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La mansión

Vignac decidió aprovechar la tarde para continuar con su búsqueda, y preparar su siguiente paso a fin de entrar en la clínica. Había venido desde Europa siguiendo los rastros del asesino de su hermano, pero luego de pisar esa ciudad, todos los rastros se desvanecían en un solo lugar. Fue a esa dirección, donde toda pista de la existencia de esa persona desaparecía en un misterio.
Su coche alquilado se detuvo en un camino asfaltado, frente a la entrada de un terreno enorme, casi vacío. Estaba rodeado de baldíos, fincas abandonadas de una época de esplendor, fábricas que ya no funcionaban o eran utilizadas sólo en parte. La residencia principal se divisaba a lo lejos, un palacete encolumnado, solitario en la cima de una loma, separado de la calle por cien metros de camino de tierra comido por el pasto. La verja que marcaba el fin de la propiedad estaba herrumbrada y faltaba en muchas partes, donde había caído junto con el muro de ladrillos; en algunos sitios se acumulaba basura y restos de fogones como si hubiera sido utilizado por vagos y ladrones. Luego de empujar el portón de madera, Vignac volvió a subir al auto y condujo hacia la casa.
Siglo y medio antes había pertenecido al dueño de una fábrica que aún se podía ver a la derecha, con su chimenea de ladrillos desdentada; más tarde, tras su quiebra, el terreno había sido fraccionado y vendido. Al acercarse se veía que a la mansión le faltaban ventanas. El viento y los elementos surcaban alegremente sus paredes, las que habían quedado después de una conflagración que tiznó los muros y arrasó con el techo. La última esperanza de Vignac se esfumó al comprobar el estado de la casa. Incluso entró, a riesgo de que una viga se le cayera encima, y anduvo entre los escombros, la mugre y las ratas que poblaban el primer piso, revisando que no hubiera quedado ni un sótano habitable.
Salió frustrado, con las manos vacías a no ser por el polvo que le quedó pegado en la ropa.
–Tarant... –murmuró, entrecerrando los ojos para echar un vistazo alrededor– siempre te escurres como arena entre los dedos, criatura infernal.
Antes de llegar había visto un almacén a medio quilómetro; ahora se dirigió hacia allí. Entró en un salón en penumbras surtido con todo; la dueña, una señora gorda y fea, sentada enfrente del mostrador, miraba la tele enganchada del techo. Le preguntó qué quería sin levantarse y, tras hacer una pausa y elegir un paquete de cigarrillos, Vignac comenzó a averiguar sobre la finca quemada. La señora se había desplazado rápidamente a la caja registradora, pero al escuchar su pregunta comenzó a moverse lentamente, encantada de poder charlar un rato con el cliente.
–Ah, sí... Recuerdo que hace como diez años, mi marido trabajaba en la barraca de al lado, se dijo que la habían comprado gente rica del extranjero, europeos que la iban a arreglar, convertir en un hotel o algo así. Ahora me parece un poco raro ¿no? ¿Quién iba a poner un hotel acá? –relató mientras lo estudiaba, todavía con el cambio en la mano, y gesticulaba con cierta reserva–. Bueno. Eso quedó en nada. Pero vinieron, sí, una familia creo... Al menos yo vi a un par de señores que estuvieron recorriendo cada rincón del terreno, con pinta de abogados, supongo. Después se decía que vivía gente, porque se veía un auto que entraba y salía de vez en cuando y había luz de noche. Supongo que serían un par de ancianos que heredaron el lugar o algo así...
–¿Una pareja? ¿ancianos? –inquirió Vignac, guardando los cigarrillos tras sacar uno.
–No sé... Se decía que eran viejos porque nunca salían de la casa, el auto lo manejaba una mujer joven pero no creo que viviera allí. Después cada vez se supo menos, la gente se olvidó hasta de que existían y se habrán ido muriendo, porque hace cosa de un año hubo este incendio. Los bomberos dijeron que algún vagabundo se había metido, hizo fuego y prendió todo. Y no había nadie, nadie reclamó... Nadie venía a la casa hace años.
