Caballero hospitaller
La ambulancia llegó muy temprano y se metió por el portón que Jano sostenía, mirando con curiosidad por debajo de sus cejas tupidas. La enfermera de turno atravesó el pasillo, diligente, evitando pensar en lo que había sucedido el viernes. La puerta de la camioneta se abrió y un enfermero de blanco bajó para ayudar a descender a Ulises. El joven alzó los ojos, recorriendo con extrañeza el edificio que tenía casi pegado a sus narices, pero lo metieron adentro antes de que pudiera admirar su apariencia reluciente. Mientras la enfermera charlaba animadamente con los de la ambulancia, Spitta vino para conducirlo hasta su habitación.
–¡Carlos! Estoy en Santa Rita –exclamó el joven con alivio. Se veía más delgado y pálido, una sonrisa iluminando su rostro cenizo–. ¿No me recuerdas?
Spitta ya lo había perdonado por el ataque, eran cosas del oficio, pero se mostraba frío y callado cuando siempre lo había tratado con cariño. El joven lo notó, pero no recordaba nada de lo que había hecho en esos momentos y le afectó su indiferencia.
Clara también debería regresar ese día a la clínica, según Lina escuchó decir a la doctora Llorente, y se lo preguntó a Teresa cuando iba a desayunar. Después de sermonearla por las ojeras que tenía, le contó lo que había escuchado de los doctores: Clara había tenido una repentina mejora de sus síntomas y su familia, que pertenecían a un grupo muy católico, la iban a aceptar de vuelta. Como ya no decía tener otra personalidad, sus padres creían que ya no estaba poseída por el demonio y podía entrar en su casa.
–¿Y Clara quiere vivir con esa gente? –musitó Lina pensativa.
–Es su familia –afirmó Teresa con severidad, y cuando se alejaba agregó–, y al menos no va a tener que estar encerrada acá.
Liliana Dexler y Valeria Fassano, que estaban atareadas en la administración, sobrepasadas por la falta de Miura, se estaban preguntando qué novedades irían a tener esta semana. Esta vez no iban a recibir la visita de un fantasma o un maniático, sino de alguien muy interesante. Al menos eso pensó la más joven al ver aparecer una cabeza de hombre con ojos atractivos y piel bronceada, sobresaliendo de una impecable camisa blanca. Como si levitara hacia él, Valeria acudió a atenderlo.
Vignac sonrió y esperó que ella hablara.
–¿En qué puedo servirlo? –moduló la joven, arreglándose el cabello sin darse cuenta.
–¿El doctor Massei, por favor?
Valeria barrió los ojos por el escritorio como si lo buscara allí y alzando de nuevo la mirada, respondió con una sonrisa:
–Llega en unos minutos. ¿Señor...?
Vignac le tendió su tarjeta y le dijo que lo iba a esperar, que se trataba de un asunto personal.
Liliana levantó los ojos por encima de sus lentes, porque aunque seguía sentada en su escritorio, por la puerta abierta presenció el diálogo. El eco de la voz que le llegó le informó que se trataba de un extranjero, y su aspecto tenía algo exótico, fuera por lo extraño de ver un hombre maduro tan bien conservado, elegante, y atlético.
Lucas cruzó la puerta en ese momento, listo para saludar y seguir de largo, pero se paró en seco al enfrentarse con el amigo de su primo. Había olvidado por completo su existencia. Es más, al otro día de la cena ya se preguntaba por qué había sido tan amigable con ese hombre, que no le caía del todo bien. Vignac le estrechó la mano, observando con atención su rostro magullado. Massei tenía el labio hinchado y un corte en la esquina del ojo izquierdo. Estaba mejor que el viernes, con media cara inflamada por los golpes.
–¡Vaya! ¿Qué le ha pasado?
Massei le hizo un gesto y el otro lo siguió. Se sentaron en su consultorio.
–No quería molestarlo, Massei. No quería llegar en un mal momento. Aunque he estado muy absorbido por mis conferencias en la Universidad, pude enterarme por los del hotel, al preguntarles cómo llegar, que han tenido momentos de preocupación en los últimos días.
–Sí... –Lucas asintió vagamente, apreciando la delicadeza de Vignac. Lo observó con expresión neutral mientras este le pedía revisar sus instalaciones, de ser posible, para una investigación que estaba llevando a cabo–. ¿Desea visitar la clínica? Pensé que su área estaba muy alejada de la medicina...
