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Tendía su cabello largo y enmarañado sobre el colchón. Los ojos cerrados con delicadeza delataban una mirada interior profundizada, que al exterior se veía perdida en la habitación oscura y fría. La ventana cerrada, las celosías también. La puerta trancada con llave dejaba vislumbrar un haz horizontal de luz, que se escabullía entre el piso y el borde inferior de la puerta. De a poco se iba dibujando en su mente una serie de siluetas que en cada instante tomaban más y más lucidez. Se transformaban en una pequeña orquesta de violines, los cuales súbitamente apoyaron su arco en las cuerdas, y comenzaron a frotarlas. Primero una sutil melodía, que se apoyaba en el violín principal, pero luego, iba cobrando fuerza, y se volvía más penetrante. Los graves potenciados y dominantes arrasaban con la habitación; y después, repentinamente los agudos iban tomando el paso lento y angustioso, demarcando cada débil pensamiento de la muchacha. La música se escuchaba por todos lados, cada vez más fuerte, cada vez más sentimental. El traqueteo de los dedos en las cuerdas, el sonido de las cuerdas al ser frotadas por el arco, hacía cada vez más vívida la experiencia. Los minutos pasaban y la melodía tomaba ciertos virajes, pero seguía siempre con el mismo tono triste y melancólico que los agudos habían impuesto. El sonido se iba apagando, dejando paso a un silencio de unos dos segundos, que hasta parecieron eternos, para luego presenciar un débil solo del violín mas pequeño y con mayor fuerza que nunca levantar esa mirada caída y agruparse a los demás, llevando la mas estrepitosa pero hermosa música que haya escuchado. Cada nota estaba escogida de manera perfecta, todas enlazadas mostraban la exactitud de la composición. Ningún error, ninguna falla, era ideal, era soñada, era cada vez mas perfecta…era indescriptible. Pero todo acababa, y pasando a un allegro mucho más rápido comenzó a denotar la partida. Se veían más borrosos, perdían cada vez más su nitidez, y parecían fundirse en el oscuro fondo. Hasta que la última nota lo señaló, vibrando con fuerza, pero apagándose poco a poco terminó quedando la nada color negro.
Abrió los ojos. Miró absorta y hasta reconoció esa nada en su cuarto. La oscuridad que reinaba, pero además el silencio. Ni una palabra, ni un ruido…sencillamente nada. Ya no había más música, ya no le quedaba nada. Una angustiante sensación le recorrió el cuerpo. Esa falta de esperanza, la necesidad de encontrar otra música que la levantara y la empujara nuevamente fuera del cuarto hacia la realidad.
Convenciéndose lentamente que debía salir de su cuarto y encarar la rutina del día a día, miró la puerta, y al ver en su inferior la débil línea iluminada se sonrió y se levanto con velocidad. Una pausa de un segundo, y en seguida comenzó a tantear hasta hallar el interruptor de la luz. En el camino tropezó con una montaña de ropa usada en la tarde, que como siempre había sido arrojada al piso, sin el más mínimo afán de ser recogida hasta el otro día por su madre. Prendió la luz. El impacto que produjo la iluminación tan intensa sobre su retina, acostumbrada a la oscuridad, hizo que cerrara de golpe los párpados, para lentamente ir abriéndolos, acostumbrándose a la nueva claridad.
Se subió a la cama que estaba debajo de la ventana y abrió sus postigos. La luz del sol entró intensamente, dibujando zonas de mayor claridad en la puerta del ropero con el contornear de la reja de la ventana. De esta forma se equiparó la luminosidad de la lamparilla con la natural. Apagó la luz, y la diferencia fue mínima.
Apoyó su cuerpo un instante en la cama, miró a su lado, y vio un libro; el libro que le habían regalado anoche y que tanto quería leer. Lo tomó, y con el pulgar dejó deslizar cada hoja, una sucesión de letras irreconocibles pasaron por su vista por un lapso de dos segundos, hasta que se topo con la contratapa que marcaba el final. Todo tenía un final. Lo dejó y absorta leyó continuamente su título: “El arte de amar”, el arte de amar, amar es un arte, aprender a amar, el arte de amar, amar como un arte, arte y amor, amar, arte, amor, amo, yo amo, ¿amar es un arte?, ¿debo amar?.
