Compromiso
Hombre grande ya, eficiente maestro mayor de obras recibido cuando la carrera se estudiaba en los colegios industriales, entusiasta del arte en general, Francisco Raimondi es un tipo transparente, como suelen definirlo entre risitas algunos ex compañeros de secundaria y varios colegas en la rueda semanal de póker del Club Social en las que él, obviamente, no participa.
Un poco escritor, aire de periodista, algo de actor, ciertas dotes para la dirección de cine amateur en super 8 y 16mm, lector atento de ficción y ensayos, preferentemente trabajos sobre Historia Nacional, se dedicó al ejercicio de todo aquello en los inolvidables años setenta, siempre a contramano de sus estudios. En la casa, por entonces, le decían idealista, exagerando la suavidad que exige la palabra para ser pronunciada, los labios curvando la sonrisa piadosa.
En cuanto se recibió entró a trabajar como dibujante para los arquitectos Palméz Lopero y con rapidez llegó a diseñar planos de construcciones a cuyo pie firmaban sus empleadores. Y si bien jamás dejó su veta humanística, tomó la decisión de no mezclar la pedestre lucha por la manutención propia y de la familia que formó enseguida, con aquel mundo de ideas, papeles y libre creación. Hasta cumplir los treinta no quiso ni siquiera discutir con sus amigos esa cuestión de principios según la cual dinero y pasión no pueden mezclarse, o en el caso que pudieran no era ético hacerlo, a riesgo de perder pureza y monedas en el camino.
Desde entonces, aprovechando semejante decisión, a Francisco Raimondi lo llaman desde la Agrupación de Arquitectos, la Sociedad de Fomento, las Cooperadoras de los colegios donde estudian sus hijos, o el mismo Club Social para organizar actos culturales en los que no hay un mango para repartir o ningún puesto político en danza o reconocimiento social alguno que conquistar como consecuencia de la tarea.
Algunos allegados se lo reprochan, le dicen que no sabe hacerse valer, que debe cobrar, pero por estos días, al borde de los sesenta, Francisco Raimondi dedica escaso tiempo a las discusiones teóricas de esa índole y con un suspiro desengañado suele contestar que él se vendió sin entregarse, no como algunos. Y así anda por la vida, su agenda colmada de semejantes que, dedicados a tareas varias para flotar sin morirse de hambre, entregan su vida al trabajo intelectual sin hacer cálculos interesados, movidos principalmente por la necesidad de trascender por encima de mezquindades. Buscar el contacto que, en pocos minutos le brinde el número telefónico de la admirada figura para ofrecer charlas, conciertos, debates, es mucho más que un cable a tierra. De esa manera logró presentar a personalidades más prestigiosas que afamadas: un filósofo sin corbata, un grupo de músicos virtuosos que viven de la docencia, escritores de fuste y pitucones en el saco, pintoras separadas por amor al arte.
Por eso no le sorprendió escuchar la voz de Eulogio Mendizábal en el inalámbrico que su señora le pasó con las manos jabonosas. El personaje, conocido por su enfermiza incontinencia verbal ante cualquier auditorio, preside la Sociedad de Fomento quebrada por cierta estafa que pergeñó uno de sus últimos titulares y no investigada por abulia cómplice. Necesita fondos. Don Francisco sonrió al oir el parloteo del charlatán.
-Tenemos que reactivar la biblioteca popular y para ello necesitamos de alguien como usted que, a pesar de no ser asociado, supo compartir en nuestro salón los gloriosos recitales de Viglietti, el Dúo Salteño, Los Trovadores.
El maestro mayor de obras lo cortó en seco. El tema era organizar una conferencia con bono contribución. Aceptó el encargo. Su esposa –profesora de Castellano en la escuela Media Nº3- lo miró como a un pibe incorregible. En pocos días logró cita con una ensayista de las que publica en cuanto medio alternativo aparece, modelo de conducta ética según el parecer de don Francisco. Llegado el momento terminó unos planos para evitar demoras y luego de ducharse tomó el Chevalier junto a su colaboradora de correrías, cierta modista conocida como La Tiza –por tan alta, delgada, blanca- ambos emocionados y contentos por conocer a tamaña personalidad.
La escritora vivía en una vieja casa muy bien cuidada. Abrió ella misma. Alta y elegante, los anteojos colgados de una delicada cadena dorada, sonrió como en las solapas de sus textos pero más joven. Los hizo pasar. Cebó mate, convidó masas secas, fumó cigarrillos y durante cuarenta minutos disertó sobre la tarea social de las Sociedades de Fomento y la importancia de sus bibliotecas populares. Finalmente, con voz de Edit Piaf subrayó: yo, por sobre todo, soy una mujer de izquierda. Y le guiñó un ojo a La Tiza que si no llegó a sonrojarse estuvo cerca. La intelectual se levantó del sillón, tendió su derecha llena de anillos.
-Camaradas, cuenten conmigo. Allí estaré.
Abrió la puerta de roble. En ese momento avanzaba por el camino de cerámicas rojas otra mujer treintañera, aire de muchos talleres literarios. La presentó como su asistente personal, puso una mano sobre su hombro, los despidió con una frase corta, puñal de plata:
-Vayan tranquilos. Llamen a Erica para fijar mis honorarios y en cuanto se pongan de acuerdo hacemos la charla. Hasta la victoria siempre.
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