No es escéptico el que descree de todo, sino el que duda de todo y todo lo investiga. Esa es precisamente la diferencia abismal entre ser un tipo pesimista, un cínico y un escéptico.
Nuestra democracia, tan vapuleada desde sus primeros años, ha sido tachada de “pseudo-democracia”, en razón de la falta de credibilidad que generan las instituciones en que basa su confiabilidad. Suelen ser elevados los porcentajes de población que caen en un pesimismo oscuro, descreyendo de las acciones emprendidas desde el gobierno e incluso de la legitimidad de los actos eleccionarios, mediante los cuales “decidimos” quiénes serán nuestras autoridades.
Lo que experimentamos en torno a la política y al funcionamiento de este sistema de gobierno, no es exclusivo del rubro; por el contrario, el descrédito se extiende como un manto oscuro sobre todo, llevándonos a cuestionar, ¿para qué hacer esto o aquello si todo ya está decidido o bien, si nada se puede hacer? El mismo fútbol se ve afectado por el cinismo, aunque paradójicamente el actual campeón del torneo argentino no sea “de los grandes que siempre se van rotando en el primer lugar”.
La situación en Estados Unidos muestra por estos días un panorama, bastante auspicioso a la luz de las internas en el Partido Demócrata. Una mujer y un negro (no caigamos en el eufemismo prejuicioso de “un hombre de color”), pelean cabeza a cabeza por ungirse el título de candidato del partido… y esta vez, tienen enormes chances de llegar a la presidencia de la potencia mundial.
Hillary Clinton es una mujer de fuste. Nacida en el seno de una familia poderosa, abogada brillante, inteligente y aguerrida, fue primera dama de un presidente, muy afecto a perseguir mujeres por toda la Casa Blanca. Pasó por el mal trago de varias infidelidades escandalosas y aún así, se las arregló -apretando los dientes, claro está- para salir adelante, con su familia unida y la sonrisa a flor de labio. ¿Qué habrá pasado puertas adentro de la familia Clinton? Nadie lo sabe, ni lo sabrá jamás. La casa está en orden desde entonces.
De resultar electa presidenta, sería la primera mujer que lo logra, en toda la historia de la democracia más longeva del mundo. Sería un cambio interesante, por su visión demócrata de las relaciones internacionales y por el toque femenino ¿más humano? que podría aportarle a la gestión.
Por el otro lado, Barack Hussein Obama. Por si no lo sabe, ninguno de esos nombres es inglés. Veamos: Barack (swahili), Hussein (árabe, ¿qué duda cabe?) y Obama (keniano). Para colmo, es brillante, entrador, negro e hijo de una mujer blanca y un africano. Su madre se divorció de su padre cuando él tenía dos años y tiempo después se casó con un natural de… Washington? No!!! Indonesia!!! País en el que vivió varios años.
Hoy -11 de Febrero- Obama se encuentra al tope de las posiciones con un discurso renovador, inteligente y esperanzador. El hombre conoce el paño de las denominadas “minorías”, las desigualdades que padecen y no les ofrece venganza, sino igualar las cosas en beneficio de toda la sociedad. Pavada de objetivo.
La llegada al poder de alguno de los dos, y en especial de Obama, constituiría un baldazo de agua fría a los escépticos y un martillazo a los cínicos. Sería la prueba irrefutable de que aún cuando la evolución toma años, siglos o milenios, la humanidad lennnntamennnnte se las arregla para mejorar.
Ya desde el vamos, uno de los dos libros de Obama que hacen furor en las librerías se titula The Audacity of Hope (La Audacia de tener- Esperanza) y muestra la fe inquebrantable de su autor en la Esperanza, pero no cualquier esperanza. A modo de epílogo de este artículo, una traducción aproximada de un párrafo crucial de su obra:
“Al final, de eso se trata la política. ¿Queremos una política de cinismo o de esperanza? John Kerry nos llama a la esperanza. John Edwards nos convoca a tener esperanza. Yo no estoy hablando del optimismo ciego propio del ignorante que piensa que el desempleo desaparecerá si no hablamos del tema, o que la crisis que tenemos en nuestro sistema de salud, mejorará por sí sola si la ignoramos. No. Me refiero a algo mucho más sustancial. Hablo de la esperanza que tenían los esclavos sentados junto al fogón, cantando canciones de libertad, la esperanza de los inmigrantes que partían desde costas lejanas, la esperanza del joven teniente que patrullaba el delta del Mekong, la esperanza del chico flaquito con nombre raro que cree que Estados Unidos tiene un lugar para él, también. Esperanza de cara a la dificultad. Esperanza de cara a la incertidumbre. En definitiva, la audacia de la esperanza”.
Los argentinos debiéramos concedernos la audacia de tener esperanza. |