A PESAR DE LAS ROSAS.
Venía todas las mañanas a la cafetería donde yo recién empezaba a trabajar, en uno de los barrios más antiguos de La Habana. Con mis diecisiete años era el único empleado de esas horas, atendiendo en la barra, sirviendo en las mesas y limpiando el pequeño salón de dos ventanales de cristal que daba a la gran avenida. Y para mí, contando apenas con la mejor voluntad, la vida comenzaba a ser una gran aventura. Pero desde la primera visita que hizo fue notorio que llamaría la atención en cualquier lugar adonde fuese.
En aquellos años yo no tenía la menor conciencia de los hechos trascendentales que me rodeaban y que serían definitivos en mi destino y en el de millones de personas. La Revolución se había apoderado del tiempo y de la Isla entera como si nada tuviese importancia alguna.
Y aquel hombre, sumergido en su prudencia y aislamiento, con su melancolía apenas disimulada y aquel inquebrantable mutismo que tanto tiempo tardaría en romper, llegaría a ser determinante en todos mis rumbos futuros.
Desde el mostrador lo veía atravesar la calle y acercarse a la puerta de la cafetería con su paso largo, siempre a solas, con uno o dos libros bajo el brazo. Fumaba sin cesar y a veces dibujaba un asomo de saludo para algún transeúnte que lo saludaba con duda y se alejaba sin quitarle la vista. Siempre pude observar que esos efímeros contactos no eran de afectos cercanos, en realidad no parecía conocer a ninguno de los que le saludaban. Era a él a quien creían reconocer.
Viéndole de lejos daba la impresión de querer pasar inadvertido, como si se ocultara de algún pasado que él sólo conociese, como si viviera intentando borrarse. Pero, por más que lo procurara, no podría negar la fuerza de su personalidad ni esconder la realidad de que en el fondo de su alma vivía la pena de estar regresando de buscar algo que había perdido y que jamás encontraría. Desgraciadamente, después se sabría toda la verdad.
Tendría unos cuarenta años y era un hombre alto y delgado, bastante curtido, de ojos grandes y negros que se escondían entre sombras de ojeras permanentes. La cabellera, larga y muy negra también, le caía hasta el nacimiento del cuello y a ratos, casi mecánicamente, intentaba ordenarla con los dedos en un sostén imposible. Vestía con pulcritud un uniforme verde olivo, confeccionado con la mejor gabardina que usaban los altos oficiales de la Revolución, pero lo lucía sencillamente, sin insignias ni galones. Y en las pocas ocasiones en que hablaba, con un claro acento de la región oriental, era pausado y preciso. Su mirada tranquila pero intensa, sin un asomo de agresividad, con claros visos de nostalgias y desesperanzas, acompañada siempre de gestos apropiados, decían de una formación intelectual de gran calidad. No parecía pertenecer a aquella convulsión reiterativa de consignas y prisas en los que la chabacanería reinaba a sus anchas y donde la improvisación decidía el quehacer sobre la marcha de los acontecimientos, día a día, echándolo todo abajo, sin importar los resultados.
Y presintiendo que él era una víctima de su propio acoso dentro de aquel mundo en el que definitivamente no podía encajar, aún hoy sin poder entenderlo, yo sabía desde el principio de conocerlo que se trataba de un hombre solo y triste. Y también desde esos primeros días quise ser su amigo. Y sentí en mí la necesidad callada de llegar algún día a compartir con él la pesadumbre que le adivinaba, poniendo en ello el mayor cariño, con admiración, con el mayor respeto, sin esperar nada a cambio.
Solía llegar temprano, alrededor de las siete de la mañana, siempre limpio, con sus libros. Saludaba en voz muy baja y se sentaba invariablemente en una de las últimas banquetas de asientos circulares y giratorios que estaban colocadas frente a la pequeña barra. Allí permanecía, lo más apartado posible del movimiento de la cafetería, anticipándose a los corrillos que día a día comenzaban a formarse dentro del estrecho local. Jamás intervino en las discusiones acaloradas y nunca se sentó en las sillas que se ordenaban alrededor de las cuatro mesas alineadas contra la pared del ventanal que daba a la calle.
