lo que son, porque cuando tenemos acceso a lo que piensan, a lo que sueñan, a lo que aspiran, la gente suele destilar cuan aburridos pueden llegar a ser.
De todas formas, no sé por qué recordé todas estas cosas ahora. No sé por qué se me vino a la cabeza ella, N, S, T o M. Debe ser que los echo de menos en alguna medida. Debe ser que me estoy poniendo viejo, o que estoy a punto de tener una epifanía sobre la naturaleza de mis relaciones con las personas. No sé. A quien más echo de menos es a ella, sin duda, a ( ). Extraño sus traumas y sus intentos fallidos por adaptarse al resto, por ser como T, o N, o M, cuando todos ellos lo único que aspiraban era a ser como ella. Extraño todo eso, e incluso a mí mismo en ese tiempo. Incluso echo de menos a T. Y a veces, cuando la encuentro en la universidad, intento buscar la forma de decirle que lamento lo que pasó, o que me gustaría arreglar las cosas y no haber sido tan psicópata, tan delirante, en su momento. Pero da lo mismo, supongo, porque no creo que sea algo que ella quiera oír, y no creo que nos topemos otra vez en la universidad.
No creo tampoco, que llegue a vivir otra vez algún momento como ese que vivimos en mi pueblo, en la noche que N, y luego M, sugestionable, juraron ver un muerto en la ventana. No, ese tipo de cosas no se puede repetir, porque el envejecimiento, la contingencia de las cosas, te impiden volver a las memorias como a veces quisieras. Y aunque me tope algunas veces con N en la calle, como hoy, viéndolo de lejos así tan cambiado, como si no siguiera siendo el mismo perdedor de siempre, el mismo proyecto de vida cercenado desde su origen por culpa de terceros (o primeros), sé que no volveremos a hablar otra vez. Y que ya no vendrá a contarme lo muy ilusionado que está con ( ), porque esas cosas pasan sólo una vez. Sé también, que ya no volveré a taparle el sol a ( ) mientras escuchamos música barata tirados en una pampa muerta, ni que coquetearé otra vez con T de la forma prístina en que lo hacíamos cuando nos juntábamos a ver películas, simplemente porque ya no tenemos la disposición para confiar otra vez de esa forma. Éramos más jóvenes en ese tiempo, y aunque no sean tantos años, ahora somos más desconfiados y traumados. Ya no tenemos esa inocencia fundamental que se necesita para entablar relaciones de ese tipo.
De repente, y en esos momentos, uno cree que todo va a ser más duradero, y que las cosas se van a mantener por más tiempo, o van a haber más oportunidades. Pero luego, mientras pasan los eventos, descubres que no hay nada más que la objetividad del paso del tiempo, y que mientras más se acentúa la cresta de los años, más extrañas se vuelven las memorias. Es como que todo se fuera arreglando, o barnizando con nostalgia, o endulzando, podría decirse. Y aunque regeneres las imágenes de esos momentos, no logras asumir que el presente también es maquinaria para producir metraje en el futuro; simplemente no se acepta. Y te enfrentas de repente, bruscamente, a todo lo extinto, a N parado en una esquina, o una carta de ( ) entre medio de enfuches y boletas viejas. Y es como que todo un mundo, muy diferente al de ahora, se te apareciera abofeteando el presente y perturbando el aburrido pasaje de lo actual. Es como que se apareciera y te mirase, y te hiciera sentir raro, como traidor de algo que no entiendes, algo medio nazi, como que tú hubieses dejado a tu madre en el Titanic por salvarte, porque salvarse era lo más lógico considerando que tú eras joven y tenías la vida por delante. Sientes que te desprendes de todo eso, y lo dejas enterrado en algún lugar que te importa cuando piensas en él, pero que no existe en otros momentos. Lo dejas allí, destilándose, hasta que te topas con N, o piensas de nuevo en ( ), o en que M está haciendo su práctica, que F terminó su tesis, o que González está a punto de titularse, y tantas otras cosas. Piensas en todos ellos a la vez y en cuestión de segundos, así caminando por la calle, y en diligencias triviales y fortuitas. Te topas con ellos pero evitas saludarles o entablar una conversación absurda, porque sabes que eso sería peor. Porque es mejor asumir que todo está muerto, que todo pasó, que todo existió, es verdad, pero que fue inevitable que nos olvidáramos de lo que fuimos. Es mejor pensar eso, y pasar de largo, y pensar en N, T, S, M, ( ), o incluso M-1 y M-2 como si fueran personajes de un cuento que nos gustó harto pero que ya terminamos. Un cuento más de una antología que encontramos en la casa, una de esas en hojas de roneo y editorial barata (Zig-Zag, o alguna que viniese con el Icarito). Una historia más, de tantas otras historias, con un principio y un final poco claros, y con algunas hojas medias carcomidas por los insectos. |