El pasillo también estaba oscuro, colocó su mano en la pared del mismo y en una corridita juguetona comenzó a deslizarla, palpando cada irregularidad, la textura áspera y erizante de la cal. Pareciera que su mano se gastaba en tal rugosidad, y mirando hacia atrás, podía ver una senda grisácea marcada por la mugre de su mano. Se topó con el interruptor. Lo subió rápidamente. Repetido el proceso de acostumbramiento de su retina a la nueva luminosidad, descubrió cuan maravilloso podía ser encandilarse reiteradas veces, observando la leve ceguera que provocaba esa situación por un mínimo instante.
Una, dos, tres... treinta... cincuenta...mil...veces lo repitió. Cansada ya, y con sus ojos palpitantes ante tanta agresión se tiró al piso. Asomando cada una de las partes de su cuerpo, fue dejando deleitarse con el frío característico de la baldosa. Tomó la yema de su dedo índice, y apoyándola con fuerza, ejerció una presión un tanto particular, y comenzó a dibujar círculos concéntricos. Cada vez los hacía más y más fuerte. Observaba como su dedo se iba deshaciendo ante tal presión. Parecía plasticina como se iba aboyando por su extremo. No salía sangre, pero se podía comprobar claramente que su dedo iba tomando un color rojo violáceo y mostrando características un tanto similares a la conformación estructural interna de un dedo. A veces la fuerza era tan extrema, que hacía saltar pedazos de uña, o simplemente se desenroscaba la piel, formando largas cintas, como cuando se pela una manzana. Miró su dedo, ex-dedo, ya no estaba; en su lugar, una especie de cráter que en un aullido de dolor se montaba sobre la parte superior de la palma de su mano. Punzadas agudas que resultaban similares a clavarse millones de agujas en una misma superficie; un dolor intenso, incesante. Sacudió su cabeza, miró absorta, y enseguida se levantó.
Pronto, las llaves comenzaron a sonar en el cerrojo de la puerta de calle. Introducidas con sutileza, dieron dos giros con exactitud, y tras tomar el pestillo, la puerta se abrió dejando adentrar una ola de polvo que subidos en el tobogán luminoso, se deslizaron con rapidez hasta chocar contra el suelo.
¿Limpiaste tu cuarto?. ¡No!. ¿Hiciste la comida?. Tampoco. ¿Estudiaste hoy?... El silencio dominó el lugar. ¿Qué si estudiaste hoy?...No se escucho respuesta alguna. Pendeja de mierda podes contestarme de una vez ¡la concha de tu madre!. Seguía tumbada en el piso helado al que había caído de nuevo, sencillamente haciendo nada. La mirada denotaba esa nada, de nuevo la nada, una nada englobadora y encasilladora que la sumía en sencillamente nada.
Se escuchaba el sonido rotundo de cada portazo que ejecutaba su madre en un intento nefasto de encontrarla. Un estrepitoso abrir y cerrar de puertas, que la iba acercando cada vez más a la muchacha. Siendo omnisciente, puedo ver, como la madre parecía adentrarse en un horrible laberinto, interminable, agotador; cada puerta la metía en una detestante habitación cada vez más fea, cada vez más fría. De pronto leyó el cartel. Si, si... millones y más millones de normas, reglas, leyes, afirmaciones inviolables, oraciones que indicaban cada penalización, normas, pautas, procedimientos a seguir, y más normas, infinitas normas, cánones, órdenes, formalismos, millones de normas, lemas y hasta mandamientos, métodos, y modelos a seguir, sencillamente y solo normas. Eran miles y millones, y todas ellas se interponían en su relación con su hija. No le puedo pegar, no le puedo gritar, no la puedo matar, no puedo, no le puedo escarchar la cabeza contra el piso hasta que cada neurona deje de hacer sinapsis, no la puedo obligar, no la puedo matar…¡matar!. ¿Qué hago contigo?. Gritó. Pero el silencio seguía riendo del sufrimiento de su madre.