Cruel era el cubil de las mil opiniones. Allí se reunían a diario los mismos hombres a comentar y argumentar de cuanto sucedía en aquella vorágine de la Revolución. Pero él siempre aparentó estar ausente a todo esto. Y, que yo recuerde, nunca consumió otra cosa que no fuese café, puro, negro, bien fuerte, muy caliente. También era definitivo que cuando se iba, después de más o menos una hora de estadía que empleaba para leer la prensa o para sumirse con la mayor concentración en sus libros, era definitivamente hasta la próxima mañana. Jamás volvía. Y nunca se encontró allí con alguna persona que lo conociese.
Desde un principio, la mayoría de los habituales a la cafetería creyeron poder reconocerlo. Muchos afirmaron que les recordaba a un personaje que había sido muy nombrado en los primeros días de la caída de la Dictadura. Dijeron que creían haber visto a alguien muy parecido en los periódicos y en la televisión haciendo declaraciones que sólo podían ser sostenidas por un oficial de alto rango. Inclusive creían recordarlo muy cercano al máximo líder en más de un acto de gran envergadura. Era posible que hubiese cambiado de aspecto quitándose la barba y arreglándose el cabello. Pero nadie sabía nada con precisión. Sin embargo, esa misma mayoría que llevaba la voz cantante en todo lo que se comentaba y discutía al saberse convencidos y apoyados por el absolutismo de la Revolución, no le tenía mucha confianza ni simpatía a este extraño visitante que había aparecido allí, sin razón alguna, como si fuese un perdido surgiendo de la nada.
Pero transcurrían los días en idéntica incertidumbre y las murmuraciones aumentaban sin que nadie pudiese dar con una identificación precisa. Sólo se sabía, porque en varias ocasiones una voz angustiosa de mujer lo había solicitado al teléfono, que su nombre era Rubén. Y con esa mujer había sostenido largas conversaciones en las que se le pudieron escuchar palabras tranquilizadoras y amorosas. Siempre pareció, por las respuestas que daba, que ella lo reclamaba a su lado con gran preocupación. Y así, día a día, hasta que se retiraba del local, invariablemente despidiéndose con una leve inclinación de cabeza, sin decir nada. Entonces todos los presentes se disparaban a comentar sobre la incógnita de su posible ocupación y procedencia.
No había siquiera una persona que no interviniese con sus comentarios y teorías. Los más sigilosos llevaron las palabras hasta calificarlo como un agente al servicio de la temida Seguridad del Estado que simulaba no escuchar ni estar atento a nada, pero que de seguro ya sabía quién era cada uno de los que allí se reunían. Otros se atrevieron a comentar que bien podía ser un antiguo esbirro de la Dictadura que se vestía con el uniforme verde olivo para aparentar ser un rebelde y así protegerse y pasar desapercibido ante cualquier investigación o requisa que se pudiese presentar en el momento menos esperado. Y los más despiadados y fanáticos, aquellos que por lo general no saben otra cosa que hablar tonterías y dejarse arrastrar por la envidia ante cualquier asunto o persona que llamase la atención por encima de ellos, decían que seguramente se trataba de un vulgar advenedizo con pretensiones de hombre importante y misterioso dentro de las fuerzas revolucionarias. Algún día, decían, se le podría desenmascarar públicamente.
Pero a mí nada de eso me interesaba, ni me importaba. Yo sólo sabía que en el poco tiempo que tenía de conocerlo, me había impresionado y simpatizado desde que había aparecido con sus libros y su tristeza. Yo era el único a quien saludaba con afecto y simpatía, me distinguía, me miraba derecho a los ojos y en ocasiones cruzaba algunas palabras conmigo. Lo más que yo deseaba era poder verlo algún día acercarse por la calle, contento y sonriente, para entrar y presentarse ante todos nosotros feliz y satisfecho de la vida.
El destino no tenía preparado nada ni siquiera parecido a ese deseo. Hoy, más de treinta y ocho años después, lejos de la tierra que nos vio nacer, añorando sus palmas y su gentil alegría en este interminable exilio de otro idioma y otras costumbres de gentes que entienden poco de nosotros, puedo comprenderlo todo con tal claridad que nada escapa a mis recuerdos.
