Maria y Juancito esperaban bajo el sol fuerte. Ellos habían llegado un poquito después del medio día. Hacia cinco horas que habían dejado la cama, después de una noche de sueños contradictorios y confusos. Eso le pasaba siempre a Maria antes de viajar, aunque el viaje fuera cortito, de apenas dos horas y media, pero estaba el niño. El niño, siempre muy inquieto, era su mayor preocupación. Preocupaciones esta que comenzaban a azotarla una semana antes del pretendido viaje. ¿Y si el chico, al subir o bajar de ómnibus tropezase y se cayera? ¿ Y si al cruzar la calle, en un descuido, se soltara de su mano y un coche los atropellase? ¿Y si al caminar por la vereda llena de transeúntes, alguien se lo arrancara de su mano y se lo llevara? ¡Miedo! Siempre, antes del viaje, Maria sentía miedo. Miedo por el niño y miedo por ella, que no sabia lo que le esperaba, lo que iba a encontrar y lo que podría sembrar. Los temores proliferaban en su mente y la dejaban bastante nerviosa e inquieta.
¡El niño estaba cansado! Aburrido, ya no jugaba mas, apenas refregaba el autito que había traído de su casa, en la tierra suelta de la vereda. Transpiraban los dos, por todos los poros, él comía un caramelo atrás de otro y se pasaba la mano sucia y pegajosa por la cara. ¡La cara estaba toda sucia! Manchas marrones no estaban apenas en el contorno de su boca y en la punta de la nariz, estaban, también en su ropa nueva, recién comprada para el viaje. ¡Que calor! En aquel momento no había ningún filete de sombra. El gorrito azul de Juancito, no era suficiente ante la temperatura de casi cuarenta grados, apenas le resguardaba la cabeza. Ya había hecho pichi, pero ahora, ya estaba tan inquieto, que se apretaba las piernas y decía que le dolía la barriga. Maria no sabia si él decía la verdad. O talvez... ¿seria mas un trucaje, para hacer pasar el tiempo? Recién había llegado con su nieto y ya estaba ansiosa para volver. Todavía faltaban seis horas para regresar a casa. La fila para entrar, crecía a cada minuto, había gente de todos los lugares, habían ancianos, mujeres, niños y jóvenes. Llegaban personas bien vestidos y mal vestidas también. Los niños corrían sin parar, alborozados, para ellos, aquello, no era mas que un reencuentro de amigos. Las mujeres, a sí, las mujeres, por su mayoría, no cesaban de hablar, parecía que todas, o una gran parte, eran viejas conocidas. Algunas personas, aquellas que demostraban mas edad, permanecían quietas en sus lugares y en algunos momentos, sonreían, pero una sonrisa apretada, amarga. ¡Ya estaba pronta, estaba preparada! En esa leve sonrisa, apenas aparecían los dientes, de quienes los tenían. Y cada individuo, como podía, arrastraba una bolsa enorme, llena de comida, bebida y esperanza. Esperanza sí. Esperanza de cargar, también en su bolsa, la palabra mágica, aquella que talvez podría producir un cambio de actitudes y de corrección de comportamiento.
¡Una y media! Se sienten pasos y a seguir; el barullo de llaves. Aparecen dos policías armados y abren el pesado portón de rejas. Hoy es mas un día de visita en la cárcel. Juancito podrá ver a su padre.
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