–Gracias, quédese con el cambio –replicó Vignac, cuando la señora le tendió el dinero.
Mientras conducía de vuelta a su hotel a toda velocidad sentía el viento en su cara con una confusión de emociones. No sabía si sentirse aliviado porque probablemente estuvieran muertos, o desconfiar de su supuesta desaparición. Tenía que asegurarse, tenía que comprobarlo con sus propios ojos.
Valeria recibió de un mensajero un sobre grande. Leyó el remitente y sonrió. Al abrirlo, se encontró con otros dos sobres pequeños, impresos en colores y membretados, uno dirigido a Massei y otro para ella. Junto a las cartas cayó una pequeña tarjeta blanca. Vignac les había enviado una invitación para su charla en el museo Goya, escribiéndole a la joven que por favor asistiera. Habré causado tan buena impresión esta mañana que me envía esta atención... pensó Valeria mientras acomodaba de nuevo los papeles y ponía la tarjeta del doctor en la bandeja del correo.
–Es mejor que saques la cabeza de las nubes –la regañó Dexler al pasar por su lado, malhumorada por las constantes llamadas de periodistas, del ministerio, de otras clínicas, chacales que pretendían lamentar lo sucedido–. Presta atención, no te vayas de lengua con nadie, por favor. Yo le llevaré esto a Lucas.
Massei estaba en su consultorio, aprontándose para salir.
–No me digas que me necesitas ahora, Liliana, tengo que pasar urgente por el hospital –se escudó al verla entrar.
La mujer sonrió, despejando la borrasca de su frente, y le entregó su correo.
–Al contrario, sólo quería decirte que no te preocupes, nuestra reputación está mejor que nunca. Que Julia haya sido salvada parece haber tapado que en el mismo día murió un enfermero, y como el asesino no es un paciente de la clínica no nos afecta tanto.
–Sí, pero era un trabajador nuestro, que es peor. Y además, sigue suelto. Julia está aterrada, no puede salir de su casa y la policía la vigila veinticuatro horas, pero eso no la ayuda.
–Yo iré a verla, para mostrar nuestro apoyo –sugirió Liliana y de inmediato se corrigió, pues en ese momento se le ocurrió que Lucas, que la había salvado y estaba libre hacía tiempo, podía tener un interés más profundo en su bienestar que ella–, a no ser que tú mismo quieras hacerlo...
–No –replicó él con indiferencia–, sólo le transmitiría mi preocupación.
Liliana era una mujer de blanco y negro, así que cuando le decían no significaba no. Después de ese momento nunca más se cruzó en su cabeza que esos dos podían llegar a algo. Sin embargo, se quedó pensando en el desasosiego de Lucas, en quien veía todavía al muchacho que conoció con quince años, y decidió comunicarse con sus tías, para que lo invitaran a cenar y le dieran el apoyo que sólo podía brindarle un ser querido.
Pero antes de que Antonieta y Elena se comunicaran con él, previa discusión entre ellas sobre lo más adecuado para una cena, mandar a la sirvienta a que revisara su despensa, y consultar con el jardinero si el tiempo era bueno para que su sobrino manejara de noche, ya su primo se había adelantado a invitarlo, hablando directamente a su celular. A Lucas le extrañó su sensibilidad, que se interesara por su estado mental tanto como para proponerle salir a olvidar las penas, casi tanto como le horrorizó a sus tías saber que esa oveja negra se iba a llevar a su sobrino perfecto a quien sabe qué antro.
–No me he vuelto cariñoso... –había explicado Jonás al manifestar Lucas su sorpresa–. Pero unos tipos me comentaron hoy, qué espanto lo que está sucediendo que ni un sanatorio es un lugar seguro, a lo que yo respondí que mi primo era el director de la clínica y que mejor se callaran. Ahí se me ocurrió que necesitarías una buena distracción si tenías que enfrentarte con estúpidos como esos todo el día. Si aceptas seguirme en el camino del mal, conozco formas de hacerte perder la noción...
Lucas rió y aceptó seguirlo en el camino de la perdición, por un tramo.
–Pero yo no soy el director de Santa Rita –corrigió después.