Este hombre había luchado desde los primeros días de la Revolución y había ascendido al Poder con el mayor entusiasmo imaginable. Lo que llegamos a conocer en esos días de su llegada a la cafetería, fueron los residuos que dejaron los fracasos y los sentimientos de responsabilidad por lo que se había hecho tantos sueños. Se sentía culpable ante la avalancha de los acontecimientos y las amenazas con las que se repelían todas las protestas ante ellos y que sin lugar a dudas arrasarían con el país de punta a punta. Su preocupación y su tristeza habían marcado un sello angustioso que se mantendría para siempre, sin un segundo de olvido, penetrando sin piedad hasta lo más hondo de su corazón. Sus sueños habían sido negados y despedazados en el menor tiempo imaginable. Lo prometido había sucumbido ante una teoría que acechaba en las sombras.
Hoy sé, con la experiencia de haber visto y padecido lo que en aquellos años no sabía ni podía presentir, que su horizonte de vida estaba limitado por el dolor, la vergüenza y la poca esperanza en el futuro. Estaba enfermo de vivir, con su fina sensibilidad empujada y golpeada sin defensa al formar parte de aquella carrera atropelladora que parecía sustentarse en lo imprevisto, en el miedo, en el vejamen y en el poder oculto de la delación como la mayor arma para mantener el control sobre cada ciudadano. Nadie estaba a salvo. Nadie. Y él, por su propia certeza, estaba al borde del precipicio.
Así, poco a poco, con el correr de las semanas, pude ver cómo su ánimo fue decayendo hasta quedar reflejado en un caminar cada vez más pesaroso, desplazándose a veces entre el tránsito y la gente como si no tuviese adónde ir. A través del cristal de la ventana lo veía acercarse y cruzar la calle entre los automóviles, sorteándolos sin mayores cuidados, más derrotado cada mañana, más encorvado. Y me entristecía junto con él. Su mirada fue perdiendo el resto del brillo y fuerza que a duras penas le quedaba, y, lamentablemente, se hacían muy contados los instantes en que parecía tener un verdadero deseo de hacer surgir y mantener dentro del alma los sueños y la riqueza de su vida interior.
Recuerdo que en los últimos días que lo vi, poco más de un año después del triunfo de la Revolución, se quedaba por más tiempo en la barra con la taza de café entre las manos, sin haberla llevado a la boca, con la ceniza alargada del cigarrillo olvidado entre los dedos. Probablemente revivía dentro de sí los recuerdos y las emociones del pasado. Y era en esos momentos cuando de seguro su mente volaba y se perdía hacia otro mundo y otras gentes, absorto, entonces sí que absolutamente sin tomar en cuenta ni fijarse en nada de lo que le rodeaba. Cuando se ensimismaba de esa manera, quedando tan absorto, movía los labios en un silencio de sonrisas y palabras que sólo él escuchaba y entendía.
Entonces yo sentía, por su expresión y la intensidad que se reflejaba por instantes en sus ojos, que podía llegar a ser feliz con algún recuerdo. Un segundo después, en actitud de aceptación y de impotencia, se apagaba lastimosamente, tomaba el café de un solo trago y bajaba la cabeza llevando el mentón casi hasta el pecho, negando con la cabeza una y otra vez en una soledad y un silencio demoledores. Un momento más, como de despertar y ubicación, y se ponía de pie, recogía sus libros, dejaba unas monedas sobre el mostrador y se iba. Se alejaba en la misma dirección en que había llegado, lentamente, derrotado, perdiéndose entre la ciudad.
Cuando lo veía abrir la puerta batiente y alejarse, casi arrastrando los pasos lentos, como si cargase un peso enorme sobre los hombros y el alma, era la imagen de la desolación más espantosa. Daba la impresión de que en cualquier momento se desvanecería en un agotamiento interno que nada ni nadie podría evitar.
Y también recuerdo, como si fuera hoy, el último día que fue a la cafetería. Entró y se sentó donde siempre, en el extremo de la barra, sin los acostumbrados libros, con el inevitable cigarrillo, con la intención y el vacío de no querer estar en parte alguna. Y me dijo, con la voz más cansada que uno se pueda imaginar:
-José,... dame un poco de café,... bien caliente.
