Alma se sentía en extremo feliz por la llegada de Caterina. Conocía el carácter fuerte de su prima y resolvió esperar a que fuese aquella la que iniciara una conversación sobre lo sucedido. Comprendía que odiaba que la comparecieran y que se mostrara inflexible en su fortaleza, insensible ante su condición. Pero también entendía que aquella fortaleza, como todas las virtudes cardinales, tarde o temprano se rendiría, caería agobiada por tan pesada carga. Se contentaba pues en formarse la idea de que podría ayudarla, no procurando compartir su sufrimiento, pero si aliviando su peso con el sólo hecho de escucharla y distraerla de su propio juicio. “Su propio juicio” repitió para sí. “A menudo somos nuestros más crueles inquisidores… no hay peor castigo ni sentencia más duradera que aquella que nosotros mismos nos imponemos; hasta el más tonto cuenta con un buen abogado y los más inteligentes combaten sin cesar ni descanso… entonces la muerte es un agradable consuelo… Sí, la vida es un combate perpetuo… pero entonces el que queda fuera de tal combate es porque es incapaz de luchar… sin embargo hay otros que han luchado demasiado… digno de troyanos… el pensamiento se agota y vuelve y se alza, se agota y vuelve y se alza y así sin término hasta que nos dormimos o fijamos nuestra atención en el mundo de fuera para no durar mucho tiempo y volver a sumergirnos para volver a emerger, abismarnos para luego salir y flotar… y pasamos de un medio a otro eternamente… es terrible… terriblemente placentero”.
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Al sentir el aire agitarse suavemente sobre la tierra y oír a la par los relinches de caballos deseosos de una carrera, Caterina decidió dar una vuelta a los patios por los que tantas veces antes había corrido. Se animó aún más al recordar lo ligera que se sentía en aquellos parajes donde nada le interrumpía y a nadie compadecía. La hierba estaba mojada, quedándose impresas sus huellas en los pedazos de tierra estéril mientras pasaba.
- Compai mire esa, ¡Jesú pareciera como si Dio tuviera tirando los ángele del cielo! – exclamó Rubén al ver salir a Caterina. Ya ésta iba lejos, de modo que no le oyó. Pero Angelita, que salía en ese momento a limpiar los escalones cubiertos de paja, plumas y hojas se sorprendió al oír aquel comentario. No por quién lo decía sino a quién estaba dirigido.
- Rubén ¿qué se creen utede que tan haciendo?
- ¿Nosotro Angelita? Nada, nada…- respondió Rubén, un poco turbado por el susto que le hizo pasar la mujer.
- ¡Mirando a la muchachita de arriba abajo bueno freco! – les reprendió ésta, barriendo la escalinata.
- ¿Mirando qué? No, no Angelita no malinterprete, tabamo bucándole precio… – comentó Mateo, disfrutando cada palabra de la última frase, comenzando ambos hombres a reírse hasta que se le salieron las lágrimas.
- Coño… pónganse en lo suyo, quisiera yo que le oyera el patrón.
- Angelita déjese de cuento, aquí ete pedazo eh de nosotro, en la cocina hablamo… ay coño mujer de Dio y que he lo que le pasa…
- En la cocina hablamo… - siguió Angelita con tono despectivo y mirándole con los ojos encendidos, amenazándole con darles nuevamente - déjese de freco si no quiere otro pecozón… eto e lo último… dique bucándole precio…
- Mirar no hace daño.
- Tal ve creen utede que… – continuó diciendo Angelita con tono alarmante y hasta altivo, cosa que molestó a Rubén “Pa qué e que la mujere tienen boca” pensaba mirándole el rostro a Angelita, con el entrecejo fruncido. Finalmente no pudo contenerse y la interrumpió con voz alegre.
- Que va, nosotro no creemo na, esa mujere son como la etatuita esa que tan ahí dentro…
- ¡Pa mirarla! - Exclamó Rubén con gusto.
- Esatamente y solamente…
- Esatamente y solamente – repitió Angelita como si estuviese diciendo “Que burrada” - par de vagos…
- Trío de vagos – La interrumpió con tono correctivo Mateo.
