En marzo de 1985 estábamos recién instalados en Santiago y me faltaban unos pocos días para cumplir 11 años.
El Alitalia que nos trajo de vuelta a Chile desde el viejo continente se había posado en septiembre de 1982 en el aeropuerto de la ciudad capital, pero nos fuimos directamente a Viña del Mar, donde vivían mis abuelos. Fueron los calores, colores y olores de la provincia los que primero me ayudaron a construir la imagen de este país, al mismo tiempo mío pero desconocido.
Por eso, la noticia del cambio de casa a la gran metrópolis -por una combinación de motivos políticos y económicos- fue todo un suceso. Nos instalamos en un pequeño departamento cerca de las Torres de Carlos Antúnez y desde allí nos iríamos todas las mañanas en micro, con mi papá y la Eli, hacia nuestro nuevo colegio, el Latinoamericano de Integración.
Pero la mañana del viernes 29 de marzo nos fuimos solos con la Eli en la micro. Mi papá, que había sido contratado como profesor de castellano del Latino, se iría un poco más tarde, por algún motivo que no recuerdo. El viaje no tuvo nada de especial o diferente a los de otros días. Sólo un detalle nos llamó la atención por lo inusual para ser las 8:20 de la mañana (y de hecho recuerdo que lo comentamos ahí mismo con mi hermana): una micro de carabineros estacionada en la calle Los Leones, más o menos a la altura de Eleodoro Yañez.
Llegamos al colegio como siempre, serían algo así como las 8:25 hrs. En la puerta nos recibió y saludó cariñosamente un profesor de bigotes, al que llamaban el Tío Manuel, quien recuerdo llevaba puesta una chaqueta de cuero negra y conversaba con algunos apoderados que iban llegando a dejar a sus hijos (en ese momento, como recién llegado al colegio, todavía no ubicaba bien a todos los profesores, pero este rostro me era más o menos familiar, pues siempre estaba en la puerta y saludaba al llegar en las mañanas). La Eli se fue a su sala y yo a la mía.
Entré a mi sala, que quedaba en el primer piso. Era la primera, la que estaba más cerca de la puerta de la calle y tenía colgado en una muralla un gran mapa de América del Sur. Saludé a algunos compañeros y compañeras, de los que estaba recién comenzando a hacerme amigo, me senté en mi puesto y la Tía Isabel comenzó con su clase de matemáticas a eso de las 8:30 u 8:35. Como hacía pocas semanas había sido el terremoto, yo estaba particularmente preocupado por una pequeña grieta que había quedado visiblemente marcada en el techo.
Y entonces ocurrió. Serían algo así como las 8:50 y se sienten gritos desde la calle. No escucho bien lo que dicen, pero parece ser una especie de pelea o forcejeo. Luego, tras unos minutos -o tal vez fueron segundos- una fuerte explosión. En mi vida había oído el sonido de un balazo, por lo que lo primero que pensé fue en una bomba. Y luego el fuerte chirrido de unos neumáticos en el pavimento y un automóvil que arranca a toda velocidad del lugar. Casi simultáneamente con esto, desde el cielo se siente el ruido muy cercano, casi rozando el techo del colegio, de un helicóptero policial.
La Tía Isabel se asoma a la ventana desde la esquina de la sala y su rostro se pone pálido. Yo no lo recuerdo, pero al parecer en un minuto nos dijo que nos cubriéramos bajo los escritorios. Alguna compañera de curso se pone a llorar (estoy casi seguro que fue la Magdalena) y luego el llanto se generaliza.
La Tía Isabel nos pide disculpas, que esto no se debe hacer en una sala de clases, pero que le permitamos encender un cigarrillo y se larga a fumar, notoriamente nerviosa e impactada. Alguien dice "se llevaron al Tío Manuel !", "balearon al Tío Leo !", "se llevaron a otra persona de barba !". Y de aquí en adelante pierdo la noción del tiempo.
Cada minuto era como una hora.
