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Eduardo Bianchi
Dedicado con amor y gratitud a “la del deseo”.

Nací bajo el abrigo de una familia “bien” -con todo y lo que menosprecio el término- venida a menos, de quienes llegué a pensar que su único legado serían las añoranzas de tiempos mejores y una extraña sensación de melancolía en la navidad. Me equivoqué, al tiempo descubrí que su verdadera herencia fue de mayor sutileza, me entregaron el valor de las palabras y la pasión por la música, las cuales habría de necesitar adelante y así honrar esa cita que el destino me guardaba para transformar mi vida -al grado que hoy, la persona que soy, sin aquella se entendería tan poco como un atardecer sin sol, o peor aún, como un atardecer carente de alguna pareja contemplándolo fundida en un abrazo que desde el fondo del alma quisiera interminable-.
Inicié mi travesía sonriente y con mochila al hombro, llena ésta de apasionados sueños del alma -¿acaso no todos iniciamos así?-, sin embargo conforme me comía el camino, pedruscos de supuestas realidades perforaban la lona que los cargaba, hasta hacerme sentir cuesta arriba el camino; es curioso pues mientras más vacía se sentía la alforja mayor trabajo costaba cargarla –como si los sueños fueran de helio y su función radicara en hacernos más liviano el paso, facilitándonos llegar más lejos -.
Y lejos había llegado –al menos eso supuse entonces-, sin embargo tan ocupado estuve en encontrar la senda correcta –aquella que me llevara donde se esperaba que fuera-, la vida correcta –ya saben, esposa adecuada, hijos, perro adecuado-, el empleo correcto -bien remunerado, altamente prometedor y adecuadamente monótono-, que poco había reparado en averiguar el estado de mi mochila de viaje.
Alargué la mano hacia mi espalda y respiré aliviado -¡qué bien, se siente sólida!, y además ya ni siquiera queda rastro de aquellos molestos agujeros-. Es mas, ahora ya pesaba suficiente, y razonando un poco llegué a la lógica conclusión de que mi valija estaba llena ahora de... definitivamente cosas importantes -de esas que valen luego pesan, concluí-, no como antes, llena de aire, rebosante de nada.
Visiblemente ansioso por confirmar mi agudo descubrimiento la puse sobre el camino y con una soberbia sonrisa jalé la cuerda que le cerraba la boca y di un vistazo a su interior. Lo que encontré fue –comenzaba a desdibujárseme la sonrisa para dar paso a un gesto de extrañeza-, “huele medio raro”, lo que realmente encontré fue ...
¡Ese olor! ¿de donde proviene?, pregunté mientras volteaba la cabeza y estiraba la nariz. Pasaron varios minutos hasta hallar su origen. El olor viene de la cuerda. ¿Pero a que huele?, ¿por qué se me hace tan conocido el olor –como si hubiera convivido con él por mucho tiempo – pero de la misma forma tan lejano?. Tomé la cinta y cerrando los ojos -como para conjurar los recuerdos – la llevé hacia mi nariz. Después de un rato lo reconocí, lo recordé –tanto que un fuerte escalofrío me recorrió el cuerpo -. Huele a temor; o más bien a una añeja mezcla de miedos –la mayoría de los cuales ya consideraba historia pasada-. Como si catara un vino –sólo que con angustia en vez de placer –los fui reconociendo uno a uno. Identifiqué inicialmente el de la soledad más cruel -la soledad en compañía-; también estaba presente el del fracaso –entendido al menos como la ausencia de eso que muchos catalogan como éxito-. Evidentemente no faltó a este aquelarre el miedo al más profundo dolor del alma -ver alejarse por su propio paso a quien amamos incondicionalmente, es mas, a quien sabemos nos corresponde e intenta hacer lo mejor que puede con su desquiciante analfabetismo emocional-; pude también oler el que quizá sea el más enfermizo de todos, el miedo a perder -¡de cuánto nos perdemos por el miedo a perder!-. Diferencié algunos más cuyos nombres no mencionaré pues no deseo aburrirlos, sin embargo todos –tanto aquellos que ya nombré como esos que no – mantienen como elemento común el dolor. A la mayoría de nosotros nos da miedo que nos duela –como si creyéramos que éste nos devora pequeños trozos del alma hasta que no queda nada más que lastimar pues la hemos perdido completa -.