- ¡EY Felipe! ¡Felipe! – le llamó Rubén con su voz grave, gritándole aunque solo estuviesen a pocos pasos de distancia.
Felipe estaba sentado en la tierra apisonada. Con la mano sobre la frente tal como si quisiese aliviarse el pensamiento, la vista fija en el suelo. Miró confundido y exasperado a Rubén. Luego movió las manos en gesto interrogativo.
- ¿Qué le pasa hermano? – preguntó Mateo con una sonrisa en la cara que hacía notar la presencia imponente de un diente ausente en el ala izquierda.
- Jódanse to y déjenme tranquilo. – respondió Felipe levantándose rápidamente. “Esas mujeres son como las estatuitas esas que están ahí dentro, para mirarlas…solamente”. Y mientras se dirigía a toda prisa dentro de la casa, malhumorándose aún más por no saber la causa de su descontento, su mirada tropezó con las pisadas de Caterina.
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Felipe Arau era el más joven de 15 hermanos. Era también el único que había asistido a la escuela, siendo el más culto de todos los campesinos en una gran zona. En el fondo no se consideraba como tal, campesinos eran sus hermanos pero él no, tenía un buen puesto en la hacienda, por debajo de Don Víctor, el viejo encargado general, y a pesar de que entre camaradas hablaba como un típico, sabía expresarse en un vocabulario bastante correcto. Un joven un tanto tosco, de abundantes cabellos negros que la caían sobre la frente y la piel tostada. Era bastante humilde, a pesar de sus momentos exclusivamente privados de superioridad, y se alegraba sin quejarse de poder aportar el mayor sustento del pan diario. La Niña, como le decía a su madre, había educado a todos sus hijos desde pequeños en el negocio, los mandaba diariamente con cubos que debían traer llenos de frutas para luego mandarlas al mercado, parte de aquel dinero era guardado para los gastos y la otra era invertida en telas para coser y revender. La Niña se dedicaba también a arreglar máquinas de coser, y con todas las actividades y cuidados en los que se veía inmersa a diario, nunca faltaba en la mesa el pan y siempre todos y cada uno de los quince hermanos estaban debidamente calzados y vestidos. ¿Padre? Felipe Arau no tenía padre, apenas conservaba de él su apellido.
Desde pequeño dividía su tiempo entre la escuela y la casa de los Mazzini, y desde que era un pichonzuelo el señor Genaro Mazzini le favorecía al ver en tan pequeño mozuelo tan gran esfuerzo. Nunca se reservaba a sus obligaciones, sino que estaba dispuesto a todo y a la hora que fuese, con decir que hace pocos días había servido de cochero, labor que estaba muy lejos de ser aquella que le correspondía. A pesar de ser tan presto para muchas cosas no dejaba de ser torpe para otras, puesto que todavía no caía en la cuenta de cual era la razón de su turbación y descontento.
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- ¿Qué cree usted señor Genaro?
- Nunca me ha gustado la política signore, io prefiero dedicarme a mis cosas, levantar mis negocios.
- Ah señor, pero si la política es la base de todo negocio – dijo sagazmente Álvaro Lunfardo. – Imagínese que cambiaran las leyes a eso que le llaman democracia e interés común… se va todo al demonio.
- Las leyes existen señor Lunfardo, pero hemos olvidado la más importante, por no decir todas. – añadió Gustavo Adolfo observando con desagrado la forma en que el señor Lunfardo se enrolaba el resto de barba que le quedaba en el mentón, una pequeña cantidad de pelos tal cual púber.
- ¿Y me podría decir señor Benavente cual sería esa ley tan trascendental? – preguntó el señor Álvaro Lunfardo, soltándose la barba (enroscándose ésta en un ricito con expresión grasienta y desagradable).
- La ley moral señor, cambiar la ley del embudo de una vez por todas. – contestó Benavente observando los platos sobre la mesa tal como si no le importase mucho aquel tema.
- Ah claro claro. Pero Gustavo, si es que me permite llamarle así, el bien es una cosa relativa. Verá, si enfoca esa palabra desde cualquier definición advertiría que es simplemente hacer lo que es conforme al deber, y nuestro deber es mantenernos a nosotros mismos, que es el fin de todas las cosas. ¿No es así maese?
