Todavía estaba sufriendo el crudo invierno, cuando los dioses tuvieron el detalle de regalarme una hermosa tarde con destellos de sol plateado y un silencio que se me hacía incluso sospechoso.
Decidí pasearme por la parte antigua de la ciudad, por las calles adoquinadas y serpenteantes que antaño diseñaron nuestros antepasados mozárabes.
El silencio resultó ser fruto de un oportuno combate futbolístico que alejaba por un rato a los bárbaros de las frescas aceras de "la medina".
Parada estaba ante el escaparate de una libreria de lance, fascinada por el polvo milenario que acumulaban los libros tras un cristal no menos polvoriento y ante la imagen difuminada de un hombrecillo que trasegaba, con lentitud, al otro lado del cristal, entre libros amarilleados por el tiempo y que sin duda contenían todo el saber que en otra época fué posible acumular.
El viejo andaba sigiloso, como no queriendo alterar el sueño del conocimiento.
Así estaba yo, metida en una escena en blanco y negro, cuando el sonido estridente de una conversación crispada, vino a romper mi encantamiento.
Dos mujeres, amarilleadas por un tiempo diferente al de los libros, feas, con esa fealdad que se acumula en lo rancio, con la horrible crispacion de la intolerancia y con la falta de brillo que evidencia una vida insulsa, carente de placer y con la rabia agresiva que sólo transportan aquellos que le niegan a su existencia la dulzura del sexo.
La conversación, si así se le puede llamar al parloteo de dos cotorras descoloridas, tuvo el poder de trasladarme a las puertas del infierno.
Apagó la luminosidad de la tarde y alumbró los pasadizos tenebrosos que conducen a la desolación.
Yo, que estaba de puntillas por no alterar la magia del atardecer, casi me caigo.
De haber habido un precipicio, me tiro.
Hablaban sin decir nada.
Conversaban sin escuchar.
Para mi desgracia, que luego se convirtió en gracia, se demoraron en el chaflán.
Y fué así que pude escuchar.
Y ante lo que oí, me vi obligada también a mirar.Y ví, aterrada, a dos dinosaurias antidiluvianas.
Una era un esperpento sarmentoso, con labios groseramente pintados de fucsia, con un traje de chaqueta corroido por humedades antiguas y planchados abundantes.
Se calzaba con botas de lluvia, por si acaso.
Gesticulaba, y sus uñas descascarilladas lucían también de fucsia, pero de intensidad diferente...
La otra señora miraba el borde descosido de su gabardina militar, y asentía, con cara de picoleto condescendiente.
Y la palabrería que intercambiaban hacía referencia a una nueva vecina que acababa de mudarse al bloque de la gesticulante.
Decía estar escandalizada por aquella intrusa desconocida.
No era viuda, como ellas, ni decente.
Soltera.Y no vestidora de santos.
Recibía....hombres
Y así, anatemizando a la mujer diferente, se sintieron mejor con ellas mismas.
Se despidieron con aparente simpatía, pero cualquier observador no descuidado
pudo darse cuenta de que se odiaban la una a la otra, de manera poco razonable y que, además, cada una de ellas odiaba su existencia.
Fué un espectáculo lamentable, que me hundió en la melancolía.
Quise entrar en la librería polvorienta y abrazar al señor enjuto y grisáceo, y pedirle que me transportara a los tiempos de Justiniano...
De regreso a mi casa me crucé con una mujer espléndida, hermosa y contundente.
Sin saber el motivo, sentí rabia.
El contraste me dolió
Lo hermoso y lo abyecto,
Lo bonito y lo feo.
Lo que soy y lo que podría ser.
Me fuí a buscar en el diccionario el contenido de la diferencia.
|