La redención de James Garfio.
Una mañana una partida de hombres encabezada por el capitán James Garfio desembarcó en Nunca Jamás para enterrar en algún lugar remoto y marcado con la consabida X el fruto de sus muchos abordajes. Tras varias horas de tajar y contratajar lianas a golpe de machete, ya en la selva espesa, al salvaje pirata le entraron unas ganas terribles de mear. Su próstata ya no era la de antes o, más bien, era la de antes y bastante más y había alcanzado, o así se lo parecía, el tamaño y forma de una calabaza pequeña. Murmurando para sí la cantinela que repetía con un mantra en tales ocasiones para evitar despistes fatales “Con la derecha no, con la derecha no...” se separó de la marinería buscando un poco de intimidad. Nunca supo su tripulación que fué de él pues de James Garfio en Nunca Jamás nunca jamás se vovió a tener noticia.
Ocurrió que, pues nosotros lo sabemos que de la omnisciencia la voz somos, el poco firme chorro del capitán limpió o, más bién, sacó a la luz de forma harto humillante la monda calavera de un muy desmejorado Peter Pan. Miraba atónito el pirata mientras se guardaba la chorra (siempre con la izquierda) los restos mortales de su mortal enemigo sin saber que hacer ni si alegrarse o caer en melancolía extrema cual Hamlet de opereta ante un Yoric con leotardos. Reflexionó y acabó por entristecerse y hacer en su curtido alma de corsario gran duelo pues razonó que al fin y al cabo los amigos van y viene pero un enemigo realmente bueno dura toda la vida y su pérdida es verdaderamente irreparable.
No podía adivinar el anonadado James cual había sido la causa del destino fatal del pobre Pan pero -¡ah!- nosotros sí. La magia de la narrativa llaman a esto. Peter Pan se había escabullido en la noche del camapamento de los Niños Perdidos, cosa que hacía frecuentemente, para ir a espiar bien a las mágicas sirenas que se peinaban sobre las rocas bien a las hermosas indiesitas que se bañaban en el lago de las Ilusiones. Las unas y las otras cimbreaban bajo la Luna que lúbrica las envolvía en plata líquida y hacía de sus cuerpos un azogue de luz erótica a la que Pan no era, en modo alguno, inmune. Hablando vulgarmente, el eterno adolescente iba a pelársela como un mono entre las matas. Y precisamente allí su corazón nonagenario sometido a los excesos y exigencias de un cuerpo de catorce años colapsó y en pobre Peter Pan reventó solo en un matorral como un gazapo, con los pantys a medio muslo y con, por decirlo de algún modo, el arma del crimen en la mano. La naturaleza y sus greyes obraron en él como corresponde no dejando ni hebra de nutritiva carne sobre sus huesos. La compasiva jungla le hizo un postrer favor cubriendo lo que de él quedaba. Así lo descubrió James Garfio.
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