–Lucas, mi primo no puede ser un simple empleado –replicó Jonás con aire altivo, cortando la comunicación.
La noche arrancó a las once en un bar estilo japonés, con sushi, cerveza importada, whisky y provocativas colegialas que cantaban karaoke. Lucas se contagió del buen humor que desprendían los clientes, pero la música y luces terminaron por darle un dolor de cabeza. A una seña de su primo, la anfitriona los llevó a un reservado donde les dieron masajes. El aire tibio y el incienso, además de las manos expertas, relajaron por completo a Lucas, en cambio Jonás parecía más energético que antes. Refrescado, arrastró a su primo hacia el auto y le prometió:
–Se ve que las delicias orientales no son tu estilo, si esa chinita te duerme. Te voy a llevar a un lugar con más clase que te va a gustar.
Su lugar de más clase era un cabaret sacado de los años cincuenta, ubicado en el sótano de un gran edificio en el barrio financiero, que a esa hora de la madrugada estaba silencioso y apagado como el cementerio. Bajando unas amplias escaleras, alfombradas con terciopelo rojo, se llegaba a un piso de baile en penumbras, sepultado en humo. Cuando sus ojos se acostumbraron a las luces color ámbar, Lucas distinguió una barra de bronce brillante y neón azul que abrazaba la pared izquierda, unas mesitas desperdigadas frente a un pequeño escenario ocupado por una banda de jazz, y a la derecha cinco escalones conducían a una plataforma con mesas.
La camarera saludó a Jonás con un beso y los llevó a su reservado, en el centro de la parte alta. Los dos hombres se sentaron en cómodos sillones en torno a la mesa redonda iluminada por una coqueta veladora, despertando una curiosidad momentánea entre los presentes. Jonás saludó hacia un par de mesas con un gesto de la cabeza y sus ocupantes volvieron de inmediato su atención a la música o su charla privada. Lucas contempló el lugar, complacido, y se sumió en el ambiente sedante y provocativo del cabaret. La música se escurría en sus oídos, las camareras se deslizaban en el momento perfecto y traían las bebidas en un segundo. Aunque le agradaba, le pareció que era un sitio demasiado decente para su primo.
La pared junto a su mesa estaba adornada con fotos antiguas y recortes de periódicos, retratos de visitantes famosos y grupos de clientes selectos. De pronto un rostro captó su atención. Jonás notó que estaba mirando fijamente una foto bastante reciente de un show en el mismo escenario que tenían enfrente.
–¡Ah... –exclamó, devolviendo a su primo a la realidad–, lástima que no puedas verla esta noche! No sólo era hermosa, y esa foto no le hace justicia, tenía una forma de moverse sobre el escenario, de cantar...
–¿La conoces? –se interesó Lucas.
–¡Claro! Es Rina. Durante mucho tiempo actuó un par de veces a la semana en este lugar, y tenía a unos cuantos a sus pies –relató Jonás con entusiasmo–. Tenías que haber visto su actuación...
Las luces se encendían una a una en el escenario sumido en la oscuridad y entre la niebla espesa que cubría el suelo, Rina parecía deslizarse, vestida con esos ceñidos atuendos femeninos que sólo se ven en las películas de Holiwood, el micrófono en la mano, marcando con sus largos dedos el compás que la banda hacía sonar a su espalda, dominando todas las miradas. Comenzaba a cantar suavemente y su voz atraía y excitaba al más indolente, como una flauta encantando a una serpiente.
–Nunca te había oído hablar así de una mujer –murmuró Lucas, asombrado.
Jonás se tiró de nuevo sobre el respaldo del asiento y exclamó con alivio:
–Bueno, por suerte renunció... Si esa mujer me hacía una señal, le entregaba la empresa llaves en mano y te hubieras quedado sin tu porcentaje. ¿Qué te hubiera parecido tener una mujer así como prima? Por cierto que sus costumbres te hubieran espantado y hubieras salido corriendo en busca de una iglesia. Aunque tal vez has visto cosas peores con tus pacientes.
Luego suspiró.
–No sé por qué me imaginas como un mojigato. Entonces, ¿Uds. eran...
