La débil flama
hiere la ceguedad
del cuarto.
Dos velas,
dos columnas blancas
que blanden sus penachos
cual ojos ventilados
de un infierno loco.
Una en cada esquina
de la cabeza de mi cuaderno,
velándolo,
y no por muerto,
sino por la posición.
Yo frente a él,
a ellas,
con la imagen
en mis retinas incrustadas,
blanca alfombra
de un templo sagrado.
Renglón por renglón,
escalera mística
cubierta de alfombra,
por ellos penetro,
voy siendo parte
del misterio del poeta
y sus sueños.
Desesperadamente me explayo,
me confieso, expongo:
-¡Esos ojos negros,
esos ojos negros!-
-¡¿Serán ellos mi desierto,
mi inevitable calvario?!-
Siento ser
su esclavo.
Siento sentir,
cuando me miran
su fuego llano,
fuego que quema la inocencia
y me consume el alma.
Calor que me abraza e ilumina
más que las columnas
que blanden sus flamas,
las que velan
mi ataúd blanco.
Ataúd en el que enterrarán:
mi confesión
los ojos negros
y mi calvario.
Y este llanto
que dejo
como rezo utópico
del templo imaginario.
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