(A todo esto, hace unos 2 años conversé por casualidad con una persona que me relató que vio el secuestro desde afuera, desde la calle. Estaba ese día en el paradero de la vereda del frente del Latino, con otras 3 ó 4 personas, esperando micro y extrañado de que no hubiera ningún flujo vehicular por Los Leones. De pronto, ve al otro lado de la calle a un grupo de personas subiendo a la fuerza a dos personas a un vehículo y disparando a otro sujeto. Le comenta a los demás que esperan micro que habría que dar aviso del hecho a alguien, pensando que había sido un asalto. Los otros le dicen que mejor haga como que no vio nada, que para qué meterse en problemas. Dieron la media vuelta y caminaron por El Vergel hacia el oriente. Esto me lo relató muy acongojado y sin saber que yo había estudiado en ese colegio y había vivido el suceso desde adentro. Cuando le dije se impactó mucho).
Recordé que mi papá iba a llegar un poco más tarde al colegio y relacioné con la historia que había escuchado de muy niño, de cuando en septiembre u octubre de 1973 llegaron las fuerzas golpistas a golpearlo, encañonarlo y apresarlo en la sala de clases del Liceo de Valparaíso en que era profesor, frente a todos sus alumnos, a plena luz del día. De tan sólo pensar que pudieran habérselo llevado a él o que lo hubieran baleado, un nudo de angustia se formó en mi garganta. Años después, conversando y recordando ese día con compañeros y compañeras de curso de la época, me dí cuenta que no fui el único: fuimos muchos los que pensamos automáticamente en nuestros padres y madres. Y efectivamente la tragedia tocó a una de mis compañeras: había sido al papá de la Javiera -José Manuel- al que habían raptado junto con el Tío Manuel.
El colegio se llenó de periodistas. Un grupo de alumnos más grandes pintaron un lienzo que colgaron hacia la calle, con los rostros de Manuel y José Manuel y la palabra "SECUESTRADOS" escrita con grandes letras de color rojo. Nos llevaron a todos hacia un patio interior del colegio y empezaron a llegar los apoderados para retirarnos. Nosotros nos fuimos al departamento de una amiga de mi papá (la Geca, mamá de la Fernanda o Fefa) con instrucciones muy precisas: "No abran la puerta a ningún desconocido. Si se acercan carabineros a hacerles preguntas no respondan nada, digan que no saben nada".
Y así pasó esa tarde eterna. No recuerdo si dormimos allí o volvimos a casa. Pero al día siguiente estábamos todos en nuestro departamento cuando escuchamos por Radio Cooperativa la noticia del hallazgo de 3 cuerpos degollados cerca del Aeropuerto. Describieron sus vestimentas y luego, más tarde, dieron a conocer sus identidades: Manuel Guerrero Ceballos, José Manuel Parada Maluenda y Santiago Nattino Allende. El llanto estalló en casa. Le pregunto a la Tía Geca qué significa "degollados" y me lo explica. Horror.
Al día siguiente son los funerales masivos. Marcho con mis padres y la Eli por las calles del centro de Santiago, con muchísimo miedo, debo decirlo, inmerso en una multitud de miles de personas. "¿Y si nos matan a todos a mansalva?", "¿Y si luego nos persiguen hasta la casa y nos hacen daño?".
Y luego volver al colegio el lunes. No hicimos clases, sino que dedicamos la jornada a conversar sobre lo ocurrido y expresar nuestras emociones infantiles. Escribimos cartas para el Tío Leo, que estaba agonizando con una bala en el cuerpo en la Clínica Indisa. Y más aún, organizamos entre nosotros una mini revista, que llamamos "Ñiños por la Vida", para venderla y donar los fondos para su tratamiento y recuperación.
Esta es pues la historia, esto es lo que viví, esto es lo que vivimos ese día. Esto es lo que queremos que NUNCA MÁS vuelva a ocurrir en nuestro país. Esto es lo que nos hace llenar de velas Los Leones1401 todos los años. Y este horror es el que, a pesar de todo, se nos ha convertido en optimismo, en fé en el futuro, en compromiso social, en creatividad, en alegría, en amor. |