–No, sólo la veía aquí. Pero ¿ves esos muchachos con pinta de niños ricos de la mesa al lado del escenario? –comentó Jonás, acercándose confidencialmente–. Una vez, me contaron una historia que me derritió la cabeza...
También a Lucas se le pusieron los pelos de punta y tragó en seco al escuchar su relato. Terminaron la botella de whisky de un trago. Unos conocidos de Jonás se sentaron con ellos y se unieron a la conversación. Todos ellos podían tener a la mujer que quisieran, le dijeron, modelos, actrices, mucho más hermosas que ella. Pero ninguna, ni la prostituta más viciosa, podía ser tan desenvuelta o impúdica como Rina.
No podía ser la misma mujer que él conocía, de trato gélido, se dijo Lucas.
–Ese de la barra es su manager, Iván –señaló uno de los recién llegados.
Lucas observó a un hombre delgado, de edad indefinida, con una mata de rulos pelirrojos en la cabeza y una barba candado descolorida. Estaba bebiendo vodka y hablaba animadamente con un músico negro.
–¿Quieres que lo llamemos y le preguntemos dónde está Rina? –lo azuzó su primo–. Si tu paladar estás listo para probar esta clase de bocado, te recomiendo que empieces por lo mejor...
–No es necesario, primo –Lucas detuvo su brazo pero la camarera ya se estaba acercando, y en lugar del pelirrojo pidió otra botella.
Los amigos de Jonás se fueron, reemplazados por dos jovencitas rubias que ambos conocían, hijas de un millonario venido a menos, siempre a la caza de hombres con status o dinero, y justo allí tenían a un doctor y a un ejecutivo. Con las marcas de héroe que tenía en su rostro, Lucas se ganó toda su atención. Los cuatro entraron a un saloncito más íntimo, se acomodaron entre almohadones con las chicas en sus brazos y se relajaron con narghiles perfumados. Jonás olvidó pronto su tema de conversación anterior, pero su primo no podía sacar la imagen de Lina de su cabeza, mezclada en el humo del haschís, la cabellera rubia de su amiga, la cara de Miura enloquecido y lo que había oído de las andanzas de Rina.

Catroptofobia

El problema de Ana había comenzado cuando tenía doce o trece años y empezó a compararse con otras jovencitas de su edad. Se dio cuenta de que tenía la frente muy alta y el cuello muy fino, y cuanto más se miraba al espejo era más evidente. Sabía que cuando sus compañeras de clase la miraban era para ver de soslayo su cabeza deforme, y luego apartaban la vista rápidamente para que ella no se percatara de que la estaban observando. Pero igual lo notaba. Peor eran los varones, que habían adivinado su debilidad y solían hacerle bromas y decir que parecía un marciano por su cabezota. A los catorce, Ana estaba resignada a ser la fea de la clase. Aunque todos los demás la maltrataban y sus padres no la entendían, tenía a su grupito de amigas que la aceptaban así. Nunca iba a tener novio, eso ya lo sabía y no le importaba. Tal vez de noche, en una pista de baile oscura, encontraría consuelo en algún muchacho desconocido que no se fijara mucho en su problema. Con esa idea, Ana comenzó a seguir una dieta, a hacer gimnasia dos horas por día, y pasar otras tantas horas frente a su espejo, escuchando música y probando maquillajes, y peinados para taparse la frente, vinchas y collares gruesos. Pero todas las modas le quedaban mal, y no encontraba un disfraz que ocultara por completo su defecto.
Contra todas sus expectativas, apareció un muchacho que la veía hermosa y a los diecisiete ya estaba casada, aunque había jurado que se iba a meter a monja; lo que terminó de convencer a sus padres de que no entendían nada.
Las fotos de la boda, un desliz en los preparativos que no tuvo tiempo de conversar con su esposo ni su madre entre tantos detalles, las primeras fotos que se tomaba desde los diez años, rompieron el encantamiento. Las palabras cariñosas de su esposo le sonaban a burla, igual que cuando los chiquilines la torturaban a los doce años. Lo dejó pasar por un tiempo, hasta que se hartó y le tiró el reloj de pared de la cocina por la cabeza. El joven tuvo paciencia. Pero luego de que Ana dejó de estudiar y de ir a trabajar e incluso ya no salía más que de noche ni encendía las luces en su hogar, terminó pidiendo el divorcio.
