Hambre
El perfume de la carta ha regresado al cajón de la cómoda matrimonial. Javier no se mira en el espejo sobre el mueble. Oye al gato que pide comida, por eso sabe que son las once de la mañana.
El andar de sus pies lo lleva a silenciar el reclamo, envuelto en la letra recién descubierta. En la curva de los hombros ella le vuelve a decir –anoche- que llegará a las doce de hoy para comer.
Lo besa otra vez, anoche. Ecos del beso con distintas intenciones: en una de ellas le muerde la oreja, en otra moja la mejilla, en la última ni siquiera lo rozan los labios.
Esa carta. La insistencia del animal. Una frenada. La ubica en la esquina de la iglesia; allí las coloca cuando las oye.
Miles de mujeres en gotas de agua se van por el círculo plateado del desagüe de la bañera. Todas las mujeres tienen la cara tranquila. Todas las mujeres cierran los ojos bajo la ducha tibia. Todas las mujeres están tranquilas.
Detrás de la puerta del baño, la cama deshecha, algo de ropa por sillas, idénticas a sí mismas, como las mujeres de las gotas.
Javier piensa la mesada vacía de las cosas que necesitará para cocinarle a Bigote, el gato que ella trajo cuando era apenas un borbollón oscuro en la frazada, dentro de la caja. El animal grande, detrás de los rectángulos de vidrio deformante de la galería, lo ve ingresar en la cocina.
La mujer brota de la toalla blanca, ni muy bella, ni muy fea. Aprieta un punto negro en el espejo del botiquín. Con pasos cortos va del baño a la alfombra de la pieza en penumbras. Se quita la toalla, mira su cuerpo de mediana edad. El talco perfumado nieva sobre cada curva.
Bigote humilla su maullido en el patio alto de paredes.
Javier mira las baldosas flor de lis. Desde hace muchos años tienen derretido el blanco sobre el marrón de tanto pisarlas.
Carta manuscrita en papel fino. Letra de doctor, hubiera dicho su padre. Si pensaras un poco antes de hacer las cosas, le recordaría su madre al verlo confundido frente al agua que ya está hirviendo en la olla, sobre la hornalla azul.
Busca la bolsa de arroz de quince quilos justo al lado del cajón de las papas. Le pican los ojos cuando abre el taper con las sobras de hígado, pescado crudo, verduras negruzcas. Bigote se yergue, pegado al vidrio, crucificado de placer, atraído por el olor descompuesto.
La mujer siente las medias subir por sus muslos. La tanga celeste se ajusta, resguarda el calor de la entrepierna. Entrecierra los ojos. El corpiño sin aro metálico, la camisa color salmón, la cadenita de oro, el pantalón beige. La mujer se eleva sobre los zapatos claros con taco aguja. Camina retocándose las nalgas, va hacia la cocina.
Sobre la mesa, un par de pocillos de café donde se resume la mañana. Hay un leve aroma de colonia masculina. Los pies húmedos del hombre dejaron huellas que se van en la marea de la evaporación. Mira el reloj de pared, controla el suyo.
Javier echa el arroz, lo revuelve. Apura el lomo en el sartén, en el aceite plañidero, limpiamente amarillo.
Sus ojos no se animan a entender la doble tarea
Los brazos gruesos, en movimiento, transmiten la violencia de una voz agresiva. Agrega los pedazos olorosos al recipiente que borbotea.
¿Cómo será la voz de esa letra de doctor?
Implacabilidad de máquina lanzada, la olla espuma arroz y sobras. El sartén saltea la carne tierna. El cocinero agrega tomillo y un toque de nuez moscada.
El almanaque señala un día cualquiera, fuera de lógica. Ella mira la fecha, memoriza cuándo será su próximo encuentro. Pálida enseña de lo anónimo, la heladera ronronea. Abandona el departamento después de peinarse hasta recuperar su aspecto cotidiano.
Implacabilidad de Javier en la blancura de las papas, la pimienta negra, el vino fino dispuesto en el centro de la ceremonia que el reloj se niega en anunciar.
El gato retuerce la boca. Voz de médico. Esa letra.
Cae la masa de arroz amarillento con sobras olorosas en el plato de aluminio. Bigote abre los ojos, la boca, el hambre. El animal come, lo olvida.
En la mesa hay buen pan, servilletas impecables. El hombre vuelve del patio con la cacerola que hiede. Con vuelo sexual vuelca el resto de la masa que sirvió al felino sobre el lomo. Los humos superponen espesores. Sirve todo en el plato perfecto. Lo apoya en el lugar de ella.
El coche la trae con suavidad por recorridos a prueba de seguimientos y sospechas. Dobla en la esquina de la iglesia, pisa apenas el freno. Estaciona donde vive. Tiene una leve sensación de hambre y tiempo para almorzar antes de que lleguen los chicos del colegio.
Baja del auto, abre la cancel. Aparece Bigote, saciado. Ronronea entre sus piernas. Huele la letra del doctor.
Parado cerca de la cocina, Javier se ahoga en el perfume de la carta, del lomo, del arroz con sobras.
La mujer entra, busca su boca con un beso a destiempo que apenas si moja la mejilla, deja la cartera por cualquier lado. Se sienta a la mesa en el lugar de siempre. Mientras el hombre bebe a su salud, ella come con el hambre de Bigote.
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