–Estoy pensando en escribir un libro, una historia sobre las distintas clases de asilos desde la Europa medieval a nuestro tiempo, y esta clínica parece un excelente ejemplo del concepto moderno de la medicina, según me han comentado.
Lucas comenzó a sonrojarse. Iba a ceder, pero en el último momento dijo:
–Bien, en un principio era la idea... pero por la burocracia, hemos terminado en un sistema muy parecido a cualquier otro sanatorio. Mantenemos el ideal, sin embargo. Sr. Vignac, me encantaría complacerlo pero antes necesitaríamos permiso de la directiva.
–Está bien –asintió Vignac, sonriendo para ocultar su decepción–. Supongo que no me puede entrar de contrabando.
Teresa asomó por la puerta y al ver que estaba acompañado, se retiró. Disculpándose, Lucas fue a ver qué necesitaba. Valeria entró con una bandeja y dos cafés. Mientras acomodaba el escritorio para hacer lugar, la joven notó que el hombre la estaba mirando y en su nerviosismo, volcó el azúcar.
–No importa, lo tomo negro –la disculpó Vignac, tomando su mano entre las suyas–. Parece muy nerviosa.
–¿Sí? –preguntó Valeria, y rápidamente agregó, con preocupación–. Sí, claro. Nos cuesta un poco recuperar la calma después de... pasaron cosas raras. No debería decir esto.
Vignac la soltó y sacó una cadenita que llevaba en el bolsillo del pantalón. La desenrolló ante sus ojos y la joven miró extasiada el brillante dije de cuarzo.
–Esta piedra la usaban las antiguas hechiceras. Percibe si hay malas vibraciones y la puede proteger –explicó Vignac, dejando que la cadena de oro se balanceara entre sus dedos, y luego de un minuto en que ella la estuvo contemplando fijamente, le aseguró–. No se preocupe, ahora no hay peligro. Tómela.
–¿Qué? ¿Puedo quedármela? –tartamudeó Valeria, sosteniendo la cadenita sin animarse a aceptarla.
–Sí, por favor, no me haga insistir –agregó él en voz baja, sintiendo los pasos de Massei.
La joven salió sonriente. Una vez solo, Vignac giró el anillo que llevaba en el dedo mayor izquierdo y miró el trozo ovalado de azabache, jaspeado como un ojo de gato. Lo del cuarzo sólo podían creerlo los tontos del new age, esta era la verdadera piedra de hechicería. En presencia de cierta energía, las vetas doradas refulgían en la piedra negra.
–Lo siento –Lucas interrumpió sus pensamientos, al entrar–. ¿Le parece bien la semana que viene? No sé si piensa quedarse tanto en la ciudad, pero acabo de consultar con el director y me ha pedido que deje pasar una semana. No queremos que los internos se alboroten, ya han tenido muchas emociones.
Vignac aceptó. Estaba parado sobre un centro de gran poder y eso valía la pena. Mientras, aprovecharía la semana para concentrarse en lo que había venido buscando. Además, al pasar por la recepción y saludar a la joven, se dio cuenta de que había otras formas de investigar la clínica.
Al mediodía se reunió la junta médica en el consultorio de Avakian, y Lucas se fijó que en el orden del día debían revaluar el caso de Carolina Chabaneix, pasado un mes de su entrada. Ojeó las notas que le había dejado su suplente, pero parecía referirse a otra persona, no a la Lina que él conocía. Silvia Llorente estaba diciendo que la evolución de su depresión era muy buena, y no se había observado que fuera un peligro para sí misma u otros. Aníbal se enfrascó en una discusión por su fatiga con Fernando, uno argumentaba que no tenía ninguna enfermedad, que eran ideas de ella, y el otro que no se trataba de algo psicológico y debería tener más cuidado al examinar a los pacientes. El terapeuta ocupacional se quejó de que las enfermeras debían alentar a la paciente a que participara porque permanecía apartada de los demás, y Aníbal terminó cuestionando el diagnóstico de Silvia.
–Bueno, que el doctor Massei, que no la entrevistó pero la ha visto todos estos días, nos de su opinión objetiva –intervino la psiquiatra.
Lucas alzó la cabeza sorprendido cuando percibió que todos esperaban su respuesta. Sonrió, tranquilo, mientras repasaba a toda velocidad en su cabeza qué podía sugerir.
–Creo que todos están de acuerdo en que su salud mental es excelente –declaró, y agregó en voz baja–, a pesar de su delirio.
Aníbal se rascó la cabeza y Llorente hundió la nariz en sus apuntes, mientras Fernando le clavaba una mirada pasmosa que Lucas sostuvo con tranquilidad. Los dos psicólogos cuchichearon entre ellos.
