Iñigo. Nombre vasco de origen griego. El principio del fin.
Iñigo contó nuevamente los billetes. Dos mil cien… dos mil ciento cincuenta… dos mil doscientos euros en billetes de baja denominación tal como lo hacía siempre. Los guardó en el bolsillo de su chamarra negra de cuero mientras se aseguraba de estar a tiempo. Apenas alcanzó a distinguir la hora debido al reflejo de la luz de la luna contra el cristal del reloj. Eran las 2:10 y tenía justo el tiempo necesario. Al salir pasó sus ojos por los elementos reunidos en la mesa de centro cerciorándose de que al regresar ya no faltaría nada. Una bolsa de la mejor tienda de regalos, caja con ventana transparente, una reproducción a escala de La Sagrada Familia, el mecanismo de tiempo, el detonador. Subió a su motocicleta y serpenteó perdiéndose a toda velocidad entre las estrechas calles de la Barceloneta. Aceleró a fondo al llegar a la Ronda del Litoral mientras sentía la brisa del Mediterráneo alborotar su largo pelo. Las noches en Barcelona eran magníficas y en unos días mas las echaría de menos, sin embargo las Tailandesas también prometían diversión. Cinco minutos le separaban del Raval y a partir de ahí, la cuenta regresiva daría inicio.
Fortunato. Nombre de origen latino. Favorecido por la suerte. Hombre libre. Fuertemente supersticioso.
Los primeros rayos de sol hacía mucho que habían comenzado a calentar las pálidas baldosas de su apartamento. El café estaba a punto y su aroma le penetró las fosas nasales tan pronto dejó la ducha. Salió del dormitorio directamente hacia la cocina no sin antes tropezar con Mateo, el gato falsamente negro que había sido su único compañero los años recientes. Fortunato le lanzó una larga mirada reprobatoria mientras –en tono de broma- le decía: “Joder Mateo, que acaso te has estado tiñendo la raíz de blanco?; vamos a tener que hacer algo contigo, de otro modo nos pueden pillar en cualquier momento y esa burla sí que me calaría los cojones!”. Se sirvió una tasa de café y caminó hacia el librero. Pasó la vista sobre cada uno de los mutilados volúmenes que formaban su colección como buscando un título en particular, más por hábito que por necesidad pues estaban en perfecto orden. A la vista aquellos títulos propios de su profesión. En la gaveta inferior -bajo llave- un amplio grupo de libros esotéricos, Las Profecías de Nostradamus, y algunos otros. También estaban a buen resguardo de ojos curiosos un gran número de billetes de lotería, rifas y sorteos varios los cuales una y otra vez le hacían recordar la ironía implícita en su nombre. El destino había sido cruel con él, pero no menos que todos aquellos que le habían acompañado en su temprana infancia. Había noches –pocas por suerte- en que aún retumbaban en sus oídos infantiles vocecitas chillonas mofándose de su nombre mientras todo le salía mal. “Fortunato… jajaja” repetían, mientras la providencia le daba la espalda. Ni qué hacerle, ésta había sido la tónica de su andar desde la cuna. Abrió la gaveta inferior y tomó el libro que recién había comenzado a leer. No necesitó siquiera hacer memoria de dónde se había quedado pues el hábito de mutilarlos hacía imposible no recordarlo. En el último párrafo –cerca del final de la página doce- se leía: “No en vano el signo de Escorpión está asociado al sexo, porque sin misterio no hay placer. Lo que es conocido, lo que se puede de seda ni tampoco se sentirá culpable de dejar atrás…”. Lástima, esta vez parece que la página trece traía algo interesante pero hay riesgos que uno no puede permitirse en la vida –exclamo para sí-.
El penetrante sonido del teléfono le sacó de su profunda reflexión. Como siempre, con el primer timbrazo vino la ansiedad clavada en la boca del estómago, el frío sudor y un incontrolable temblar. Después del tercer repiqueteo -ya ligeramente repuesto- levantó la bocina y dijo con el mayor aplomo posible: “Aló?”. “El contador de Abiega?”, preguntó una amable voz femenina al otro lado de la línea. Uff ,suspiró aliviado, no había dicho su nombre aún pero debía contestar rápido para cerrar el espacio. “A sus órdenes señorita, quién habla?” , respondió de inmediato. “Le estoy llamando del Corte Inglés. Hace un mes nos visitó y compró unos trajes que pagó con tarjeta, recuerda?” contestó la amable voz femenina. “Señorita, pero si eso ya incluso me fue cargado! Si el Banco no les ha pagado…”. “No, no, no. No se trata de eso. Le llamo porque usted se ganó el viaje que rifamos. Tailandia, primera clase, una semana entera con todos los gastos pagados para usted y un acompañante”, explicó ella. “Su salida es dentro de una semana, así que por favor visítenos de inmediato con una identificación”. “Pero… ahora mismo no tengo con quien viajar” , admitió. “En ese caso le entregamos su boleto y dos mil euros en cheques para que disfrute todos los placeres que Tailandia ofrece”, exclamó con un cierto aire de picardía la amable voz.
Fortunato no salía de su asombro. Antes de hacerse ilusiones llamó a la tienda para confirmar el hecho y después –realmente emocionado- se dio a la tarea de arreglar sus asuntos pendientes pues nada le impediría subir a ese avión.