Tumbada en el piso que ahora conformaba la habitación de su cuarto, se deleitaba con la suave y tibia alfombra. Parecía girar a veces. Otras parecía dormirse. Nuevamente cerró los ojos, apretab sus párpados con fuerza, demasiada fuerza. Sentía como se deformaban, hasta que lentamente la imagen volvió; ahora era un piano. Un armatoste inmenso de una negro indomable, se centraba en una habitación hasta el momento intensamente oscura. Estaba ahí, en el medio, solo. Unas voces se escuchaban, como un murmullo, under your breath, le enseñó la profesora de inglés. Todo se mostraba igual hasta que por un extremo entró un hombre vestido de negro; traje de gala, similar a un pingüino. Se sentó en la butaca que ahora se ubicaba al lado del piano, y en un segundo el enfoque cambió hacia sus manos. Se veían reflejadas en la madera lustrada, y comenzando a saltar, agilizaban sus dedos, que uno a uno se apoyaban en cada una de las teclas. Era exquisito, armonioso. Uno de los saltos se mantuvo flotando unos instantes en el aire, dejando que una nota vibrara por segundos, y en el más inesperado momento cayó muerto develando un asqueante y estrepitoso sonar de cuerdas.
Se esfumó.
¡Ah! ¡me duele!. Gritó, viendo como su madre le arrancaba los cabellos con fuerza. Hija de mil putas, esta vez no me importa lo que la justicia pueda hacer conmigo.
La mano aferraba un puñado de unos tres centímetros de diámetro de pelo. La fuerza cada vez era más intensa, y el cuero cabelludo de la muchacha parecía desprenderse en gritos desesperados. ¡Soltame!. Poco a poco el cuerpo comenzó a arrastrarse por el piso, el impulso que dominaba el movimiento se veía disminuido al raspar con la alfombra. Expresión de furia que arrasaba con la cara de la señora, y el entrecejo fruncido marcaba infinidad de arrugas que mostraban los 50 años que curtían su estadía en sociedad, y la presión ejercida por sus manos se hacía más violenta, la desesperación, la represión interna que buscaba manifestarse ante tales acciones. La energía puesta por la madre comenzó a decrecer cuando la tirante piel de su muñeca se deshacía y aparentaba desligarse de la mano en una autonomía siempre anhelada. Y ahora ¿qué?, la prioridad y la fundamental importancia de la mano pasaban a cumplir un rol imprescindible en la muñeca. Holgadas polleras se cernían al viento. Pero ahora solo se sujetaban por las fuertes venas, y algunos débiles intentos de los ligamentos que ya parecían atenuados en tanta resistencia. Los ojos saltones se desorbitaban en el dolor y en la búsqueda de no perder el dominio. Los segundos eran eternos, los sufrimientos entrecruzados, el sentimiento de venganza. ¡Dejame!. Pero parecía que nadie la escuchara. ¡Andate!. Y la situación seguía sin ningún cambio. Optó la muchacha por cerrar los ojos, dejando que se sumiera en el dolor que su cuero cabelludo emanaba. Las manos nuevamente empezaron a brincar en el piano, esta vez con una melodía que se ensanchaba con el bullir de los dedos a través de las infinitas octavas. Atenuaban cansados su marcha, pero en seguida se excitaban con los sonidos y apuraban su música. Eran todos tan agudos y cortos que perforaban el oído en un chillido intolerable, taladro que se metía por el conducto auditivo externo de la oreja hasta toparse con el tímpano y comenzar a deshacer cada órgano, deleitándose con el martillo, y el caracol.
Pasó eso, la mano se deslindó de la muñeca, esa insoportable compañera; y en suspiro de alivio, contrastado a los alaridos de dolor que surgían de la madre, la muchacha intentó desprender la mano que aún sujetaba con fuerza su cabello. Al soltarse, la misma cayó al suelo y con un último movimiento de reflejo simpatizó a la niña, que la tomó por el pulgar y la subió a su hombro.
Gritos, gritos y más gritos, alaridos, aullidos, chillidos y quejas emanaban de la pobre mujer que se mantenía enroscada en la alfombra; desesperada se estremecía de dolor, aferrándose sin más a sus piernas y girando con locura. Rotaba hasta toparse una y otra vez con la montaña de ropa que nunca más juntaría, y en los movimientos de alocado sufrimiento asechaba una y otra vez a la hija, que atónita sentía el recuerdo de la violencia ejercida sobre su cabello en agudos pálpitos.
Entonces miró por última vez, y marcando la despedida dio media vuelta, cerrando tras de si la puerta que nunca más abriría.
