Primero, lo conocí por referencias. Me contaron que era un gato enorme, muy especial y con un carisma que comenzaba con su nombre, se entretejía entre ese pedacito de oreja mocha que lo distinguía, proseguía con esos ojazos encendidos que todo lo iluminaban y finalizaba en esa cola oronda que lo delataba a cada instante.
Pronto, le conocí y todas las descripciones quedaron cortas. Era, en efecto, un hermoso ejemplar, de líneas elegantes y andar airoso. Aprendí a quererlo con un cariño inconmensurable, lo tuve en mis brazos, pese a ser esquivo conmigo. Sus ámbitos eran esos rincones múltiples de su vivienda y su atalaya, cualquier ventana que le mostrara el paisaje circundante.
Era un gatito casero, sus incursiones en el patio, siempre terminaron abruptamente, asediado y derechamente agredido por la perra Laica, (ahora me explico la amplitud de pensamiento de ese padre tan católico que admite bajo su techo a una perra Laica), rescatado de sus fauces y recompuesto por las manos diligentes de su “madre”. Madre que hoy amaneció con una pena inmensa por ese “hijo” que ya no está.
El cielo amaneció gris este viernes, para solidarizar con los corazones de luto de todos los que amaban a Cuchufly. Por eso, por esas nubes desoladoras, por esas tibias lágrimas ofrendadas por el cielo, por toda la tristeza que revolotea sobre nosotros, no podremos ver a ese maravilloso gatito retozando en su nueva residencia, compuesta de nubes y cánticos alegres...
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