Su madre la llevó hasta Santa Rita, incluso le ayudó a poner las cosas en su cuarto, mientras su padre hablaba abajo con un psicólogo. Su madre charlaba todo el tiempo, asegurándole que iba a estar muy bien, que iba a estar cuidada y se iba a recuperar muy pronto. Eso Ana lo dudaba; lo de su aspecto no tenía solución. Se sentó en el extremo de la cama, desanimada, jugando con el nudo del pañuelo que cubría su cabeza. Se había puesto una blusa blanca y pantalón de pana porque su madre insistió tanto en que se cambiara el eterno equipo deportivo suelto que le gustaba usar. Lo que alguien como ella podía ponerse. Temía que sólo le hubiera empacado ropa ajustada, polleras y blusas de manga corta. Su madre la contempló con ojos al borde de las lágrimas, sin saber ya qué decir, y en ese momento entró un auxiliar de servicio, encargado por el doctor Massei de quitar el espejo de su cuarto.
Lina iba por el pasillo con su portafolio de pinturas cuando salió el hombre con el espejo, y luego le preguntó a Teresa, que andaba haciendo su ronda:
–¿Quién va a ocupar la habitación de Clara?
La mujer puso los brazos en jarra, lo que junto a su uniforme blanco le hizo pensar a Lina en la mujer del carnicero cuando un cliente le discutía un precio:
–Tenemos una nueva... Se llama Ana y nos va a llevar un montón de trabajo. Tenemos que cuidarla todo el tiempo.
Lina quería preguntarle por qué se deshacía del espejo, pero de eso se enteraría más tarde en la sesión de grupo donde Ana contó que odiaba todo lo que reflejara su imagen. El psicólogo llamó a Teresa para presentarle a un señor mayor y Lina siguió hasta la terraza. Allí se colocó junto al muro, aprovechando que el cielo nublado no dañaba sus ojos, y extendió el material que le habían prestado, caballete, acuarelas, lápiz y papel. En la mañana, la profesora de arte y plástica la había capturado antes de que pudiera escabullirse, y recordando que de niña solía pintar, decidió aceptar su propuesta para comenzar de nuevo. Dio vuelta la hoja que venía usando y realizó algunas pruebas con los grafitos. A medida que su mano iba recordando los trazos y técnicas familiares se concentró en la hoja y el tiempo se fugó, hasta que se detuvo, con el lápiz alzado y la mirada perdida.
–No es la primera vez que lo haces. Son excelentes retratos de memoria... –la voz sonó a su espalda y la sobresaltó.
Recobrando conciencia de dónde estaba, Lina se fijó en sus dibujos, que mostraban dos cabezas del personal de la clínica, varios esbozos de pacientes y antiguos conocidos. Había dejado por la mitad el de un hombre con pómulos altos, ojos oscuros bajo cejas tupidas y cabello largo. Controlando el impulso de tacharlo salvajemente, se volvió hacia el psiquiatra, sonrió, y vio que no estaban solos. Mientras se hallaba perdida en sus pensamientos habían venido otros pacientes a sentarse en las reposeras; entre ellos la nueva, quien se había arrinconado del otro lado, apartada, mirando con desconfianza a los demás.
–Por fin se le están desvaneciendo esas marcas de la cara, doctor Massei –replicó con frialdad, colocando una hoja en blanco para seguir dibujando.
Lucas se sentó a su lado y observó cómo componía un esbozo a partir de sombras, moviendo ágilmente su muñeca. Su rostro sin maquillaje y su extrema reserva le hacían dudar, pero a no ser que tuviera una gemela separada al nacer, tenía que ser la misma Rina de la que hablaban los del cabaret.
–Supongo que se aburre, con tanto talento artístico y sin hacer nada –comentó él al rato–. ¿Qué piensa hacer cuando salga de la clínica?