Luego de varios pasos, comenzó a sentir un agradable goteo sobre su talón descalzo. Y mirando hacia abajo vio el rojo desgarrador que salía de la mano mantenida en su hombro. Que locura, que demencia. Pensó. Mi vieja me dejó su más útil herramienta. Y con cascola y cinta engomada la unió a su abdomen, para que nunca se separara de su recuerdo, para que el sentimiento de culpa la abrazara constantemente y no la dejara descansar en paz.
Abrió la última puerta y vislumbró enseguida la cama de plaza y media que se ubicaba en la esquina derecha de la habitación. Casi corriendo, y con el sentimiento de alivio agravado se echó en la misma, dejando colgar su dolido pelo, que más enredado se mostraba, y ahora presentaba gotas secas de sangre. Asomó sus párpados. Sin dudar, en su mente apareció el hombre pingüino, que mantenía sus manos tensas apoyadas en cada blanca tecla. Sacudió su cabeza, y repentinamente abrió los ojos, como asustada del réquiem que ahora temía compusiera un hombre cual ese. Contemplaba el cuarto con dulzura; sus ojos se movían de un lado a otro, pasando por cada ángulo y reproduciendo esa idea en su cerebro. Los rayos de luz, llegaban al ojo con similar ángulo, y se cruzaban en el cristalino para reflejarse invertidos en la retina, formando la imagen que luego en su cerebro sería puesta en la posición natural, o eso era lo que creía como natural. Tanto estudio para el odioso examen de biología, la había capacitado para cualquier afirmación acerca de la anatomía y fisiología del cuerpo humano. Inútil. Por un segundo creyó haberse olvidado de la horrible situación, pero ya comenzaban las ideas a reptar por su mente, arrastrando el abdomen y erosionando su pequeño cerebro.
Se durmió.
¿Estás despierta?...che, ¿me escuchas?...¿Estás despierta?. Se oía decir a una voz, luego de tres horas dormida. Desentendida frunció el entrecejo antes de asomar la primer mirada. Con un bostezo y refregando sus manos por los ojos, fue abriendolos con sutileza. Tardó algún momento en acostumbrarse y fijar la mirada en la figura que sonreía frente a su cara. Me dormí, no me di cuenta. Se anticipó a responder antes que la pregunta sea nuevamente formulada. Te traje el libro, ¿lo viste?. Sí, claro, si me lo diste vos ayer. Es verdad, no me acordaba, y… ¿Lo leíste?. Pero, ¿Qué hora es?, ¿cómo pretendes que lea un libro en tan poco tiempo?. Es verdad, que tontas preguntas. Rió la otra persona y se levanto de inmediato, para luego dando dos pasos cerrar la puerta con suavidad.
Suspiro, mirada absorta, y sacudida de cabeza, ya se estaba convirtiendo en un tic. ¿Venís a desayunar?. Ahí voy. Miró pronto su rostro en el espejo, y en un grito disfónico demostró su asombro. La cara curtida, raspada y avejentada. Se extrañó ante la diferencia que se presentaba en su aspecto, pero sin mucho más que hacer, ni que decir, se encaminó a la cocina.
El clima se había vuelto espeso, y la transparencia característica del aire parecía inmergirse en un tono rojizo medio violáceo. Miró la mano, y el abdomen; en la primera seguía teniendo un cráter pero ahora cicatrizado, cicatriz que parecía agrandarse con el tiempo, la falta de su dedo índice le había provocado unas cuantas complicaciones en el manejo de ciertos instrumentos; por otro lado, en el abdomen, seguía colgando la mano de su madre, pero cada vez estaba más floja, así que tomando la cinta que se hallaba dispuesta en el pulgar de su nueva tercera mano, colocó vueltas y vueltas de la misma. Algunas abarcaban toda su espalda, pero otras sencillamente giraban en torno a la parte inferior de la palma.
Acá tenes la leche. Le comentó la voz. Y en una corridita, mientras saltaba y golpeaba con cada palma las paredes del estrecho pasillo, se apuró a alcanzar la cocina para tomar de un sorbo toda la bebida.





















Todo terminaba en algún momento, pero esta vez cerró los ojos y al fin podía escuchar la música eternamente.

¿Mamá la escuchas?...

Texto agregado el 07-03-2008, y leído por 75 visitantes. (0 votos)


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