¡Tráeme uno! -Gritó al otro lado de la ventana protegida con malla metálica-.
Ya había terminado la hora de visita y era la cantinela que le repetía después de las despedidas, durante la estancia y en el saludo. No se conformaba con ningún abanico, ni siquiera con el de las amapolas pintadas que tanto le había gustado siempre. Seguía insistiendo en el aire sin esfuerzo. No recordaba que una inhalación por la nariz lo llevó allí. Si la ventanilla del coche hubiera estado subida, aún seguiría en la calle y el abejorro en sus flores.
Que gran invento el aire acondicionado. Todavía recuerdo la cantidad de cadaveres acumulados en la luneta trasera cuando me daba por limpiar un poco el interior del coche. leante