"Señor Pinochet..."
Escudriñando en mis recuerdos infantiles, es posible que así comenzara una carta que en la segunda mitad de los años '70 le enviara al dictador una amiga nuestra y vecina de Potsdam. Tendría ella unos 6 años más o menos y le escribía desde el exilio una carta personal al general pidiéndole que liberara a su padre de la cárcel. Se llamaba Tania y era hija de Exequiel Ponce, dirigente en la clandestinidad del Partido Socialista en Chile. Creo recordar dibujos en que ella ponía la cara de su padre tras unos barrotes de una prisión. Los niños alemanes, que algo de memoria histórica llevaban incorporada por relatos e historias familiares (sólo habían pasado algo más de tres décadas del holocausto nazi) le decían -con cruel franqueza- que probablemente su padre ya estaba muerto, pero ella se aferraba a la esperanza de tenerlo preso pero vivo, de modo que pudiera leer sus cartas.
El general nunca se dignó a darle una explicación. Como tampoco se la daría a mi primo Mario por su padre Mario Morris, a Daniela por su padre Sergio Peña, a Javiera por su padre José Manuel Parada, a Paula por su hermano Carlos Godoy, a Manuel por su padre Manuel Guerrero, a Daniela por su padre Freddy Taberna, a Alan por su padre Alan Bruce. Como nunca se la dio a ninguno de los familiares de los miles de asesinados y detenidos desaparecidos. Como tampoco se la dio a todos los y las decenas de miles de torturados y torturadas. Como tampoco se la dio a las y los cientos de miles de compatriotas exiliados. Como no se la dio a mi familia, que como tantas otras en Chile, tiene el triste record de haber experimentado en carne propia todas estas atrocidades. ¿Delito? Querer y exigir una sociedad más igualitaria, más justa, más democrática, y comprometerse activamente en pro de estos ideales.
Y cuando pudo dar explicaciones optó por la ironía y el tono burlón del genocida. "Pero qué economía más grande..." diría a principios de los noventa cuando se iniciaron las exhumaciones de cadáveres en el Patio 29 del Cementerio General, fosa en que se enterró clandestinamente a cientos de víctimas de la represión militar y se descubrió que en algunos nichos habían sido lanzados dos cuerpos. Y no hubo aplicación de la justicia para el dictador.
En suma, Pinochet de algún modo representa y sintetiza en su figura pública varias de las peores características de esta particular especie que somos los chilenos. Traidor, cínico, cruel, arribista, cobarde... sobre todo cobarde. Y esto, disponiendo de todo el poder absoluto del Estado sin contrapesos llevó a la tragedia que conocemos y cuyas heridas aún llevamos en el cuerpo y en el espíritu.
Ahora que por fin se fue de este mundo, su familia pide humanidad, pide gestos de grandeza, pide paz. Y claro, seguro que sus hijos y nietos ven en él al padre de familia y al abuelo al que guardan afecto. Una de las grandes lecciones de la película "La Caída" ("Der Untergang") es que incluso la mayor de las bestias -como el caso de Hitler- puede ser al mismo tiempo un hombre completamente normal en su vida íntima. Eso es precisamente lo que hace más patente el carácter de ogro de estos personajes nefastos. Tipos que pueden jugar con sus nietos el domingo por la tarde y que al lunes siguiente estarán dando órdenes para torturar y asesinar a sus opositores.
Lo que yo espero es que haya alguna vez algo similar a la justicia para tantas víctimas de tanto sufrimiento a manos del dictador. Que los cómplices y colaboradores de la dictadura no se escuden en la muerte del anciano general para expiar sus propias culpas. Que nunca más en Chile haya un Pinochet. Que generemos mecanismos para erradicar los Pinochets que a veces laten de modo difuso en nuestra sociedad y que afloran con la intolerancia, el arribismo, el racismo, la xenofobia y el autoritarismo. Y que de una vez por todas la memoria histórica quede reestablecida y se llame a las cosas por su nombre: al pan, pan, al vino, vino, y al dictador, dictador. |