Le habían dicho no en la comisaría, en los bares, en la cruz roja, en las beneficencias, en los puertos, en las ofertas de empleo, en los muladares; fue a ver que podían hacer con él en el centro de ayuda psicológica y le dijeron que era solo un pequeño malestar sentimental que pasaría al tiempo. Fue a la casa de un viejo amigo, y según el amorgo argumento de su madre, éste no se hallaba, tornaría de un viaje el próximo año. Fue por última vez al viejo psicólogo que no veía a los ojos mientras hablaba; pero ya había cerrado por asuntos familiares. Entonces, por última vez, Luis contempló la vida desde su espejo de bolsillo y se dirigió al puente más cercano, decidido a visitar a dios.

No había logrado emprender aquella aventura; alguien ató una soga a sus extremidades superiores; era el policía. Los bomberos se habían tornado poetas, el coral de las gentes carecía de maldad y egoísmo, los periodistas alardeaban la vida feliz, los niños en silencio le trasmitían un poco de serenidad al asunto.

Paso por comisarías, por psicólogos, por beneficencias, por ofertas de empleo, su amigo le invitó a muchos bares; todo el mundo se solidarizo por pena. Y cuando prometió a medio mundo que no lo volvería hacer se volvió a ver en su espejito de bolsillo y tornó a él todo el sufrimiento, como un agrio guiso de recuerdos indigeribles, y del mismo modo, volvió la misma pregunta de siempre ¿Quién ha robado mis huesos que me mantenían en equilibrio entre estos hombrecillos, y quien le ha añadido mas sal a mi alma?