- Il bien supremo…- respondió Mazzini, colocando una de sus regordetas manos sobre la barriga en gesto de satisfacción - ma io no sé, no me interesan multo esas cosas. Io sólo sé que vivo donde se prospere, y si los negocios empeoran io me cambio de lugar.
- ¡El eterno italiano errante! – exclamó a modo de chiste Lunfardo, acompañándose la voz con un aplauso y procediendo luego a acariciarse la pequeña barba. – Y ahí se aplica la ley del embudo, no hay de que quejarse si estamos en la boquilla, todo va con la ley de la supervivencia.
- Me gustaría que lo viese del otro lado señor Lunfardo, estoy seguro que no estaría de acuerdo con sus propias leyes. – dijo Gustavo, mirando fijamente a este señor e intentando no observar el ricito grasiento.
- Pero ese no es el caso Gustavo, y nunca lo va a ser. Maese pídase otro vino, es excelente déjeme decirle, ¡que cuerpo! – Exclamó el señor Lunfardo para continuar diciendo con su natural tono sarcástico - Veo que le gusta la política mi amigo, recuerde que de eso no se come.
- No me dedico a la política pero tengo mis opiniones al respecto. – se defendió Gustavo.
- Ah, no dudará usted que se interesa por esas cosas – insistió Álvaro Lunfardo, observándolo sagazmente.
- Va benne va benne, ¿signore qué me decía usted de las reses? –interrumpió el señor Mazzini, un poco cansado de aquel tema que no le concernía en absoluto.
- El par de Holstein-Friesian han dado bueno cría Genaro, se diría que éstas se pueden vender por el doble de precio. – dijo el señor Benavente, padre de Gustavo, contento por cambiar aquella conversación que empezaba a inquietarle.
- ¿Vender? No no no, io no las venderé. – repuso Genaro.
- Es difícil cambiar por dinero 7.890 Kg. de leche a término medio. – añadió el señor Benavente.
- Ma claro claro, sería muy estúpido venderlas.
- Esas vacas son grandes industrias por sí solas. – dijo el señor Lunfardo, interesándose en la conversación ahora que se hablaban de beneficios.
- Y debería usted ver el rebaño de Hereford que tiene. – complementó el señor Benavente.
- Ah claro, las Hereford… bonito animal en verdad. – dijo Álvaro.
La conversación entre ellos cesó al escuchar las primeras notas de una pieza musical en allegro. Está de más describir la amplia sonrisa que se dibujó en el rostro de Genaro Mazzini. Condujo a los caballeros hasta el salón donde se encontraban Caterina y Alma Camilly tocando el piano a cuatro manos. La música cesó y al instante entró a reunirse con ellos Luis Manuel Grant.
- Buenas tardes, caballeros, hermosísimas damas. – dijo dedicándole a Alma una sonrisa y sorprendiéndose al instante por la presencia de Caterina. – Genaro, tiene usted bien escondidas sus damas, y no se le podría reprochar. ¿A quién tengo el gran honor de conocer?
- Caterina, mía sobrina. –contestó el señor Mazzini, todavía sonriendo.
- Es usted un ángel señorita. –continuó diciendo Luis Manuel, sin duda todos los presentes pensaban lo mismo. – Luis Manuel Grant. – concluyó. Caterina miró a Alma, quien entornó levemente los ojos, conteniendo ambas la risa.
- Ah Gustavo, perdonadme no haberte presentado. Alma Camilly, Caterina, este es el señor Gustavo Adolfo Benavente, ya conocían ustedes a su padre.
- Es un placer. – contestaron ambas muchachas al unísono a lo que Gustavo respondió con una inclinación de cabeza.
Los señores se sentaron mientras Alma y Caterina seguían charlando cerca del piano. Poco después Luis Manuel se acercó a ellas. Sin perder tiempo empezó a halagar a la nueva conocida, renunciando a su intento luego de observar la fría mirada con que ésta le contestaba. Gustavo Adolfo se disculpó al poco rato. Ambas muchachas salieron media hora después, Caterina hacia su cuarto y Camilly hacia Avalon.
