¿A quien le escribo? Me escribo, después casi me deletreo y por último ya se me queda el cuerpo en las palabras.
Creo que después de tanto dejarme me convenzo de que no quiero morir en mi del todo, y un poco de humildad de desplaza para ser mis palabras las que recaigan sobre otras bocas, otras miradas. Sin importarme donde lleguen, si ese lugar es cerca o es lejos, muy lejos. Si ese lugar habita en otro cuerpo, lo primero que pienso, o si ese lugar permanece maravillosamente por un instante en alguna retina cualquiera de cualquier parte de este mundo. Si causa lo que cause, pensamiento o malhumor, risa o disgusto, al fin…que cause nomás, ya es un desplazarse sí, ya es dejar de escribir para mi.
Es que sí, las palabras son puertas, puentes, siempre transportan, siempre dejan de ser ellas para ser alguna otra cosa. Dejan de ser solo un lugar común. Las palabras a veces pesan a veces son livianas, otras provocan, soplan, exhalan, otras solo murmuran, pero siempre duelen.
Quisiera escribir todo lo que en mi habita, pero he aquí el problema, las palabras también faltan.
Entonces allí el arte para el que sobre un color pueda crear mil colores, para el que sobre siete notas pueda crear infinitas combinaciones sin agotar nunca el instrumento.
Es entonces no solo el instrumento, como un charango o un arpa, es aquel que pueda lograr algo jamás oído. Por lo tanto no son las palabras las que me faltan cuando quiero escribir todo lo que en mi habita y no logro hacerlo… son las notas, los colores que me son indescifrables, las palabras que no actúan como puente de eso que en mi golpea porque aún yo no he aprendido a escribirlas. ¿Entonces a quién le escribo? Le escribo a mis palabras para aprender a tocar con ellas todo lo que habita dentro de mi arpa.
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