Se llamaba Soledad y la familia le llamaba Chole. Yo le decía Cholita por su tierno aspecto.
Era una jovencita humilde, inocente, sencilla y hermosa.
Mi madre la había traído de su pueblo a nuestra ciudad para tenerla como ayudante en los quehaceres domésticos que había aprendido rápido y ejecutaba con eficacia.
Era blanca por dentro y blanca por fuera, con una abundante cabellera rubia tejida en dos gruesas trenzas y. los ojos verde claro, rasgo común en los campesinos de mi provincia natal.
Tenía aproximadamente mi edad, creo que unos cuantos unos meses de diferencia, y ese detalle aunado a su inacabable y contagiosa alegría despertaron mi espontánea simpatía.
Iniciaba yo, por ese tiempo, la carrera de informática y, cuando me dedicaba a las tareas escolares, se acercaba curiosa a observar mis trabajos.
Apenas sabía leer, pero demostraba un gran deseo de aprender y una clara inteligencia, su interés se mostraba en lo coherente de sus preguntas, siempre enfocadas hacia puntos importantes dentro de cada materia, lo que me estimulaba y comprometía a estudiar con mayor ahínco.
En esas sesiones de estudio me gané su confianza, pronto nos hicimos grandes amigos y, con el tiempo, me convertí en su confidente.
Una tarde, mientras desarrollaba mis tareas académicas, se acercó y empezó a sondearme acerca de las relaciones de noviazgo.
Sospeché que le había aparecido algún galán y le sugerí que lo comentara con mi hermana mayor quien la podría aconsejar de mejor manera.
—No, joven —me respondió—- se lo diría a su mamá y yo me moriría de pena si ella se enterara.
—Y ¿por qué crees —le pregunté— que yo no se le diría?
—Porque usted es hombre, joven, y en los hombres sí se puede confiar
Siempre me causaba risa el que no se decidiera a tutearme.
—Adelante pues, dime de quien se trata.
—Se trata de Román, el velador —contestó con la sonrisa en los labios y un radiante brillo en la mirada— el policía que, por las noches, está ahí en la esquina. Me dio una carta. ¿Quiere que se la enseñe?
—Si tú quieres —respondí intrigado preguntándome quien sería aquel Román. No podía ser el policía que yo recordaba haber visto ahí. Aquel era un hombre rudo, de piel oscura y ojos pequeños de mirada torva que de ninguna manera me parecía el galán adecuado para Cholita. Me entregó una hoja llena de dobleces, mientras volteaba para todos lados cuidando de que nadie estuviera cerca.
Extendí el papel y leí:
“Señorita Soledad: Quiero desirle que desde el primer dia que la vi, mi corason late por usted como un caballo desvocado y sin freno.
Quiero que sepa no puedo dejar de pensar en sus ojitos de luzero y en su boquita roja como una tuna asucarada y que espero que esta noche se asome a la puerta y me permita declararle mi amor para que me corresponda y podamos ser felises.
Espero que me acepte estos umildes versos que le compuse.
PARA LA VELLA SOLEDAD
Maravilla enmatisada
Linda y fragante flor colorderrosa
No te quiero para nobia
Te pretendo para esposa.
Soy tu enamorado ROMAN
Me costó un gran esfuerzo no soltar la carcajada, no por las faltas ortográficas sino por lo cursi del mensaje y, con la mayor seriedad comenté.
— Pues parece que la cosa va en serio, Cholita ¿Ya hablaste con él?
La cara de Soledad estaba roja como una manzana.
— No, nomás le recibí el papel y me eché a correr.
— Quiere verte en la puerta, hoy en la noche y hablar contigo, puedes escucharlo y después, ya decidirás.
— ¿No se enojará su mamá, joven?
— No veo por qué, sólo van a hablar. Ya después se lo comentarás a ella para que esté enterada.
—Siento muchos nervios, joven, pero pos… a ver qué sale.