Hablaba como si pensase las palabras. Su semblante era la estampa de la mayor desilusión y renuncia. Parecía no poder mirar de frente ni fijar la mirada en cosa alguna. Tenía los ojos enrojecidos y hundidos entre penumbras que iban mucho más allá de sus ojeras habituales. Reflejaba el cansancio de estar regresando de pasar varios días sin dormir. Por primera vez se presentaba con la cara descuidada y el pelo alborotado cayéndole por los lados de la cabeza. Llevaba la ropa como sobrándole sobre el cuerpo, en el abandono de haber pasado mucho tiempo acostado con ella puesta.
Me supe sorprendido y apenado por el tono de su voz y por la vaguedad de aquella mirada que parecía no poder distinguirme con claridad. Pero más sorprendido quedé cuando sin contenerme le pregunté:
- ¿Qué le pasa Señor Rubén? ¿Se siente enfermo?
No olvidaré nunca que en un repentino cambio de actitud al escuchar el tono de mi voz, como despertándose y reconociéndome, levantó la mirada y penetró por mis ojos hasta el centro del dolor de mi corazón para contestarme, con voz apagada pero decidida aún en medio de su debilidad:
- Esta noche me voy,... muy lejos,... no quiero saber de nada. – Y a medias sonrió para añadir- Estoy demasiado cansado.
Dicho esto desvió de nuevo la mirada que parecía agrietarse. Se volteó hacia el ventanal, seguramente viendo hacia un vacío, como si estuviese ordenando los pensamientos y necesitase algún tiempo para lograrlo. Permaneció así por un momento, me imaginé que esperando encontrarse y afirmarse en aquellas decisiones dentro de sí mismo. Mientras, asentía con la cabeza tristemente y se iba convenciendo en monólogo de interrogaciones y certezas. Parecía que iba dibujando sus decisiones en el aire, casi imperceptiblemente, con suaves movimientos de las manos y gestos de la cara.
Y de nuevo sin poder contenerme, con voz de respeto, con los ojos aguados, encerrado en la duda de no entender nada, le dije:
- Señor Rubén... no sé... yo no sé... si puedo ayudarle en algo... yo estoy a sus órdenes...
No me dejó terminar. Sin mirarme me instó al silencio levantando una mano en un claro gesto de rápido entendimiento y de extraña certidumbre sobre mi sentir. Y, aparentemente identificado con aquella emoción que casi me ahogaba, de pronto se volteó de nuevo, me miró y me regaló una dulce y cariñosa sonrisa plena de experiencia en su de repente envejecido rostro. Y me dijo:
- Escucha bien. Eres muy joven. Aprende. Y no tires a un lado nada de lo que te diga. El destino del hombre que se ha equivocado sin regresos es implacable en su acontecer. Y yo, que he cometido todos los errores de la ceguera, soy de los que no tienen salida. Estoy atrapado entre las redes que yo mismo fui tejiendo desde hace muchos años...
Parecía haberse detenido para pensar por un segundo más. Apartó sus ojos de los míos y miró a su alrededor. Por primera vez fijó la mirada por un instante en cada uno de los hombres que nos rodeaban y que se habían quedado mudos ante nuestra escena. Los recorrió a todos. Y acto seguido, para que no hubiese dudas y lo oyeran, añadió en voz un poco más alta, sin miedo, pero de nuevo dirigiéndose a mí:
- Vete del país. Lo más rápido posible. Vete a otra parte, lejos, bien lejos. Vive la vida a plenitud y disfrútala sin mayores complicaciones, como si nada de esta locura que nos aplastará a todos hubiera ocurrido. Y sobre todo, escúchame bien, sobre todo no te metas en problemas. No opines. No discutas. Simplemente, vete.
Nuevamente giró sobre la butaca y miró hacia el grupo de hombres que permanecían en silencio. Todos lo observaban como de soslayo, como si ninguno pudiese aguantar aquella mirada que encerraba una gran firmeza, pero que al mismo tiempo no los retaba. El tan sólo asentía, con la actitud de estar alertándolos con lo que escuchaban. Todos se sintieron impotentes ante aquella nueva personalidad y su extraño magnetismo. Habían sido tomados de sorpresa y eran temerosos de hacer cualquier comentario.
Y entonces él, convencido de haber hecho lo correcto, se volteó una vez más hacia mí y añadió:
- Si, vete, lo más rápido que puedas. Así será posible que llegues a encontrar un asomo de felicidad en cada rosa y en cada boca quizá encontrarás un beso.