–Has dado en el punto –murmuró Tasse, mesándose la cara–. Lina es prudente, nunca habla de aquello que la puede calificar de loca.
–Es encantadora y te hace olvidar que es una paciente, te hace creer que está perfectamente cuerda –concordó Aníbal, levantándose de su asiento, caminó hasta Lucas–. Pero por eso vino aquí, para que la ayudemos con sus ideas equivocadas. Yo, con el permiso de Silvia, sugiero que Massei que parece tener la cabeza clara, se encargue de su caso desde ahora, y trate de adivinar qué hace surgir esa parte de su personalidad que no nos quiere mostrar.
Lucas protestó, porque eso no le iba a gustar a Lina. Además, parecía que lo estaban enviando en una misión secreta.
Al rato, Lina estaba sentada a lo indio en un sillón del salón comunal, perdida en sus pensamientos mientras a su alrededor los otros charlaban, caminaban, se movían, uno pasaba corriendo. La profesora de tai chi venía reclutando gente para practicar afuera, pero ella declinó porque le dolía la cabeza. Su instinto le alertaba que ese día era crucial para su sobrevivencia. Desde que despertó había tenido la sensación de que iba a encontrarse con algo o alguien de su pasado, y esa idea había dado lugar a una añoranza por la clínica que se había vuelto su refugio. Se imaginó que algún día tendría que marcharse y todavía no estaba lista.
Teresa la vio cabizbaja y solitaria y chequeó en su libro. Preocupada, le preguntó si se sentía bien. Lina no le respondió. Recién al ponerle una mano sobre el hombro reaccionó:
–Lina, ¿quieres hablar con alguien? –preguntó Teresa al ver su rostro sombrío–. ¿Con Tasse? Todavía no se fue.
Ella asintió, irguiéndose. Le podía preguntar al confiado Tasse qué iba a pasarle.
En camino al consultorio se cruzó con Ulises, quien venía escoltado por Carlos.
Al verla, el joven la reconoció y se detuvo, mirándola fijamente. Lina hizo una pausa, esperando que pasaran, pero Ulises seguía en suspenso. Ella frunció el ceño.
–¡Ahora recuerdo! ¡Tú...! –exclamó él con voz temblorosa, al tiempo que cambiaba su expresión atenta a una de temor.
Su mente era un caos de imágenes borrosas y susurros, teñidos de una sensación extraña como si fueran recuerdos ajenos, que no le pertenecieran. Entre toda esa confusión, veía dos cosas con claridad: que todo comenzó al soñar con una masa oscura y pavorosa que le daba escalofríos, y que había visto a Lina, y en ese momento ella le había dado miedo, porque era capaz de detener las tinieblas. Ahora comenzó a temblar sin control, sin sentir siquiera que Carlos le apretaba el brazo para hacerlo reaccionar.
De pronto, Ulises se lanzó hacia la mujer y la aferró por los hombros, aplastándola contra una pared del corredor. Lina se sobresaltó: ¿qué le pasaba? ¿por qué la atacaba?
–¡Tú sabes! –gritó él, desesperado–. ¡Tú sabes!
–Disculpa, Lina –murmuró el enfermero, sacándoselo de encima a la fuerza.
Carlos lo aferró del cuello con el brazo izquierdo y le clavó una aguja rápidamente. Sus gritos cesaron de inmediato y cayó, lánguido, en brazos del enfermero. Lina seguía pegada contra el muro, fascinada por los ojos acusadores y atormentados del joven.
La mansión
Vignac decidió aprovechar la tarde para continuar con su búsqueda, y preparar su siguiente paso a fin de entrar en la clínica. Había venido desde Europa siguiendo los rastros del asesino de su hermano, pero luego de pisar esa ciudad, todos los rastros se desvanecían en un solo lugar. Fue a esa dirección, donde toda pista de la existencia de esa persona desaparecía en un misterio.
Su coche alquilado se detuvo en un camino asfaltado, frente a la entrada de un terreno enorme, casi vacío. Estaba rodeado de baldíos, fincas abandonadas de una época de esplendor, fábricas que ya no funcionaban o eran utilizadas sólo en parte. La residencia principal se divisaba a lo lejos, un palacete encolumnado, solitario en la cima de una loma, separado de la calle por cien metros de camino de tierra comido por el pasto. La verja que marcaba el fin de la propiedad estaba herrumbrada y faltaba en muchas partes, donde había caído junto con el muro de ladrillos; en algunos sitios se acumulaba basura y restos de fogones como si hubiera sido utilizado por vagos y ladrones. Luego de empujar el portón de madera, Vignac volvió a subir al auto y condujo hacia la casa.