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El tiempo estaba fresco, hacía mucho que no llovía por lo que la tierra seca se extendía como polvo de canela bajo las pisadas de Alma. La hierba se coloreaba en distintos tonos de amarillos pero sólo hasta el bosque donde adquiría nuevamente las tonalidades verdes. Una que otra ave salía espantada, volando en los ojos de Alma se perdía rápidamente entre el cielo de árboles. A Camilly le divertía ver como las luces quedaban inmóviles entre las telarañas de ramas pareciendo gotitas de arco iris. No existía ningún camino, pero en este caso no se necesitaba más brújula que el sonar caudaloso del río. Al salir de entre los pinos quedaba una pequeña explanada de yerba con uno que otro tronco viejo y caído antes de que la montaña se precipitara al río, este se extendía abajo entre piedras y ligeras curvas; cadenas de montañas y palmas.
Con el rostro acalorado, Alma dejó a un lado el sombrero arreglándose instintivamente la cabellera. Se sentó apoyando la espalda en un tronco con las rodillas entre los brazos, posicionándose de manera que podía ver el origen del río en el horizonte, opuesta al sol. Los ojos le brillaban por el ejercicio.
- Espléndida vista – de algún lugar en aquel bosque se escuchó una voz muy contraria a la que Alma estaba acostumbrada a oír en esos parajes. Es natural decir que se sobresaltó y volteó la cabeza hacia atrás (de donde le parecía haber escuchado la voz) para descubrir a su emisor. Gustavo Adolfo Benavente se encontraba extasiado ante lo que veía. – Disculpe si la interrumpo, me pareció ver a Lúthien caminar entre los bosques y no pude contenerme a seguirla. – continuó.
- No se preocupe, aunque debo decir que me ha asustado.
- Otra vez disculpas, no era mi intención. – dijo, sentándose sobre uno de los troncos, observando una vez más el paisaje. – Tienen un pequeño paraíso ustedes aquí, lástima que esté tan escondido.
- Pero si eso es gran parte de su belleza, no me gustaría tanto si no pudiera estar sola.
- ¿Me está usted echando? – dijo Gustavo sin lograr evitar sonreír.
- ¡OH no! – exclamó Alma al darse cuenta de sus palabras. – Por supuesto que no – agregó sonriendo.
Se quedaron un instante en silencio, Alma estaba distraída con la vista en el río mientras Gustavo se había puesto a analizar una hoja que habiendo llegado a sus manos parecía tener el firme propósito de entretenerle mientras pensaba en alguna conversación.
- Sigue usted tan aplicada al piano como siempre. – dijo finalmente.
- Siempre, es una de mis grandes pasiones. A propósito de música, ¿es usted pianista? – preguntó Alma a su vez, recordando la primera conversación que habían sostenido.
- ¿Yo? No, querían hacer uno de mí pero me empeñé en hacerlos renunciar, no lo conseguí pero las clases cesaron por si solas. Aunque de todos modos aprendí un poco.
- Lo suficiente como para conocer el nombre de las piezas. – dijo Alma.
- Mi madre era pianista, mi profesora para ser más sincero, le gustaban sobre todo Chopin y Johannes Brahms. Esas piezas son algunas de las pocas de las cuales recuerdo el nombre.
- Tengo por seguro que era una gran pianista, a juzgar por su impresión. Que raro que haya dejado de instruirlo, lo más seguro es que tenga usted el mismo don.
- Era en verdad una gran pianista pero murió cuando tenía ocho años. Desde entonces su piano no se toca.
- Lo siento – añadió Alma sonrojándose, cualquiera hubiese podido adivinar que la muerte de la señora Benavente había sido la causa de que Gustavo dejara la música, ella lo sabía pero alguna parte de su cabeza quería escuchar esas palabras. Por otro lado Gustavo no parecía entristecerse, sino más bien enternecerse. Habiéndose roto el hielo siguieron conversando largo rato, él contándole sus travesuras de cuando niño y los disgustos que le causaban a su madre. Alma le escuchaba con interés (siempre lo hacía), y así se sucedieron los minutos hasta que el sol anunciaba marcharse y Gustavo la acompañó de regreso a casa.
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- ¿Por qué te pones a discutir sobre esas cosas con cualquiera? No sé como te las vas a arreglar cuando pases por agitador.