Así empezó un noviazgo del que mi madre, por supuesto, se enteró desde el primer momento, pero, por respeto a la voluntad de Cholita, se hizo disimulada ya que confiaba en su honestidad y buenas costumbres.
—Ay, joven Yuniel. Román dice que me quiere mucho y que pronto nos vamos a casar y yo estoy muy feliz con él. Y además.. ¡es tan guapo!. Cuando me mira, siento que sus ojos penetran hasta lo más profundo de mí y me pone trémula y agitada y cuando sonríe sus dientes relucen entre el color moreno de su piel, sobre todo el que tiene casquillo de oro, y siento ganas de abrazarlo y de besarlo, pero me aguanto porque no quiero que vaya a pensar que soy una muchacha loca.
—Haces muy bien, Cholita; tienes que hacerte respetar. Más adelante le dirás que hable con mi mamá para que entienda que no estás sola, que vives en esta casa como parte de la familia y te de tu lugar.
—Dice que quiere llevarme con sus padres para que me conozcan y sepan cual es la mujer con la que va a casarse.
— Bien, entonces ya es tiempo de que hables con mi mamá.
Pero Soledad no se atrevía a hablar y fue mi madre la que tomó la iniciativa.
—Mira Chole, me he estado haciendo disimulada durante este tiempo, esperando que seas tú la que te acerques a hablarme; van ya varios días que sales a platicar con ese muchacho, veo que esto sigue adelante y creo que ya hay que poner las cosas en su lugar. Al traerte a esta casa me eché una gran responsabilidad con tus padres y la debo cumplir, así que dile que quiero platicar con él, que necesito saber qué intenciones tiene para poder permitir que sigan viéndose. Dile que tiene que venir a hablar conmigo cualquier día de esta semana durante la tarde. Tú me avisas cuándo; hablaré con él y después iremos a tu pueblo a comunicárselo a tus papás y obtener su autorización.
— Si, señora —dijo ella bajando la mirada y con las mejillas encendidas
Todo esto me lo platicó Soledad cuando en la tarde me vio haciendo mis trabajos escolares.
—Ahora si, joven —me dijo con una gran sonrisa que le iluminaba la cara— ya voy a poder verlo con el permiso de la señora su mamá.
— Te felicito Cholita, pues según parece, por lo que platicas, es un buen hombre y sus intenciones son honestas.
La verdad, no le veía yo la tal pinta de buen hombre, pero no me atrevía a destrozar las nacientes ilusiones de Soledad, habría que dejar pasar el tiempo y ya se vería como se presentaban las cosas más adelante.
No volví a verla durante el resto del día y me olvidé del romance hasta la tarde siguiente cuando, como de costumbre, me senté a atender mis trabajos de estudio.
— Joven, ¿Puedo platicar un ratito con usted?
Noté el tono afligido de su voz y, al verla, sus ojos húmedos y enrojecidos.
— ¿Qué pasa Cholita?
— Las cosas están saliendo mal —y, rompiendo en llanto, continuó— Román dice que no quiere hablar con su mamá porque en este momento no tiene nada para ofrecer. Que primero va a vender un terrenito que tiene en su rancho para los gastos de la boda. Que tiene que esperar, también, que le den un ascenso para recibir un salario mejor y así poner la casa a donde va a llevarme a vivir y que tenemos que esperar. Se le dije a su mamá y quiere que le avise a Román que no me va a permitir verlo hasta que hable con ella – y el llanto aumentó— Dígale a su mamá, joven Raúl, que no puedo dejar de verlo. Que él es bueno, que me quiere y sólo espera tener qué ofrecerme para venir a presentarse con ella.
— No te preocupes, Cholita, la cosa no es grave, todo va a salir bien. Ten confianza en mi mamá, ella sabe lo que te conviene y todo se va a arreglar. Ya lo verás.
Esa noche, de acuerdo a lo indicado, salió Cholita a enterar a Román de las disposiciones de mi madre y, como tardaba en entrar, mamá me mandó a buscarla. No la encontré en la puerta, ni el tal Román estaba en la esquina.