Siglo y medio antes había pertenecido al dueño de una fábrica que aún se podía ver a la derecha, con su chimenea de ladrillos desdentada; más tarde, tras su quiebra, el terreno había sido fraccionado y vendido. Al acercarse se veía que a la mansión le faltaban ventanas. El viento y los elementos surcaban alegremente sus paredes, las que habían quedado después de una conflagración que tiznó los muros y arrasó con el techo. La última esperanza de Vignac se esfumó al comprobar el estado de la casa. Incluso entró, a riesgo de que una viga se le cayera encima, y anduvo entre los escombros, la mugre y las ratas que poblaban el primer piso, revisando que no hubiera quedado ni un sótano habitable.
Salió frustrado, con las manos vacías a no ser por el polvo que le quedó pegado en la ropa.
–Tarant... –murmuró, entrecerrando los ojos para echar un vistazo alrededor– siempre te escurres como arena entre los dedos, criatura infernal.
Antes de llegar había visto un almacén a medio quilómetro; ahora se dirigió hacia allí. Entró en un salón en penumbras surtido con todo; la dueña, una señora gorda y fea, sentada enfrente del mostrador, miraba la tele enganchada del techo. Le preguntó qué quería sin levantarse y, tras hacer una pausa y elegir un paquete de cigarrillos, Vignac comenzó a averiguar sobre la finca quemada. La señora se había desplazado rápidamente a la caja registradora, pero al escuchar su pregunta comenzó a moverse lentamente, encantada de poder charlar un rato con el cliente.
–Ah, sí... Recuerdo que hace como diez años, mi marido trabajaba en la barraca de al lado, se dijo que la habían comprado gente rica del extranjero, europeos que la iban a arreglar, convertir en un hotel o algo así. Ahora me parece un poco raro ¿no? ¿Quién iba a poner un hotel acá? –relató mientras lo estudiaba, todavía con el cambio en la mano, y gesticulaba con cierta reserva–. Bueno. Eso quedó en nada. Pero vinieron, sí, una familia creo... Al menos yo vi a un par de señores que estuvieron recorriendo cada rincón del terreno, con pinta de abogados, supongo. Después se decía que vivía gente, porque se veía un auto que entraba y salía de vez en cuando y había luz de noche. Supongo que serían un par de ancianos que heredaron el lugar o algo así...
–¿Una pareja? ¿ancianos? –inquirió Vignac, guardando los cigarrillos tras sacar uno.
–No sé... Se decía que eran viejos porque nunca salían de la casa, el auto lo manejaba una mujer joven pero no creo que viviera allí. Después cada vez se supo menos, la gente se olvidó hasta de que existían y se habrán ido muriendo, porque hace cosa de un año hubo este incendio. Los bomberos dijeron que algún vagabundo se había metido, hizo fuego y prendió todo. Y no había nadie, nadie reclamó... Nadie venía a la casa hace años.
–Gracias, quédese con el cambio –replicó Vignac, cuando la señora le tendió el dinero.
Mientras conducía de vuelta a su hotel a toda velocidad sentía el viento en su cara con una confusión de emociones. No sabía si sentirse aliviado porque probablemente estuvieran muertos, o desconfiar de su supuesta desaparición. Tenía que asegurarse, tenía que comprobarlo con sus propios ojos.
Valeria recibió de un mensajero un sobre grande. Leyó el remitente y sonrió. Al abrirlo, se encontró con otros dos sobres pequeños, impresos en colores y membretados, uno dirigido a Massei y otro para ella. Junto a las cartas cayó una pequeña tarjeta blanca. Vignac les había enviado una invitación para su charla en el museo Goya, escribiéndole a la joven que por favor asistiera. Habré causado tan buena impresión esta mañana que me envía esta atención... pensó Valeria mientras acomodaba de nuevo los papeles y ponía la tarjeta del doctor en la bandeja del correo.
–Es mejor que saques la cabeza de las nubes –la regañó Dexler al pasar por su lado, malhumorada por las constantes llamadas de periodistas, del ministerio, de otras clínicas, chacales que pretendían lamentar lo sucedido–. Presta atención, no te vayas de lengua con nadie, por favor. Yo le llevaré esto a Lucas.
Massei estaba en su consultorio, aprontándose para salir.