–¿Cuando me cure? –replicó Lina en tono burlón, deteniéndose a admirar su obra, un reflejo gris del patio ante sus ojos–. Bueno, no lo he pensado. Supongo que cambiar de vida y empezar de nuevo... es lo que a Uds. les gustaría escuchar, pero tal vez me quede igual que antes.
Lucas miró hacia el edificio y vio que a través de las rejas de una ventana, Ulises los observaba fijamente. Alzó la mano para saludarlo, pero el joven no respondió, sólo se apartó automáticamente de su puesto al ser sorprendido. Lina notó su movimiento y recordó que también se había asustado al encontrarla en el pasillo por casualidad.
–Supongo que Clara no logró curarlo –musitó con sorna en cuanto el doctor Massei se hubo marchado de su lado.

Mientras esperaba detrás del escenario a que la gente se acomodara, Vignac había sacado de su gabán un libro forrado de terciopelo verde y se puso a pasar las hojas amarillentas que otra mano había cubierto con una letra apretada; algunos manchones de humedad salpicaban las primeras páginas.
El museo-taller Goya pertenecía a uno de los artistas más importantes del país; estaba instalado en la que había sido residencia de su bisabuelo, en su época un magnate y dos veces presidente de la nación. Las habitaciones altas y elegantes, recubiertas de paneles de caoba y cedro con molduras doradas, estaban iluminadas por arañas de cristal, y el techo del foyer mostraba un colorido vitral que a esa hora parecía pintura fresca. Las sillas del salón de conferencias rojo estaban casi todas ocupadas; los organizadores iban y venían por el pasillo alfombrado, las luces tenues destacaban las pinturas y demás adornos de la sala, y el atril estaba listo en el estrado para que el erudito diera su conferencia sobre supervivencia de textos medievales, religiosos y populares. Vignac entró a la sala pasados cinco minutos de las siete y media, los murmullos cesaron y el público se volvió hacia él, con rostros expectantes. Un viejo artrítico lo presentó. Vignac caminó despacio hasta el micrófono y comenzó a hablar, encantando a la audiencia con su acento extranjero y gran claridad. Las señoras de la primera fila ya lo tenían entre sus favoritos a los cinco minutos.
Vignac barrió la sala con la mirada mientras exponía algunos conceptos sobre la Edad Media para aquellos que hubieran olvidado sus lecciones de historia. Valeria estaba allí, con el conjunto de blazer y pollera blanco que había usado durante el día de trabajo, y lo seguía con ojos brillantes a pesar de lo poco que le podía interesar el tema. Dejando de lado sus estudios filológicos y arqueológicos que gustaban sólo a los académicos, Vignac hizo una pausa y comenzó a hablar de las ideas religiosas y creencias populares que habían sobrevivido hasta el presente, supersticiones, brujería, pactos con el diablo, posesión y rituales profanos. Desde su estrado, pudo ver cuando la puerta se abrió cerca de las ocho, y entró Lucas Massei, quien se quedó un momento junto la entrada escuchando, y luego pasó sin intimidación por delante de todos, hasta encontrar una butaca. Se sentó y le hizo una seña amistosa. Vignac, se tocó de forma inconsciente la solapa del saco donde llevaba el libro de tapas verdes, y sin interrumpirse inclinó apenas la cabeza como saludo.
Cuarenta y cinco minutos más tarde estaban estrechando manos, preguntándole por su primo. Lucas lo excusó, diciendo que nunca lo vería entrar a esa sala ni a ninguna otra biblioteca por un trauma infantil, o tal vez porque prefería otros entretenimientos, y lo felicitó por la sencillez y gracia con que disertaba. Mientras tanto, Vignac miraba hacia el otro lado de la sala, y pudo comprobar con satisfacción que Valeria había venido sola con una amiga mayor. Parecían discutir. La más joven quería saludarlo y agradecerle personalmente, pero la otra no quería quedarse más tiempo porque tenía a sus hijos esperando en casa. Al final se marchó y Valeria se le aproximó, o más bien Vignac se fue moviendo hacia su posición a medida que hablaba con los demás. Lucas se despidió y él pudo darle toda su atención a la muchacha, que además de trabajar en Santa Rita y tener acceso a la información que él deseaba, era muy linda.