Ya nervioso sumergí las manos dentro de la bolsa para poder sacar los pesados fardos que componían mi carga. El primero de ellos –bastante grande por cierto – estaba envuelto en un grisáceo y muy formal papel, elegantemente decorado con un interminable cintillo de diminutas letras plateadas. Alcancé a leer “... los hombres no pueden volar ... amar es una decisión no un sentimiento ... empeñaste tu palabra ... esa es la forma correcta ... “, y las frases seguían y seguían casi interminables. Era evidentemente el papel de la madurez, pero ¿qué escondía dentro?.
Rasgué la envoltura y ví lo que ya suponía que hallaría; grandes cantidades de desesperanza –con ésta entre las manos sentí nuevamente el hueco, ese que había olvidado, pues de tan familiar ya resultaba imperceptible-. La arrojé lejos –como si ignorándola doliera menos- y continué indagando el contenido de mi historia. Envuelta de trabajo estaba la soledad; pude ver también pequeñas gotas de crueldad dentro de sus comúnmente admirados envases de franqueza; una caja de altivez adornada con cintas de soberbia encerraba delgadas laminillas de inseguridad; y así, la lista de lo que traía a cuestas desde tanto, tanto tiempo atrás, parecía no tener fin.
Profundamente deprimido y casi exhausto, pude ver al fondo de la mochila cientos de brillantes y coloridos trozos de lo que alguna vez fueron mis sueños. Con ansiedad y entre sollozos los saque distribuyéndolos sobre la tierra. ¡Tengo que darles forma nuevamente! ¡Necesito saberlos enteros otra vez!, me repetía. Después intentar reconstruirlos sin éxito, regresé al fondo de la mochila en un intento desesperado por hallar algo que le diera coherencia a tal desastre y ahí -bien escondida entre los pliegues de la lona – la encontré. Una carta dentro de un delicado sobre color hueso. En el anverso, escrita con impecable caligrafía, se alcanzaba a leer: “Todo momento de búsqueda es un momento de encuentro. Tu destino está escrito aquí. Guárdalo y protégelo pues llegado el momento tu alma nuevamente lo reconocerá, y cuando esto suceda los guijarros que regaste en la tierra volverán a tener forma y recobrarás la fuerza para ir tras ellos ... guiado por el canto de las sirenas”. Mientras abría el sobre, busqué los trozos que momentos antes había dejado en el camino y ya no estaban -ni uno sólo de ellos -, sin embargo ahora la angustia había sido reemplazada por una extraña sensación de paz. No han desaparecido –entendí-, sólo han cambiado de lugar en el tiempo. A veces no ponen a prueba nuestro coraje sino nuestra sabiduría, dije mientras sacaba de su encierro a mi ineludible destino. Saqué la hoja y al palparla todas esas huellas olvidadas en playas ahora desiertas cobraron sentido nuevamente, igual que aquella ocasión cuando esta carta me encontró por primera vez, cruzando miradas con mis propios demonios.
Alisé el papel y comencé a leer deleitándome, no sólo con la belleza de las palabras sino con la brisa de esperanza que de ellas emanaba: “Un día, como en el principio de los tiempos, tú -luna y viento siendo dos partes de un todo- tomaste mi mano, me entregaste tu confianza y nos embarcamos sin mucho que esperar en un crucero tan emocionante como incierto. Un día -de pronto- tu luna vio reflejada su belleza -de la cual ella misma dudaba- en mi mar de emociones y se quedó maravillada con su imagen. Y tu viento notó que aún con su más leve brisa elevaba grandes olas en mi océano y se supo poderoso. Y el mar -profundo y en calma- lleno de emociones dormidas -casi muertas- hubo de llorar lágrimas de alegría al sentirse vivo como nunca, necesario y admirado. Y así -atesorada tú y necesitado yo-, luna, mar y viento fuimos uno y recreamos la magia, como nunca antes el mundo conoció -como siempre Dios lo quiso-. Agosto 16, 2001”. Ese día nació El Último de los Vaqueros.

Texto agregado el 05-03-2008, y leído por 119 visitantes. (1 voto)


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