–No me digas que me necesitas ahora, Liliana, tengo que pasar urgente por el hospital –se escudó al verla entrar.
La mujer sonrió, despejando la borrasca de su frente, y le entregó su correo.
–Al contrario, sólo quería decirte que no te preocupes, nuestra reputación está mejor que nunca. Que Julia haya sido salvada parece haber tapado que en el mismo día murió un enfermero, y como el asesino no es un paciente de la clínica no nos afecta tanto.
–Sí, pero era un trabajador nuestro, que es peor. Y además, sigue suelto. Julia está aterrada, no puede salir de su casa y la policía la vigila veinticuatro horas, pero eso no la ayuda.
–Yo iré a verla, para mostrar nuestro apoyo –sugirió Liliana y de inmediato se corrigió, pues en ese momento se le ocurrió que Lucas, que la había salvado y estaba libre hacía tiempo, podía tener un interés más profundo en su bienestar que ella–, a no ser que tú mismo quieras hacerlo...
–No –replicó él con indiferencia–, sólo le transmitiría mi preocupación.
Liliana era una mujer de blanco y negro, así que cuando le decían no significaba no. Después de ese momento nunca más se cruzó en su cabeza que esos dos podían llegar a algo. Sin embargo, se quedó pensando en el desasosiego de Lucas, en quien veía todavía al muchacho que conoció con quince años, y decidió comunicarse con sus tías, para que lo invitaran a cenar y le dieran el apoyo que sólo podía brindarle un ser querido.
Pero antes de que Antonieta y Elena se comunicaran con él, previa discusión entre ellas sobre lo más adecuado para una cena, mandar a la sirvienta a que revisara su despensa, y consultar con el jardinero si el tiempo era bueno para que su sobrino manejara de noche, ya su primo se había adelantado a invitarlo, hablando directamente a su celular. A Lucas le extrañó su sensibilidad, que se interesara por su estado mental tanto como para proponerle salir a olvidar las penas, casi tanto como le horrorizó a sus tías saber que esa oveja negra se iba a llevar a su sobrino perfecto a quien sabe qué antro.
–No me he vuelto cariñoso... –había explicado Jonás al manifestar Lucas su sorpresa–. Pero unos tipos me comentaron hoy, qué espanto lo que está sucediendo que ni un sanatorio es un lugar seguro, a lo que yo respondí que mi primo era el director de la clínica y que mejor se callaran. Ahí se me ocurrió que necesitarías una buena distracción si tenías que enfrentarte con estúpidos como esos todo el día. Si aceptas seguirme en el camino del mal, conozco formas de hacerte perder la noción...
Lucas rió y aceptó seguirlo en el camino de la perdición, por un tramo.
–Pero yo no soy el director de Santa Rita –corrigió después.
–Lucas, mi primo no puede ser un simple empleado –replicó Jonás con aire altivo, cortando la comunicación.
La noche arrancó a las once en un bar estilo japonés, con sushi, cerveza importada, whisky y provocativas colegialas que cantaban karaoke. Lucas se contagió del buen humor que desprendían los clientes, pero la música y luces terminaron por darle un dolor de cabeza. A una seña de su primo, la anfitriona los llevó a un reservado donde les dieron masajes. El aire tibio y el incienso, además de las manos expertas, relajaron por completo a Lucas, en cambio Jonás parecía más energético que antes. Refrescado, arrastró a su primo hacia el auto y le prometió:
–Se ve que las delicias orientales no son tu estilo, si esa chinita te duerme. Te voy a llevar a un lugar con más clase que te va a gustar.
Su lugar de más clase era un cabaret sacado de los años cincuenta, ubicado en el sótano de un gran edificio en el barrio financiero, que a esa hora de la madrugada estaba silencioso y apagado como el cementerio. Bajando unas amplias escaleras, alfombradas con terciopelo rojo, se llegaba a un piso de baile en penumbras, sepultado en humo. Cuando sus ojos se acostumbraron a las luces color ámbar, Lucas distinguió una barra de bronce brillante y neón azul que abrazaba la pared izquierda, unas mesitas desperdigadas frente a un pequeño escenario ocupado por una banda de jazz, y a la derecha cinco escalones conducían a una plataforma con mesas.
