EL ANGEL DE LA GUARDA
¡El ángel de la guarda estaba tan cansado!. A veces pensaba que el trabajo que tendría estos años cuidando a Nacho sería superior a sus fuerzas celestiales. El problema radicaba en que el niño no le escuchaba.¿Su voz habría perdido fuerza?¡Tantos siglos cuidando chicos! Era lógico que perdiera algo de potencia.
El tintineo argentino producido por una campanilla lo hizo levantarse de las blancas cárcavas de una pequeña nube rosa, algo pequeña para su estatura, pues cada año se hacía más alto.
¡Ya era la salida del colegio! Debía volver junto al pequeño. Se enderezó la aureola. Se había torcido un poco hacia la derecha, sí, ahí estaba mejor. Se alisó la amplia y sedosa túnica. Dobló las alas transparentes para estar a la altura del chiquito.
Este salió del grado con la misma algarabía que sus compañeros del preescolar. Sus cinco años rebosaban de vitalidad y alegría.
-Chau, Nacho. Mañana trae la pelota.-La voz de su compañero de banco le llegó desde la calle.
Entre risas, conversaciones y algunos gritos, los niños fueron a sus casas en compañía de sus padres o encargados.
Nacho esperó el trasporte escolar en la esquina. El sol, bastante cálido, le daba en la cara. Caminó unos metros más para ubicarse bajo la sombra de un lapacho.
-Chist, nene, ven
Un hombre desconocido lo llamaba desde un auto oscuro, a unos metros de la vereda.
¿Sería Lee Man? No, no. Imposible. Pero el parecido con su héroe televisivo era asombroso. Tanto, que olvidó uno de los consejos de su madre: No hablar nunca con extraños.
Nacho, curioso, se acercó para ver más de cerca al señor.
-Vengo a llevarte.
Decididamente no era la voz de Lee Man. Pero...¿Era o no era él?
-Vamos a dar un paseo.
-Pero yo debo ir en el transporte escolar...
-Tu mamá me mandó a buscarte. Tiene que llevarte a algún lado. No recuerdo dónde.
Nacho había sido bien aleccionado. No debía subir al auto de ningún desconocido. Pero...y ¿si era Lee Man? Además, él se estaba portando muy bien, obedecía a sus padres y no decía más malas palabras. Había pedido a su ángel de la guarda que le hiciera conocer personalmente a Lee Man. Sí, eso debía ser. Como premio a su buen comportamiento, se le estaba cumpliendo su deseo.
-Apúrate, porque es tarde y hace calor. ¿Quieres tomar coca cola? Aquí tienes. También traje bombones.
Una voz recóndita, familiar, retumbó en su cerebro.
-¡No, Nacho! ¡No subas con este señor al auto! No es Lee Man.
-Pero si tiene los mismos ojos azules. ¡Claro que es él!
El hombre lo miró extrañado por las palabras que dijo el chico.
-También traje chicles.
Las últimas dudas del niño se esfumaron como el humo en el viento. Sin hacer caso de los reiterados ¡No! que retumbaban en su mente, subió al auto.
El coche se puso en movimiento raudamente. Nacho tomó la gaseosa, estaba bien fría, como a él le gustaba. Comió un bombón de chocolate con fruición.
El sol buscaba su lugar en el horizonte con premura. Las sombras iniciaban su abrazo diario tomando las formas con codicia.
Unas gotas de sudor aparecieron en la frente del hombre. El auto se detuvo inesperadamente. Nacho se extrañó. ¡Qué pronto había llegado a casa! Pero no era su casa. Era un patio baldío lleno de árboles.
El ángel comenzó a sudar. No, no era por el calor. Era por la desobediencia del niño. La hedonista mirada del desconocido revelaba una avidez pecaminosa. La había visto muchas veces. Y sólo preñaban desgracias. Debía actuar. Y pronto.
-¿Se descompuso el auto?- preguntó con inocencia Nacho.
-Eh, puede ser. Vamos a mirar juntos. ¿Sí?
