La Bibliotecaria
Dedicado a Matea y su macabra hermana gemela Ginna.
La lectura ha sido mi más grande y constante pasión a lo largo de la vida. Recuerdo en el despertar de mi infancia, a mi padre junto a mí, recostado sobre la cabecera de mi cama, leyendo historias de príncipes y princesas, de dragones, gnomos y duendes; que flotaban sobre mis maravillados ojos con colores y formas que mi mente aún no definía con exactitud. Fueron aquellos mis primeros pasos, lo mas bonitos e inocentes, en aquel submundo de ilusiones que se creó el hombre para escapar de su triste realidad. Le agradezco mucho a mi padre aquellas horas de lectura, y nunca podré pagárselas adecuadamente. Hizo de mí la persona que soy ahora, tolerante, creativa, ingeniosa, pero a la vez compasiva y pesimista.
Al crecer, cuando aprendí a leer, poco a poco me fui alejando de aquellos mundos fantásticos y maravillosos de los cuentos infantiles, y entrando por mi propia cuenta, en relatos más realistas y trágicos. Recuerdo que goce sobremanera varias tragicomedias griegas. Me gustaba aquella combinación de sufrimiento y diversión, pues me parecía lo más real que había leído hasta el momento. Donde el hombre en medio de su sufrimiento, no era nada más que una broma para los demás, quienes preferían reírse antes de sufrir o comparecerse de él. También algunas veces me gustaba comparar mi vida con la vida de las personas que ya habían venido y dejado este mundo, personas cuyo legado habían sido de grandes y sorprendentes hazañas, pero que siglos o milenios después, no eran mas que historia antigua, sucesos pasados, hechos olvidados. Amé a Herodoto.
Desde aquí, desde mi ahora, veo mi vida como una sucesión de libros, clasificados y ordenados por tipologías. De texto, de narrativa, históricos, de ciencia Ficción, de fantasía, de poesía. Mi vida se ha sostenido en pie gracias al cruce de páginas, la unión de palabras, la confluencia de tinta. Porque más que sangre, es tinta lo que corre por mis venas.
Al entrar en la adultez, no quería que mi mundo se derrumbara, había sido muy difícil construir una fortaleza que me protegiera de la sociedad, donde me sentía insegura, incompleta y vacía. Por eso la decisión que tomé, cuando llegó el tiempo en el cual las responsabilidades pesan sobre tí y no sobre los hombros de tus padres, era una continuación de palabras y lecturas. Me convertí en bibliotecaria.
Sonrió al recordar la expresión de mi madre, severa, cruel; de mirada despótica, al hablarle de mi pequeño sueño. Ella simplemente era una mujer práctica, que vivía para el momento, donde las ensoñaciones y fantasías no eran más que tiempo perdido. La expresión de mi padre, a su vez, era una expresión inapreciable. Sus ojos brillaban de dicha y de gusto. Sin saberlo, había cumplido un sueño que no era mío. Lo había heredado de él.
Como bibliotecaria me sentía la mujer mas realizada del mundo, la mujer más feliz, y al mismo tiempo, la mujer más solitaria. Mi imaginación vagaba mientras recorría los pasillos, y me sentía como la última persona viva que recorría lentamente los recovecos de la biblioteca de Alejandría. Sin embargo cuando me alejaba de mis apreciados libros, una pesada piedra se posaba en mis entrañas, una sensación de desasosiego se apoderaba de mí ser y un mareo existencial me nublaba los ojos. Sin quererlo, terminé enamorada de los libros.
Han pasado mucho tiempo desde que me descubrí enamorada, muchos años, varias décadas. Hoy he decidido plasmar en hojas este lacónico epitafio, porque encontré mi símil, mi igual, mi equivalente; encontré a alguien tan enamorado de los libros como yo. Murió hace mucho tiempo.
Recuerdo la primera vez que le ví, alto, robusto, de piel pálida. Estaba en el segundo nivel, leía poesía y se sonreía a si mismo. Ningún pensamiento extraño atesoro de aquel primer encuentro. Simplemente era otro ser mas para quien los libros eran un escape de la rutina de la vida, del cansancio de vivir. A veces lo encontraba en otras salas, siempre sonriendo, siempre feliz, y empecé a tenerle aprecio, como si fuésemos hermanos de tinta.