La esperamos y no regresó.
Al día siguiente, temprano, mi madre mandó llamar al padre de Soledad quien horas más tarde llegó; mi madre ordenó que lo pasaran, pero él se negó y no quiso entrar; mi madre salió a la puerta a hablar con él. Yo, desde la ventana, veía (no podía escuchar desde ahí las voces) cómo le hablaba mi mamá. El no despegó los labios ni levantó la mirada, escuchó en silencio con la mirada fija en el suelo, estrujando el sombrero de palma entre sus manos toscas de campesino y después se retiró.
Unas semanas después llegó la época de los exámenes finales para terminar el año escolar, extrañé la presencia de Soledad, me faltaba su apoyo en el estudio y la habilidad con la que me impulsaba a captar los puntos básicos de cada materia, pero me esforcé por salir adelante como era mi obligación.
Después del último examen y para “liberarnos de presiones” propusieron, mis tres mejores compañeros de estudios, que fuéramos a la zona de tolerancia. Yo nunca había ido, ya hacía tiempo que aquello me inspiraba curiosidad y sentí, repentinamente, la urgencia de “graduarme”, en ese terreno, como mayor de edad.
. Entre tímido y resuelto, entré con ellos al primer local que, por su música alegre, llamó nuestra atención.
—Pásenle muchachos, escojan sus parejas y pidan sus bebidas; se la van a pasar bien —dijo, guiñando un ojo, una mujer gorda, vieja, de vestido rojo brillante y exageradamente maquillada, mientras guiñaba un ojo.
En una esquina del salón, los músicos interpretaban una melodía con más entusiasmo que sentido melódico. Dos únicas parejas se movían en la pista apretando sus cuerpos en una parodia de danzón. Algunas mujeres voltearon a vernos con coquetería y descaro invitándonos a acercarnos a ellas.
Atrajo mi vista la cabellera rubia de una mujer con un vestido demasiado corto y entallado.
—Ya lo vi, galanazo —me dijo la mujer gorda, vieja, de vestido rojo brillante y exageradamente maquillada que parecía ser la dueña— le echó ojo a la Marisol, eh? Tiene buen gusto, joven, está rechula y es de las nuevas, se la voy a llamar.
Dio una palmada y, al verla voltear, le hizo una seña, llamándola.
Ella se acercó sonriendo, con la mirada ausente.
—¡Soledad! —exclamé sorprendido.
Su sonrisa desapareció y ladeó la cabeza escondiendo la mirada, luego, sin voltear a verme de frente, me aclaró.
—No joven, no me llamo Soledad. Mi nombre es Marisol.
—Váyanse a bailar Marisol —dijo la mujer— después lo llevas un rato a tu cuarto; ahí pueden pedir sus bebidas, ya sabes. Lo atiendes bien.
—Si, señora, ya sé —respondió Marisol, viendo hacia otro lado, como ausente— voy a atenderlo bien.
. Más tarde, al salir del lugar, ella me acompañó hasta la puerta, nos detuvimos unos pasos antes de la salida.
—Vuelve a la casa Soledad, tú no tienes nada qué hacer aquí.
—Está usted confundido y me está confundiendo a mí también, joven; ya le dije que me llamo Marisol. Y, por favor, no se le vaya a ocurrir decirle a nadie que esa tal Soledad, con la que usted me confunde, está en un lugar como éste —fijó sus ojos en mí con una mirada triste, me dio un rápido y suave beso en la mejilla y, bajando la mirada —Adiós, joven — dio media vuelta y se apresuró a entrar sin voltear a verme.
. Me alejé con paso lento. A unos pasos de la entrada, semioculto en el quicio de una puerta, estaba un hombre de aspecto rudo, piel oscura y ojos pequeños de mirada torva, al acercarme a él, sacó un pañuelo y escondió su cara.
Seguí caminando mientras sonaba en mi memoria aquella frase que ella me dijo un día:
“Usted es hombre, joven, y en los hombres sí se puede confiar”
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