Estaba sentada en mi casa, sola, esperando, ¿que?, no se, solo se que todos los días la rutina era la misma; me sentaba en el voluminoso sillón que tapaba toda la luz proveniente de la ventana de atrás. Aunque hoy, mis hijos y nietos vendrían a la tarde a merendar. Los pequeños niños, que venían a visitar a la abuela, jugaban alrededor del gran sillón tirando todo por aquí y allá, pero la anciana seguía ahí, en él. ¿Qué visión podrían tener de mi?, una vieja jubilada, que no hacía nada, solo se quedaba sentada en el mismo lugar por horas, aburrida, dibujando miradas burlonas a los polvos que se sentaban a juguetear sobre el rayo de luz de atrás.
Nada emocionante sucedía en mi casa. Casi todos los días la puerta se abría y se cerraba, dejando pasar unas trece caras ilusionadas, esperando una rica torta de chocolate, pero se desesperanzaban al ver que la abuela solo había estado sentada en la butaca con embole. Y luego de unos cuarenta y cinco minutos la puerta se volvía a abrir y cerrar conteniendo un silencio abrumante.
Seguí así por horas, solo la sombra del gigante que cambiaba de posición con el pasar de las horas, me lograba quitar una sonrisa incrédula que me hacía vacilar un momento y pensar en que el tiempo pasaba verdaderamente, y que debía pararme y hacer algo por mí, hacer algo divertido; pero nuevamente caía en el aburrimiento.
Por primera vez, las piernas no me respondieron con mi impotente señal de pararme, y quedaron por un momento como rígidos fierros apoyadas en el suelo. Mi voluntad no fue capas de ablandar mis largos fierros, y esto produjo que cayera dormida en un sueño horriblemente hartante. Esos de los que queres despertar cuanto antes, pero aunque lo hagas volvían a aparecer como ratas tapando todo aquello que querías soñar, para poder dormir bien.
La puerta se golpeó, y me desperté sobresaltada, no podía distinguir si había sido una señal de que algún sujeto se encontraba detrás de esta esperando ser atendido o si era simplemente el viento que se había hecho notar. Decidí no hacer caso , y me dormí nuevamente bajo la leve luz que reflejaba la luna, y que llegaba como un hilo atravesando el sucio vidrio, que no se había lavado por meses.
Esta vez el sueño cambió, aparecía una señora de unos cuarenta años, de características similares a las de mi hija menor, María Elena; lo que produjo en mi un gran asombro, ya que ella se había fugado de mi casa a los veintitrés años por una agobiante discusión, la que termino con mi duras palabras prenunciándose algo así como “No te quiero ver más, vete de esta casa, y no vuelvas nunca”. Pero en este momento estaba pidiéndome perdón de rodillas, y me confesaba, que desde que me había dejado, no había logrado ser feliz, por lo que me rogaba la dejase entrar nuevamente en mi corazón y aceptara sus errores para que volviéramos a vivir juntas. Un escalofrío resbaló por mi cuerpo, y me despertó. Me levante con pocas ganas para cerrar la ventana, pero estaba cerrada, así que di media vuelta y volví al sillón, pero algo de este me llamó la atención, y me hizo pegar un salto. Opté por prender la luz, las telarañas rodeaban la perilla, la cual no la usaba hacía tiempo. Todos los días procuraba despertarme con el primer rayo de sol y acostarme con el último, y por eso nunca gastaba electricidad. Me gustaba ahorrar, pero esta vez era necesario. El incandilante foco atrapó el dormitorio, y me dejó descubrir un sitio mucho más acogedor. Analice detenidamente el sillón y me di cuenta que simplemente estaba pensando pavadas de nuevo. Así que decidí ir al viejo armatoste otra vez y seguir durmiendo, no había podido terminar aquel atrapante y misterioso sueño, así que apuré el paso hacia la parte de enfrente donde se encontraba la butaca.
Por un momento dudé en entrar nuevamente en ese maldito y embrujado asiento, pero pensé que era la única forma de que volviera a tener contacto con mi hija, y creí que era lo mejor. Cuando llegue al sitio, vacile un largo rato, simplemente no quería que el diablo me posea de vuelta, y quería disfrutar de la libertad, aquella vieja palabra a la que no saboreaba desde siglos. Que debía hacer, no quería caer en el embole, pero no quería arriesgarme a ser libre, le tenía, miedo a esa palabra, pensaba que podía chuparme y no soltarme jamas.
No lo pensé más, le di la espalda al sillón, y apoye lenta e inseguramente mi cola en él. Un frío recorrió mi cuerpo, y sentí como si unas cuerdas ataran mis piernas y brazos y no me dejaran escapar. Pero simplemente seguí durmiendo.
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