Y en un tono más bajo, ahora apoyándose con los codos en la barra y siempre mirándome:
- No tienes que pensarlo mucho. Sal de aquí, habla hoy mismo con tus padres y no te dejes convencer de lo contrario. Y pase lo que pase, y veas lo que veas, sigue tu camino como si no fuera contigo. De hoy en adelante no te metas en ninguna clase de problemas. No discutas. No opines.
Y todavía añadió, reiterativo:
- Óyelo bien: no te metas en problemas y vete. Eres demasiado joven y la vida clama por ti.
Había hablado con convicción y cariño, pero ya al final manifestando una especial excitación, como si estuviese profundamente presionado por el tiempo, como necesitado de expresar sus emociones y expulsarlas de una vez por todas lo más pronto posible. Se quedó mirándome un momento más, comunicándome con precisión de gestos y asentimientos lo que acababa de decir, alertándome. Luego, volvió a sonreír, convencido, casi en una mueca de resignación, sin poder excluir su inmensa tristeza. Después, extrajo una moneda y la colocó sobre la barra para pagar su consumición.
Inocente y bondadoso, mostrando una penosa sonrisa denegué el pago rechazando la moneda y su repetido intento de entregármela. Cuando quiso protestar y rechazarla por última vez, no le di tiempo y le dije:
- No importa, el pago no importa. Pero sí le quiero pedir un favor especial Señor Rubén. Quiero que antes de irse me deje algo que me enseñe... un libro... o lo que más le guste. Siempre lo he deseado y sé que Usted comprenderá a qué me refiero. Yo... yo quiero saber... y comprender. Yo quiero saber qué es lo que pasa.
Observó la moneda que aún estaba entre sus dedos, le dio algunas vueltas por unos segundos, pensando, resolviendo mi petición. Luego, mirándome de nuevo con una expresión de cariño y comprensión, con un momentáneo brillo en los ojos que se apretaban entre los párpados hinchados, me dijo en despedida:
-Pronto tendrás algo. Te lo mereces. Y sé que aprenderás, porque tu corazón aún es generoso. Mañana te mandaré lo que creo que es lo mejor disponible. Pero insisto: no te duermas y vete lo más rápido posible. Y no olvides nada de lo que te he dicho. No lo olvides. Tienes que actuar con mucho cuidado. Y sobre todo no te dejes convencer por nadie de lo contrario. Y ahora: adiós.
Me estrechó la mano con un fuerte apretón, sujetándome el antebrazo firmemente con la mano izquierda. De nuevo se volteó y recorrió a todos con la mirada, escudriñándolos mientras mantenía una expresión afirmativa. Luego, se levantó, me dio la espalda y se fue.
Se fue sin mirar atrás y sin otra despedida. Lo vi abrir la puerta y alejarse entre la gente que caminaba por la acera hasta desaparecer hacia la nada, quizás con un paso más decidido, pero ni remotamente con el porte de los primeros tiempos en que lo conocí. Mis ojos se inundaron y una angustia cruda y terrible me subió por el pecho. Sentí que perdía para siempre a un amigo como jamás volvería a tener. Sabía que no volvería a verlo.
En esos tiempos yo estaba a medio camino entre la juventud y el despertar de la hombría, sin experiencias, ciego. Y el ambiente que me rodeaba, de grandes cambios, de miedos y sobresaltos, de persecuciones y fusilamientos a la vista del mundo entero, a partir de ese día se me vino encima como un torbellino imposible de descifrar.
Quizás a partir de estas experiencias vividas con el mundo cayéndose a mi alrededor, afirmado en el contacto tan profundo con este extraño hombre que había aparecido de la nada, comenzaba a despertar mi conciencia ante cada hecho que me tocaba vivir. Ya nada me era indiferente.
Pero en aquel momento, más importante de lo que me había sucedido y seguramente mucho más trascendental que todo lo que me pudiese suceder en el futuro, estaba el desconsuelo y el dolor de saber que aquel alejamiento sería definitivo. No, no lo vería nunca más. Y quizá también a partir de estos acontecimientos tan penetrantes desembocando en esa despedida para la que no habría cura, sin saberlo ni presentirlo, yo también comencé a ser otro hombre derrotado y triste que quedaría atrapado y sin salida dentro de su propio corazón.
