Habían pasado unos 25 minutos y él seguía parado frente a la puerta verde, mirando vagamente las macetas amontonadas a un lado de ésta.
La conciencia lo mantenía paralizado, su mente se vaciaba a cada segundo, para luego llenarse otra vez con ruidosas imágenes y luego quedar vacía de nuevo. Hasta que el ruido de un carro en la calle lo saco del trance, parpadeó unas cuantas veces y se aclaró la garganta carraspeando.
Abrió la puerta y se encontró con la escalera, vivía en aquella vieja casa colonial desde décadas atrás. Los viejos escalones de madera crujían con cada paso; Al llegar al primer piso miró su triste sala, con los tristes mismos sillones de siempre, grises y sucios. Luego miró su triste televisión a blanco y negro, los tristes retratos fotográficos en la pared lo miraban desde su antigüedad, con esas tristes sonrisas que bien podían esconder el llanto.
Un suspiro. Dos suspiros y caminó hacia el pasillo; el olor a comida se podía sentir, el etéreo olor transportaba el sabor de la condimentada salsa de tomate caliente, mezclado con las hierbas aromáticas. El aire parecía un liquido debido a su espesor, provocado por los aromas provenientes de la cocina.
Tercera puerta a la derecha, una pequeña cocina amarilla iluminada por un cochambroso foco incandescente. Y su diminuta esposa Cintia, allí frente a la estufa, desde donde subían vapores empañando el techo.
-Otra vez llegas tarde; ya casi termino. Por favor pon la mesa y siéntate -le dijo la pequeña mujer sin siquiera voltear a ver a su esposo parado en el marco de la puerta. -Sí, perdón, es que tuve algunos problemas en el trabajo con mi jefe y... -La esquelética mujer de cabello negro escurría la pasta, y el vapor salía por encima de su cabeza. No parecía que lo estuviese escuchando. -¿Cintia? sólo fue media hora... Esa bien, ya voy -dijo el hombre resignado, y salió al pasillo obscuro y polvoriento. Dirigiendose a la izquierda y entrando por otra puerta al comedor; una mesa redonda con un mantel café de flores y un tosco librero pegado a la pared, abarrotado con vajillas y figuritas blancas de porcelana china barata. Se acercó y tomó un plato extendido, un vaso un juego de cubiertos que sacó de un cajón. Lo colocó todo sobre la mesa, sobre un mantel individual.
Se sentó y miró el plato vacío, luego las inocentes figuritas de flores sobre el mantel, manchado por todas partes. Y así pasaron unos minutos mientras él pensaba y miraba al rededor, buscando.
Súbitamente el hombre se levantó de la mesa y tomó un objeto metálico de la alacena, luego lo guardó en su bolsillo. Cuando se había sentado su flacucha esposa entró cargando una olla de la que emanaban vapores aromáticos, haciendo agua la boca del hombre. Quien se levantó y abrazó por la cintura a la mujer, que dejó la olla sobre la mesa y después abrazó tiernamente al hombre. Un par de movimientos pequeños pero bruscos de éste y la pequeña mujer exhaló y abrió los ojos desorbitados; la boca dibujó una linea sutil y su cara se crispó. Llevó sus manos temblorosas a su abdomen, donde tomó el mango del cuchillo y trató inútilmente de sacarlo. Dio un par de pasos hacia atrás y cayó de espaldas.
-Adiós Cintia -dijo el hombre aún de pie, y se sentó en la mesa. Abrió la tapa de la olla y sirvió el spaghetti en su plato, luego destapó otra olla y sirvió una gran cantidad de salsa bolognesa sobre a porción de spaghetti, que comió rápidamente y gustoso, hasta relamer en el plato la última gota de salsa bolognesa.