NO ESPERABA NADA. Que más iba a querer. Los aros en su caja, azul marino. Que más iba a decir. Borrar la nausea de la traquea, tal vez. Los tomó. Los puso a contraluz. Las piedras tenían curvas lejanas a su rostro. Tocó la punta del metal. Se puede. Busco los agujeros de su lóbulos; acá, hace cuantos años, no me acuerdo, sería un niña, con que aros, qué sabré si nunca he tenido, nunca me han gustado, me producen asco, pero acá están, claros y abiertos como mi boca, respirando el favor que me haces al darme esta cajita. Apretó. Un centímetro más arriba que el otro. No hay respiración profunda, ni ojos aguados. No hay absolutamente nada más que la repetición. Los dedos van a la boca para buscar la sangre. Limpios. No hay nada que limpiar. Limpios, absolutamente puros y salvos, castos mis dedos que duelen más que cualquier oreja perforada, mis deditos, quien me los salve. ¿Estás lista?. Sí, bajo al tiro.
Y ahí estás, parado, mirando la bajada. Manuel era que te llamabas. Baja, sin caer, ágil, sonriente. Beso en la boca, corto, con la misma sonrisa. Déjame ver. Perfectos para tu cara; y con la sonrisa va el pelo, el gesto tan cansado, para agradecerle las joyas a su marido. Joyas reales que cuestan una fortuna, así te mantengo callada, mi amor, bien callada como me gustas. Vamos.
Se suben al auto. Dos golpes, de la misma intensidad, muy baja. Él maneja, a sesenta kilómetros por hora cada vez que puede, siempre sesenta. Diez minutos. Bájate. ¿Qué? ¡Bájate! Quiero manejar. Él estaciona con un giro, mucha gracia, si estaciono, asústate, toma responsabilidad. Cambias posiciones. Es tu decisión. Sabes, hace tres años pensé que no volverías. Fuiste a trabajar en la tarde, te miré por la ventana y ya no volvías. Él saca de la guantera, de la caja de plástico negro, un cigarro de tabaco y marihuana, lo prende con el encendedor de plata, ese que me diste cuanto cumplí diecinueve. Ambos ven el encendedor, ella baja la velocidad, él aspira. Cerré la ventana, di la vuelta, y miré la casa. Te sentí bajar la escala, entrar en la cocina, hablarme desde el baño con la puerta abierta. ¿Qué escucharías tú de mí en esa casa? ¿Dónde estoy? Y me busqué en la ropa que tenía puesta, nada especial, una polera, un par de jeans azules, pero mi ropa de señora, acá estaba. Y subí, para pensar tirada en la cama mi abandono, mi vida sin ti, y por primera vez, Manuel, la primera, que no se olvida, después de todos estos años, dije, en voz alta, porque no estarías nunca más a mis espaldas, ¡Gracias a Dios que no tenemos hijos!...
Ella frena en el semáforo en verde, lo necesita rojo, para respirar. El apaga su cigarro y le da la mano; le corre el pelo caído, la busca con la cabeza, se encuentran. El sonríe. Ella tiembla. ¿Volví? La voz. Cortada. Rápida. Sí, sí lo hiciste. Se canceló tu vuelo y no pediste el siguiente, no querías, estabas cansado, querías estar conmigo y volviste a tu casa, a la casa. ¿Volví? Sí, si volviste. Estoy tan segura. Maneja. ¿A dónde vamos? Ya lo olvidé… Tan solo maneja, abriendo el cenicero del auto con un apretón y sacando el resto. ¿Trajiste tu carné, Manuel? Sí. Vamos.
Manejaron por más de un día. Por turnos y en línea recta. Paraban en estaciones de bencina por cigarros y bebidas. Escuchaban radios a.m, canciones que hacían del paisaje que corría único, fantasmal. Con la última antes de las doces, emprendían un pequeño retorno al asiento trasero, antes de seguir. En un par de horas estarían en la frontera, donde te he traído. La cruzaremos. Nos quedaremos, si así lo quieres, si esto es todo lo que deseas. |