Creo que con el pasar de los años me acostumbre a él, me acostumbre a encontrarlo en los sitios más inverosímiles, a su tendencia a estar en dos lugares a la vez, y siempre era su sonrisa la que me cautivaba. Nunca hablamos, talvez porque ambos apreciábamos el valor del silencio. “La palabras son de plata…” Iniciaba un pequeño refrán, “…pero el silencio es de oro”. Ese silencio me hizo quererlo más.
Durante todo ese tiempo, mis ojos se avejentaron, y unos marcos plateados pronto posaron sobre el caballete de mi nariz. Mi cabello se tiñó de plata, mis manos envejecieron, y a pesar de que los años me atropellaban, solo pensaba en mis amados libros.
Nunca entendí porque estuve tan ciega por tantos años. Era imposible que aquel lector, mi confidente mudo, siempre estuviera allí, sonriente, con un libro entre las manos. Los años nunca pasaron sobre él, como si estuviese en estado de gracia, como si su ser estuviese confinado a existir en un tiempo donde cada segundo, era una hoja leída, y donde cada minuto, era un libro terminado.
Fue aquella curiosidad, la que me empujó, me indujo a hablarle, a murmurarle mensajes desde los estantes, desde las mesas, desde detrás de los libros. La gente que me veía en aquella labor me observaba extrañada, como si me hubiera convertido en un personaje cómico de un circo.
Las palabras no valieron con mi mudo amigo, y pronto su sonrisa dejó de ser esperanzadora y calurosa, para convertirse en fría y macabra. Supe en instantes que intentaba comunicarme con alguien que estaba, pero no estaba, que existía pero no lo hacía. La persona a la cual estimaba de tal forma que secretamente la llamaba hermano de tinta, era una persona muerta.
Nadie sabía quien era mi amigo. Pues nadie excepto yo le veía. La gente pasaba por su lado y no notaba su presencia. Nunca tropezaban con él, nunca hablaban, nunca lo veían. Y siempre que él estaba en algún lugar, un silencio respetuoso de apoderaba del ambiente. Pero aparte de lo que había averiguado, ¿Quién era mi amigo?
Tengo la respuesta entre mis manos, y fue él mismo quien me la entregó. Hace unos días, por primera y única vez, se acercó a mí. Una sonrisa cubría su gran rostro y cuando lo tuve frente a frente abrió su boca lentamente. Ninguna palabra salió de él, pero supe al instante que era un saludo. Que era su saludo hacía mí. Luego, buscó en sus bolsillos y sacó un papel, un recorte, lo dejó caer lentamente en el suelo frío, y con otra sonrisa se alejó de mí.
Suicidio en la Virgilio Barco
Antonio Naranjo, de 77 años, se quitó la vida ayer en la biblioteca Virgilio Barco Vargas, a las 9:58 a.m.
Después de pedir un periódico del día, se sentó, sacó un revolver calibre 38 y se disparó en el oído izquierdo.
A la Sala General, donde ocurrieron los hechos, había ingresado a las 9:55 a.m. Y según las directivas de BibloRed, entidad encargada del manejo de las bibliotecas públicas de Bogotá, era un visitante asiduo. Silvia Prada, gerente de BibloRed, comentó que "el señor Naranjo nos visitaba con mucha frecuencia, leía el periódico y novelas, pero no tenía carné ni registro en la entidad, por cuanto no sacaba libros de la sede".
Naranjo era alto (medía alrededor de 1,80 metros) y de contextura gruesa. Según informaron empleados de BibloRed, estaba bien vestido, "como siempre".
Naranjo solo tenía en sus bolsillos su cédula de ciudadanía, expedida en Tunja, y el salvoconducto del arma con la que se disparó.
Al principio no entendí las razones para hacer lo que hizo, no comprendí como pudo hacerlo. Lo que si acerté después a comprender, es que ese es mi camino, ese es mi destino, él quiere que esté con él y con los libros, quiere que permanezcamos juntos y que seamos felices. Y ahora lo he decidido, y él lo sabe. Sabe que permaneceremos hasta el final de los tiempos recorriendo los recovecos de nuestra biblioteca de Alejandría.
FIN
24 Enero 2008
Capandres
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