Nacho bajó del auto con el hombre. Seguía comiendo con avidez los bombones. El chocolate se le había quedado sobre el labio superior.
El hombre miraba los neumáticos con atención.
-Mira las ruedas traseras.
Nacho miró. No sabía bien qué tenía que mirar.
-No veo nada raro-dijo y alzó sus límpidos ojos hacia el hombre. Su mirada era turbia. En ella navegaba la insidia. Y la lujuria.
-Ven, vamos a jugar.
-¡Nacho, no puedes jugar con este señor, es un desconocido! ¡Tu madre te advirtió sobre los extraños! Repiqueteó desesperada la voz en la cabecita del pequeño.
Gracias a Dios, la mención de la madre hizo recordar otra promesa que había hecho. No llegar tarde a casa, sin avisar, por supuesto.
-Sabe, señor, podemos jugar en casa. Es tarde. Si mi mamá me está esperando para salir se puede enojar.
Tenía razón la voz. ¿Por qué había subido al auto? Su madre lo regañaría. Pero si ella lo había enviado...
-Sácate los zapatos. Y las ropas.
¿Qué estaba pasando? Lee Man nunca diría eso.
Nacho se opuso. El hombre le dio una bofetada en pleno rostro. Le arrancó al instante lágrimas, que profusas rodaron por sus mejillas.
Mientras se debatía entre las manos del hombre, la voz resonó en su cerebro:
-Nacho: es más grande que tú. Muérdele.
Antes que se esfumaran las palabras, mordió con todas sus fuerzas la mano del hombre. Con sorpresa y dolor, se la tomó con la otra. Nacho vio su oportunidad. Y la tomó. El sendero lleno de malezas lo llevó hacia una calle. Corrió, Sintió explotar su corazón dentro de su pecho. Pero siguió corriendo. Un bocinazo lo paralizó por completo.
-¡Chico estúpido! Fíjate por donde cruzas.
-¡Socorro, por favor!
El taxista se apeó. Apenas llegó a tiempo. Nacho exhausto, se desplomó en sus brazos.
A pesar de los sollozos, contó lo que había pasado.
El hombre era padre de familia. Se solidarizó con Nacho, quien en una crisis de nervios, apenas pudo indicar el barrio donde vivía.
Su madre y otros vecinos ya lo estaban buscando. Su mamá olvidó los deseos de darle una paliza cuando lo vio. El alivio la invadió. No pudo reprimir los sollozos. Estos encontraron el paso libre en su garganta y erupcionaron con fuerza al verlo sano y salvo.
Nunca se encontró al hombre. La policía sólo supo que era alto, rubio y de ojos azules.
Nacho juró que jamás subiría al coche de un desconocido, ni si viniera en él el verdadero Lee Man.
Antes de dormir dijo sus oraciones. Volvió a pedir al ángel de la guarda varias cosas. La más importante, ganar el partido de fútbol que disputarían contra el preescolar “B” al día siguiente.
Cuando su respiración fue rítmica y apacible, una luz azulada y plateada llenó el recinto.
Aparecieron dos alas transparentes y un rostro bellísimo, lleno de bondad.
Sonrió. Su sonrisa tenía la misma inocencia del niño que dormía. Anotó rápidamente en una libretita fosforescente los pedidos de Nacho. Comparó la lista con otra en la que figuraban los deberes que debía cumplir su protegido. Sumó y restó algunos números. Luego exhaló un profundo suspiro.
Desplegó sus alas. Eran desmesuradamente amplias y brillantes. Cubrieron en toda su extensión el lecho donde dormía Nacho.
Decididamente, este sería el último siglo que se dedicaría a cuidar chicos. Pediría Allá otro trabajo más descansado. Su labor de guardián había sido puesta a prueba. Había salido airoso. ¡Pero cómo le costó! Había ganado una batalla al mal. Eso siempre lo ponía muy feliz.
Volvió a suspirar. La espléndida luz se apagó lentamente...también debía reposar, pues mañana sería otro día.
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