La camarera saludó a Jonás con un beso y los llevó a su reservado, en el centro de la parte alta. Los dos hombres se sentaron en cómodos sillones en torno a la mesa redonda iluminada por una coqueta veladora, despertando una curiosidad momentánea entre los presentes. Jonás saludó hacia un par de mesas con un gesto de la cabeza y sus ocupantes volvieron de inmediato su atención a la música o su charla privada. Lucas contempló el lugar, complacido, y se sumió en el ambiente sedante y provocativo del cabaret. La música se escurría en sus oídos, las camareras se deslizaban en el momento perfecto y traían las bebidas en un segundo. Aunque le agradaba, le pareció que era un sitio demasiado decente para su primo.
La pared junto a su mesa estaba adornada con fotos antiguas y recortes de periódicos, retratos de visitantes famosos y grupos de clientes selectos. De pronto un rostro captó su atención. Jonás notó que estaba mirando fijamente una foto bastante reciente de un show en el mismo escenario que tenían enfrente.
–¡Ah... –exclamó, devolviendo a su primo a la realidad–, lástima que no puedas verla esta noche! No sólo era hermosa, y esa foto no le hace justicia, tenía una forma de moverse sobre el escenario, de cantar...
–¿La conoces? –se interesó Lucas.
–¡Claro! Es Rina. Durante mucho tiempo actuó un par de veces a la semana en este lugar, y tenía a unos cuantos a sus pies –relató Jonás con entusiasmo–. Tenías que haber visto su actuación...
Las luces se encendían una a una en el escenario sumido en la oscuridad y entre la niebla espesa que cubría el suelo, Rina parecía deslizarse, vestida con esos ceñidos atuendos femeninos que sólo se ven en las películas de Holiwood, el micrófono en la mano, marcando con sus largos dedos el compás que la banda hacía sonar a su espalda, dominando todas las miradas. Comenzaba a cantar suavemente y su voz atraía y excitaba al más indolente, como una flauta encantando a una serpiente.
–Nunca te había oído hablar así de una mujer –murmuró Lucas, asombrado.
Jonás se tiró de nuevo sobre el respaldo del asiento y exclamó con alivio:
–Bueno, por suerte renunció... Si esa mujer me hacía una señal, le entregaba la empresa llaves en mano y te hubieras quedado sin tu porcentaje. ¿Qué te hubiera parecido tener una mujer así como prima? Por cierto que sus costumbres te hubieran espantado y hubieras salido corriendo en busca de una iglesia. Aunque tal vez has visto cosas peores con tus pacientes.
Luego suspiró.
–No sé por qué me imaginas como un mojigato. Entonces, ¿Uds. eran...
–No, sólo la veía aquí. Pero ¿ves esos muchachos con pinta de niños ricos de la mesa al lado del escenario? –comentó Jonás, acercándose confidencialmente–. Una vez, me contaron una historia que me derritió la cabeza...
También a Lucas se le pusieron los pelos de punta y tragó en seco al escuchar su relato. Terminaron la botella de whisky de un trago. Unos conocidos de Jonás se sentaron con ellos y se unieron a la conversación. Todos ellos podían tener a la mujer que quisieran, le dijeron, modelos, actrices, mucho más hermosas que ella. Pero ninguna, ni la prostituta más viciosa, podía ser tan desenvuelta o impúdica como Rina.
No podía ser la misma mujer que él conocía, de trato gélido, se dijo Lucas.
–Ese de la barra es su manager, Iván –señaló uno de los recién llegados.
Lucas observó a un hombre delgado, de edad indefinida, con una mata de rulos pelirrojos en la cabeza y una barba candado descolorida. Estaba bebiendo vodka y hablaba animadamente con un músico negro.
–¿Quieres que lo llamemos y le preguntemos dónde está Rina? –lo azuzó su primo–. Si tu paladar estás listo para probar esta clase de bocado, te recomiendo que empieces por lo mejor...
–No es necesario, primo –Lucas detuvo su brazo pero la camarera ya se estaba acercando, y en lugar del pelirrojo pidió otra botella.
Los amigos de Jonás se fueron, reemplazados por dos jovencitas rubias que ambos conocían, hijas de un millonario venido a menos, siempre a la caza de hombres con status o dinero, y justo allí tenían a un doctor y a un ejecutivo. Con las marcas de héroe que tenía en su rostro, Lucas se ganó toda su atención. Los cuatro entraron a un saloncito más íntimo, se acomodaron entre almohadones con las chicas en sus brazos y se relajaron con narghiles perfumados. Jonás olvidó pronto su tema de conversación anterior, pero su primo no podía sacar la imagen de Lina de su cabeza, mezclada en el humo del haschís, la cabellera rubia de su amiga, la cara de Miura enloquecido y lo que había oído de las andanzas de Rina. |