Sin saber cuándo la había invitado o cómo había aceptado, Valeria se encontró en el auto de este hombre camino a un restaurant. Vignac mantenía una conversación amena, fluida, que no le había dado tiempo para ponerse a considerar qué intenciones tenía, y aunque hubiera rechazado a cualquier otro que le doblara la edad, él le resultaba encantador, atractivo, inteligente. Cenaron en un lugar caro, pero Valeria no disfrutó de la novedad porque estaba más ocupada prestando atención a todo lo que decía y hacía aquel hombre. En el aperitivo le tocaba ocasionalmente la mano mientras charlaban, y luego de la cena ya podía sostenérsela con toda confianza.
A la salida la metió de nuevo en su auto sin consultarle y la llevó a su casa.
Valeria se paró delante de su puerta, un poco decepcionada, y miró con tristeza el timbre. Vivía con su abuela y no podía invitarlo a pasar, no sería muy cómodo, ni siquiera tenía confianza de tener café para ofrecerle y así prolongar la velada. Vignac vio sus ojos desilusionados cuando se volvió hacia él, con una mano en la puerta y otra entre las suyas, y sonrió, un brillo triunfal en los ojos que ella no percibió, atrapada por los dientes blancos que asomaban entre sus labios firmes en contraste con su piel aceitunada. Viendo que era una conquista fácil, Vignac había decidido dejarla pasar una noche más, aumentando la tensión de la joven, obteniendo después mayor éxito a sus ojos inocentes.
La noche se había vuelto fría y ventosa. Vignac se subió las solapas y entró al coche.
Gruesas nubes corrían por el cielo, ocultando de a ratos la biliosa luna menguante. Lucas, de guardia en el hospital, había caído en un sueño inquieto merced a la agitación de la noche anterior y el resto de las toxinas que todavía no abandonaban su cuerpo. El alcohol en demasía al que no estaba acostumbrado y la cannabis, además del malestar hepático del día, lo llenaron de pesadillas continuas, todas relacionadas con Santa Rita. Al final decidió salir de ese sillón. Se miró en el espejo del baño y comprobó su fea apariencia, por las maquinaciones de su mente alterada.
En la clínica todo parecía tranquilo, los insectos del campo y los pájaros de la noche ululaban su seguridad; el viento molestaba a los enfermos pero las pastillas hacían su trabajo. Lina se revolvió en su cama, presa de la inquietud que la embargaba la primera parte de la noche; aunque cerrara las cortinas podía sentir su llamado.
De pronto, escuchó un crujido y se sentó de un salto en la cama. Volvía a tener una sensación que antes la molestaba de continuo. Se puso una bata y caminó hasta la puerta, descalza para no hacer ruido en el parqué, giró la manija lentamente y echó un vistazo afuera. El pasillo en penumbras estaba vacío. Luchó con esa sensación, por volver a la cama y olvidarse de todo. En ese momento, las bombitas del techo se apagaron todas a la vez, dejando el corredor a oscuras. Eso la decidió. Salió, cerrando la puerta con sigilo, y corrió hasta el rellano de la escalera pasando por la enfermería sin que el auxiliar, que estaba preguntándose por qué no funcionaban las luces de emergencia, la oyera.
Volvió a escuchar el crujido, pasos furtivos. Alguien había entrado a la clínica, trepando un muro, escabulléndose al guardia o con una llave propia, y sus pasos resonaban afuera. Lina se pegó contra el vidrio, oculta detrás de una cortina, y observó el patio. Se cortó la luz de ese piso y segundos después titilaron los faroles de emergencia con su luz espectral, pero no la alcanzaban en su rincón.
Una figura alta se deslizó sobre el muro y caminó encorvada hasta alcanzar la pared de la casa. Lina respiró más tranquila. No venían por ella; la curiosidad reemplazó esa sensación desagradable que había revivido minutos atrás.

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Texto agregado el 11-03-2008, y leído por 281 visitantes. (1 voto)


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