- Tal vez me excedí un poco pero ni para tanto. – contestó Gustavo.
- Y más delante de ese Lunfardo, quién sabe qué conexiones tiene. Entonces expones tus ideas a la ligera y te inquietas por cualquier cosa. – añadió el señor Benavente.
- ¿Cualquier cosa? No entiendes padre, ¿Por qué crees que el señor Genaro no vende sus reses?
- Pero ya lo oíste tú, les saca mucho más provecho teniéndolas que vendiéndolas.
- Claro que les saca más provecho. Bien que les producen una gran cantidad de leche, pero el señor Mazzini no tiene fábrica de lácteos ni es tampoco este mercado su fuerte.
- Ah hijo, no sabes si esas son sus intenciones, fortalecerse en ese negocio.
- Entonces crees que el señor Genaro va a competir con las grandes industrias contando con un par de Holstein? – insistió Gustavo, con expresión interrogativa - Perdóname pero es una resolución bastante tonta.
- No entiendo a donde quieres llegar, Genaro es italiano, los italianos son avispados en los negocios por naturaleza. – contestó el señor Benavente interesándose poco por el tema.
- Exacto. El señor Genaro sabe que algo viene y no vende sus reses. De lo más seguro el señor ese… Lunfardo, le trajo las noticias. Se le ve que es uno de esos vividores del gobierno.
- ¿Entonces dices que las cosas van a subir? Tanto mejor.
- Tanto mejor no, nosotros no tenemos ganado. Las van a acaparar para subir el precio… la única solución sería no comprarlas hasta que se les esté a punto de pudrir y nos las vendan a un precio más bajo.
- Si es por comida ya sabes que no hay problema… ¿por qué te interesas por esas cosas? No tienes la necesidad de preocuparte por eso.
- Padre, ahora es la comida, que coge el riesgo de que tengan que bajar los precios, luego van a ser otras cosas que no tengan el defecto de pudrirse.
- Ya, entonces vamos a rogar para que suban de precio los productos agrícolas.
- ¿Y quién te los va a comprar después? La gente tiene que comer pero venderías mucho menos, además de que corres el mismo riesgo del ganado.
- ¿Ahora me vienes con que hay que subirle el sueldo a los pobres? – preguntó entre mezcla de exclamación y chiste el señor Genaro.
- Si las cosas suben todo tiene que subir, subir no siempre es cosa de beneficios padre.
- Pues no, eso no puede pasar por que todo se va al demonio, también nosotros tenemos gastos. – dijo el señor Benavente, empezando a acalorarse.
- Es por eso que no puedes dejar que las cosas empiecen. Una vez comience el acaparamiento de bienes más personas se convencerán de que ahí está su gran negocio sin darse cuenta de que todos salimos perdiendo al fin y al cabo. Si el país se jode, todos nos jodemos tarde o temprano.
- ¡Cabrones de mierda! ¡Nada más les falta que quieran acaparar la moneda! – exclamó Benavente tal como si todo hubiese subido de precio instantáneamente.
- Veo que ya te estás contagiando. – añadió sonriendo Gustavo. – Las cosas no pueden seguir así, se necesitan dos elementos esenciales para el buen desarrollo del Estado: buenos gobernantes y pueblos lo suficientemente bravos para mantenerlos buenos. No es el pueblo el que tiene que temer a las autoridades, sino las autoridades al pueblo.
- ¿Y si el pueblo quiere algo que no les conviene? No todo puede irse para un sólo lado Gustavo.
- ¿Para qué se eligen los gobiernos? Al menos hipotéticamente hablando.
El señor Benavente observaba a su hijo con una mezcla de admiración, orgullo y temor, al tiempo que una corriente fría le recorría las vértebras en la espalda.
- Ya ya, contigo no se puede hablar de estas cosas, siempre sales ganando. No sé de donde diablos me habrá salido un hijo revolucionario. –decía el señor Benavente sacando un cigarro y dirigiéndolo hacia Gustavo para que éste lo encendiera.
- No soy revolucionario, por lo menos todavía no. - respondió Gustavo prendiendo con un clic el encendedor, sus ojos atentos al fuego.
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