Escucho “Lee mi mente” del grupo de rock indie The Killers, a decir verdad nunca les había parado mucho hasta que la bendita pieza taladró mis tímpanos… “En la esquina de la calle principal intentando mantener la línea… / Realmente nunca renuncié a evadirme de esta ciudad de dos estrellas / Tengo la luz verde / Tengo una pequeña lucha interna / Voy a darle la vuelta a esto… / Es divertido como te vienes abajo esperando un gesto… / Las estrella arden como diamantes rebeldes cortados al sol / ¿Puedes leer mi mente?”. Sábado en la oficina. Traspasar con los ojos el cristal de la puerta resulta oceánicamente más entretenido que traspasar el monitor de la PC por las ventanas del messenger. Me fijo en lo que quiero del mismo modo en lo que no, y vaya que detallándolo bien el perro más malo del mundo no es tal, sólo que ese pedazo de belfo faltante a un lado de su hocico le da esa apariencia de . Los dientes van siempre al descubierto y las pantorrillas instintivamente se te contraen con nada más verle, pensando en el ataque, imaginando una endemoniada fiereza de tiburón hambriento, sabiéndote relativamente más débil. Ahí va, trotandito y babeando, no sé porque, pero pienso en Clint Eastwood metido en uno de esos spaghetti-western con una docena de balas dentro del pecho y aún con fuerza suficiente de preparar un cigarrillo y fumárselo antes del disparo que acabará con la revuelta. La mente y sus asociaciones sin lógica razonable aparente. El perro más malo del mundo (que no es tal) arrastra una bolsa de basura al medio de la calle, la rasga y comienza a hurgar. Es sábado, ya lo dije, apenas hay tráfico, pero hay. Un automóvil, indetenible como el hambre que corroe las tripas del pobre animal, más que una muy mala coincidencia es sinónimo funesto de un montón de vísceras -sin ser llenadas todavía- pintando de rojo el pavimento. Clint no encuentra sus fósforos, no se tiene más que a si mismo. La canción termina. ¿Puedes leer mi mente?