Salí al destierro, solo, en un enorme barco que había sido legendario durante la guerra civil española, en una madrugada dura y cortante en la que sólo se veían las luces de la bahía como tristes guiños de la ciudad. Nunca más regresaría.
Eran los primeros días de marzo del año sesenta, en aquel tiempo ya perdido en el pasado de un almanaque que ha quedado nublado por el paso de más de cuarenta años. Y con las hojas y las fechas de tantos calendarios y santorales que vinieron después y que fueron diseminadas entre el polvo de las desilusiones, yo también quedé sin vida, amargo y hundido en el abismo de la separación. El tiempo había volado, la distancia era abierta, pero la presencia de aquel hombre estaba en mí.
Y así, iguales de dolorosos y pesados, muchos otros años han pasado. Años grises, sin el sol de antes, sin alegría, monótonos, alejado de los campos hincados de cañas y palmas y de las playas que laten silenciosas con sus olas en mis venas, como notas de un punto guajiro en medio de la manigua.
Y esos años se han ido de manera distinta, como vistos desde la lejanía, casi sin dejar rastros en las nuevas emociones, sintiendo en ellos que hasta esa misma música campesina ya suena a algo que no me pertenece. Porque después de estar en cientos de sitios, aprendiendo y trabajando en las más variadas labores, de lavaplatos, de mesonero en bares y restaurantes, de chofer de taxis y hasta de cocinero improvisado, hoy estoy desde hace mucho tiempo detrás de un mostrador propio y me siento un extraño en todas partes.
Y afuera está el otoño, anunciando al frío y a la nieve que llega a ser blanca prisión en estas latitudes. Y también éste se irá con sus magníficos colores y sus hojas regadas por el suelo. Y vendrán otros otoños y otras nieves que también se irán. Y las tiendas y los grandes almacenes se adornarán con millones de luces y cascabeles. Y los niños correrán por la nieve con sus juguetes y sus risas. Y todas esas tiendas y almacenes harán grandes ventas y liquidaciones adonde acudirán miles de personas. Y aquí, donde estoy ahora, estarán quizás las mismas gentes de ayer, argumentando y discutiendo sin escucharse unos a otros, entre las banquetas, las mesas y la vieja cafetera que no puede faltar.
El mundo ha cambiado y cambiará muy poco. Y así, son muchas las estaciones que he visto pasar frente a esta cafetería de esta ciudad inmensa y despiadada. Y los clientes siguen viniendo y partiendo como el viento. Y los paisanos, que viven pendientes del café y de la calidad de los tabacos, y del béisbol, sin cesar hablan de Cuba, y de las luchas, y de lo que hicieron, y de lo que perdieron, y de lo piensan hacer cuando todo cambie y puedan regresar.
Pero mi corazón está colmado de un invierno perenne. Ya le cuesta mucho entender lo que todos hablan y pregonan sobre la base de un ideal ambiguo que por momentos llega a confundirse con la irrealidad y que sin lugar a dudas no se parece en nada al mío. En mi pecho no hay odios ni revanchas. Mi manera de ser, quizás demasiado triste y melancólica, esclava del entender, no es lo mejor para adaptarse a estos días en que todo cambia de sentido y se desdibuja a medida que el viento sopla en una u otra dirección.
Esta manera mía vive y siente al compás de otro reloj. Esta manera no se detiene ni se ha detenido nunca a pensar en reclamar lo que se ha perdido. Es la que llegó a soñar con los besos escondidos en las rosas. Es la manera a la que por siempre le ha faltado el imposible regreso de su amigo Rubén.
Y es así, a pesar del tiempo y las vicisitudes del destierro, nunca lo he podido olvidar. A la mañana siguiente de aquella despedida, la primera en que Rubén no se presentaba como de costumbre, y de manos de un joven e inseguro miliciano, recibí un pequeño paquete donde venía un copioso libro de poemas. Era un manuscrito hecho a lápiz con absoluta limpieza, cuidadosamente encuadernado, que en la primera página titulaba: “Rosas y Sangre”. Allí estaba escrito, en letra pareja y grande, muy firme, la siguiente dedicatoria: “A ti, José, mi pequeño amigo, que conociéndote, y a pesar de las rosas, sufrirás”. Esa misma tarde lo leí completo.
