Iba sin rumbo en la vida, con treinta y siete años a mis espaldas, así que decidí parar en el primer hotel que vi. Solo iba a estar una noche para descansar de tantas horas de viaje. Mi vida, después de lo que ocurrió en Ryston hace trece años, no era la misma. Aquel día me enteré de que mi mejor amigo era el amante de mi mujer, con lo que dejé mi trabajo y me fui de la ciudad. Ahora busco encontrar a mi hija, a la que no llegué a conocer. El hotel, llamado Fey, no tenía un estado sano por fuera. A su fachada le hacía falta unas manos de pintura, las ventanas, sucias completamente, y la puerta principal un tanto antigua. Al entrar no encontré a nadie en la recepción, así que llamé al timbre. Después de tocarlo varias veces, apareció un hombre con cara de pocos amigos. Entonces le pregunté:
- ¿Hay alguna habitación libre para mí, señor?
- Si, hay una, la 333 respondió el hombre seriamente.
- Vale. Me la quedo.
- Antes, rellene esta hoja.
Al finalizarla, el recepcionista me dió las llaves. Subí a la habitación por las escaleras, ya que el hotel no tenía ascensor. En ellas me encontré con una chica; la saludé pero no dijo ni una palabra. Primero pensé que era una maleducada, pero después que a lo mejor tenía algún problema auditivo. Al llegar a la puerta de mi habitación, alguien me tocó el hombro. Me di la vuelta y asustado pregunté:
- ¿Quién es usted?
- Perdone por las molestias que le haya causado. Soy Chris Pacht. Y usted, ¿cómo se llama?
- Soy Frank Wells y me alojo en esta habitación.
- Bueno si me necesita estoy en la habitación 324 ¡Adiós!
- ¡Hasta luego!
Por fin entré en aquel antro. Me esperaba lo peor, pero no era tan pésimo como imaginaba. Había una mesa y una silla, bastantes desgastadas por el paso del tiempo, un televisor en blanco y negro y una cama que parecía cómoda. Lo más sorprendente era que todo estaba muy limpio y ordenado. Después de pasar un largo rato reposado en mi humilde cama, recibí una llamada del servicio de habitaciones al teléfono. Cuando acabé la conversación, di una vuelta para ver como era aquel hotel. Nada mas salir, me encontré con la chica que antes había saludado en las escaleras, entrando en la habitación 325. En el pasillo también estaba un niño de unos ocho años. Le pregunté:
- ¿Cómo te llamas pequeño?
- No hablo con extraños respondió.
- Bueno pues me voy entonces.
- No, espere se lo diré. Me llamo Jack.
- Ah, Jack, ¿estás sólo?
- No, vengo con mi padre.
- Y, ¿dónde está?
- No sé, se largó y no me dijo nada.
- De acuerdo. Si lo veo le diré que estás aquí.
- Vale señor.
Después de esto fui a la cafetería. Al llegar no había nadie. Pasado unos cinco o diez minutos llegó un muchacho con aspecto de camarero. Al pasar se excusó diciendo:
- Discúlpeme señor por llegar tarde, ahora mismo le sirvo.
- Póngame un martini, por favor.
- ¡Marchando!
- ¿Cuánto es?
- Son tres dólares.
- Tome. Quédese con el cambio.
- Gracias.
Al acabar este delicioso trago me puse a leer el periódico. Miré el reloj y eran las siete de la noche. A las nueve se abría el restaurante para cenar. Mientras esperaba para la cena tuve varios encuentros con residentes del hotel. En uno conocí al padre de Jack, un tipo listo por lo que se veía. La madre los había abandonado a su suerte por motivos que no me contó. Trabajaba como juez en el tribunal del estado. El otro encuentro fue con una chica pija, por lo que se veía. Se llamaba Michelle y trabajaba como periodista en un periódico nacional. Seguidamente subí a la azotea a airearme un poco la cabeza, pero resulta que la puerta que daba a ella estaba cerrada. Con las mismas bajé, y mientras tanto me puse a ver los cuadros que habían colgados por las paredes del hotel. Al llegar las nueve partí hacia el restaurante. Entré y me senté en una de las mesas. Al rato vino una señora muy amable a servirme la comida. Cuando terminé me puse a charlar con ella:
- Gracias por la cena. Por cierto, estaba muy buena.
- De nada, eso me lo dice mucha gente. Soy una magnífica cocinera.
- ¿Desde cuánto tiempo lleva aquí trabajando?
- Pues desde que volvió a abrirlo el Sr. Stewart, hace seis años.
- Entonces, ¿este hotel cuándo se abrió por primera vez?
- Que yo sepa, hace 15 años. Bueno lo tengo que dejar ¡el trabajo me llama!
- Hasta otra, señora.
Tras esta conversación me dirigí a hablar con Stewart para saber el pasado de este hotel.
Busqué y busqué, pero no estaba por ningún lado. Me di por vencido. De vuelta a la habitación, me topé con la chica callada. Por signos le dije que se esperara. Cogí un bolígrafo y un trozo de papel de mi maleta y con las mismas estuve frente a ella. Escribí:
- ¿Cómo te llamas?
Ella con una letra clara y concisa anotó “Jessica”.
- ¿Y tu familia?
- Muy lejos, puso en el papel.
- Pero, ¿sabes dónde están?
- Si, en Ryston.
Esa aclaración me dejó petrificado; me hice la misma pregunta toda la noche, ¿será mi hija Jessica?
Al despertar, sobre las siete de la mañana, dando el sol sus primeros destellos, me puse en pie para afrontar el duro día que me esperaba. Nada más vestirme, llamó a la puerta la asistenta para reponer los útiles del aseo. Me comentó que el desayuno era a las ocho. Después de esto, en el vestíbulo principal permanecía con los ojos aún dormidos el señor Stewart. Esta era la ocasión para sacarle toda la información del hotel. Entonces entablamos una charla:
- Buenos días Sr. Stewart.
- Igualmente. Me puede llamar por mi apellido simplemente.
- Stewart, ¿qué sabe de este sitio?
- Yo lo compré hace seis años, anteriormente no sé lo que ocurrió aquí.
- Se me olvidaba, ¿quién es esa chica, la que nunca habla?
- Verdaderamente no lo sé, vino ayer.
- ¿Y en el registro no pone el nombre?
- Lo miraré y se lo digo al mediodía.
- Vale, luego nos vemos Stewart.
Posteriormente tomé el desayuno; estaba buenísimo. Cuando eran las doce me reuní con Stewart para que me contara lo que le había preguntado por la mañana. Él respondió:
- La chica se llama Jessica Smith.
En ese instante se me vino a la cabeza el apellido del amante de mi mujer ¿Y si mi ex-mujer puso a mi hija el apellido de ese tipo? Busqué por todo el hotel a la muchacha, pero sin resultado alguno. Más tarde supe que se había ido. Mi oportunidad de encontrar a mi niña se esfumó. Hice la maleta, pagué la estancia y me monté en el coche. Ahora mi camino estaba despejado; tenía un rumbo que seguir.
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