A primera hora del lunes habló con su jefe obteniendo un adelanto de sus vacaciones. Fue a recoger boleto y cheques. Compró un par de modernas gafas para sol, asistió diariamente a cenar solo a los mejores restaurantes de comida Tai en Barcelona, investigó el clima, adquirió tres guías de viaje, un traductor electrónico y hasta intentó aprender al menos “hola”, “adiós”, “gracias” y “masaje” en Tailandés.
El día de su partida llevó temprano a Mateo a la veterinaria. “¡Joder!, ¿otra vez traes a Mateo por aquí?. Pero si acabamos de teñirle el pelo hace unos días. Te aseguro que ni uno sólo de sus blancos pelos quedó sin teñir y tu secreto sigue a salvo” –le dijo el dueño de la veterinaria. “No, si quedó de puta madre como siempre, sin embargo necesito que le cuideis una semana porque me he ganado un viaje a Tailandia y mira que salgo esta misma tarde” –respondió Fortunato con una gran sonrisa. “¡Me cago en la leche pero que si este es tu año tío!. Pierde cuidado que ya sabes que Mateo es como de casa” –contestó el dueño recibiendo en brazos al gato.
El reloj principal del Aeropuerto de Barcelona marcaba las cinco menos cuarto cuando Fortunato cruzó con decidido paso sus puertas. Caminó hasta el mostrador de Singapore Airlines y sin siquiera hacer fila documentó las maletas. Aún faltaban un par de horas para abordar, por lo que decidió ir a beber unos tragos para matar el tiempo. Ya quería estar dentro del avión y saludar su nuevo destino. Comenzó a sentir cierta ansiedad pues le cruzó el pensamiento de que “algo” podría salir mal e impedir su viaje, sin embargo de inmediato lo desechó al recordar que desde el sábado anterior todo le había salido -como nunca antes- a pedir de boca. Entró al bar y se acomodó en el fondo. Bebía su tercera copa cuando reparó en un hombre sentado -solo como él- en una de las mesas cercanas a la puerta. Pelo largo en una coleta. Chamarra negra de cuero. Le llamó la atención porque sonreía -con la mirada un poco perdida- mientras casi acariciaba una elegante bolsa de regalo que parecía abrazar. Poco después –viendo su reloj de muñeca- el hombre se levantó con prisa y salió del lugar con la bolsa colgándole de la mano izquierda. El gesto le hizo voltear a su propio reloj para notar que eran las siete menos cuarto. Maldijo por lo bajo. El abordaje estaría por comenzar y él aún no había siquiera pagado sus tragos. Sacó un par de billetes y los dejó sobre la mesa para luego correr hacia las puertas de revisión. En el camino se fue despojando de todo objeto metálico. Pasó el arco detector y corrió hacia la Sala de Abordaje que le correspondía la cual ya presentaba la temida frase, “abordando”. Sala 11, sala 12… sólo faltaban dos mas. Pasó junto a la 13 sin siquiera voltear a ver el número y llegó a la 14 justo cuando el último pasajero de la fila –un hombre de coleta y chamarra negra de cuero- se apuraba dentro del túnel de abordaje. Apenas recuperando el aliento sacó sus documentos y los entregó a una bonita oriental quien con cara de regaño los tomó y en un gracioso español le dijo con severa mirada: “Casi no subil señol de Abiega. Foltunato. Decil bien, veldá?”, acotó ahora con una sonrisa. Se estremeció. Ella acababa de pronunciar su nombre y conjurar la ironía. Su corazón parecía salírsele del pecho y le comenzaron a temblar las manos. “¿Está usted bien señol?”, alcanzó a decir la mujer. Un miedo irracional le invadió. Demasiado perfecto para poder salir bien. Ahora todo cobraba sentido. Por su mente pasaron -como una rápida película muda- cada instante de los preparativos de su viaje, el aviso, su gato, esa repentina suerte fuera de la lógica de toda su vida, el hombre de coleta del bar y unos momentos antes ese mismo hombre subiendo a su avión, aquel que él estaba a punto de abordar… La desagradable voz de la oriental sonaba en sus oídos una y otra vez repitiendo “Fortunato. decir bien, verdad?”. “Fortunato. La ironía de su nombre se hacía presente otra vez…” –pensaba mientras devolvía veloz sus pasos por un largo pasillo que parecía no terminar.
Una vez fuera de la zona de abordaje comenzó a andar más lento y a recuperar la calma. Levantó la vista buscando la salida y el inevitable regreso a su monótona realidad. Caminaba lento ya cuando vio una elegante bolsa de regalo abandonada junto a una columna. Se acercó y vio dentro una gran caja de cartón con ventana transparente, y en ella la más hermosa reproducción a escala -jamás creada- de La Sagrada Familia. Sonrió sintiendo que una suave calma le invadía. Al tiempo que la sacaba, Iñigo -el hombre de la coleta- se elevaba por los aires hacia Tailandia pensando -mientras veía grandes columnas de humo donde segundos antes había estado el Aeropuerto-: “aunque nunca podré regresar a Barcelona, las noches Tai también han de tener lo suyo” .
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