A la mañana siguiente, alrededor del mediodía, llegó la triste noticia. Alguien, muy alarmado, llegó con un periódico y a gritos nos llamó a todos hacia la mesa más cercana a la entrada del cafetín. En la primera página se veía una foto de Rubén en actitud pensativa, barbudo, vestido de rebelde, con la estrella de comandante resaltando sobre la boina roja y negra de los colores distintivos de la Revolución. Sobre la foto se leía. “Ha muerto el Comandante Rubén”.
No podía creerlo. Me sentí aturdido. Salí corriendo de la barra, atropelladamente, como un loco, apartando a los que se agrupaban en apretones y gritaban alrededor de la mesa. Y al momento, en medio de un coro, agarré el periódico y leí:
“Julián Ruiz, el conocido Comandante Rubén, héroe de la Revolución, fue hallado muerto en la habitación de un modesto hotel del centro de la ciudad. Nuestro compañero, escritor y poeta, se había sumado a las fuerzas rebeldes desde los primeros días de la lucha, primero en las guerrillas universitarias de la capital y después como soldado infatigable en las montañas de la Sierra del Escambray. Había conocido y sufrido las cárceles y las torturas más despiadadas de la dictadura y sus esbirros. Siempre al servicio de la Patria y amante y creyente como pocos del poder del Pueblo y de su Máximo líder, llevaba varios días desaparecido. El arma de reglamento, a poca distancia de su cabeza destrozada a quemarropa, lo explicaba todo. Se descarta la posibilidad de haber caído víctima de un atentado. Pero se harán todas las averiguaciones pertinentes. Era un verdadero y amado hijo de la Revolución. De cualquier forma, se ignoran los motivos”.
Ese día lloré amargamente, como jamás volvería a suceder. Y abandoné la cafetería sin avisar a nadie, dejándola abierta y a la deriva. Me fui sólo escuchando el reclamo y la sorpresa de la mayoría de los clientes que se miraban incrédulos mientras me daban paso y comenzaban a discutir.
Llegué corriendo hasta mi casa, mis padres me preguntaban sin que yo pudiese contestar, y entre las lágrimas y el desconcierto de la desesperación y el no entender saqué el pequeño libro de poemas que me había enviado y que aún guardo celosamente. Sólo yo lo he tenido. Y sólo yo sé lo que realmente significa.
Lo leí de nuevo. Lo leí sin poder contener el llanto y el sufrimiento que parecían matarme también. Era el mayor vacío que se pudiese imaginar y creo que nunca logré reponerme de aquel dolor. Y estoy seguro que ese fue el día más horrendo e inolvidable de mi vida. Después, con los años, llegué a leerlo cientos de veces. Pero tardé mucho tiempo en aceptar y comprender. Sólo el dolor que aviva y despierta, y la amargura que se queda impregnada en el paladar, y el aprender a renunciar que se resumen en las experiencias del que no puede olvidar, me han dado la verdadera lección que Rubén predicaba.
Y desde aquella misma tarde que publicaron la noticia, y a lo largo de varios días con sus noches, la radio y la televisión transmitieron programas especiales sobre la vida de Rubén. En todo momento hacían hincapié sobre su militancia irrenunciable al movimiento revolucionario. Y decían que sin vacilaciones ni dudas este Comandante no descansaba un segundo para enfrentarse, sin el conocimiento del perdón, a todo aquel que pretendiera oponerse al sentimiento de justicia y de razón popular de la Revolución.
Pero todo era una mentira. Yo, y de seguro aquella mujer desconocida que con tanta preocupación y sufrimiento lo reclamaba por teléfono, lo sabíamos mejor que nadie. Rubén había luchado y soñado, y seguramente se entregó al movimiento revolucionario como pocos, pero hacía mucho tiempo que sólo pertenecía al espacio de su amargura y decepción. La vergüenza era su fuente de dolor y ya no creía en ninguna de las innumerables falsedades que repetían sin cesar. Estaba enfermo de sí mismo y del horror que había ayudado a construir.
Pero las últimas palabras de aquella distante reseña del periódico, bajo la foto del querido amigo, y junto a uno de sus mejores poemas, mancillándolo, se han quedado hirientes en mi memoria, año tras año, con firmeza de eternidad, como una condena de venenos que no quiere aceptar tanta mentira. El hombre nunca entenderá. Se ignoran los motivos. Se ignoran los motivos.
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