Cuando lo que pasó ayer, pasa hoy y pasará mañana. Y eso que pasó, es que no pasó nada; o al menos nada digno de merecer un espacio en tu memoria. Nada digno de ser contado con emoción, nada que requiera una llamada de madrugada.
¿Qué pasa cuando te levantas, pero no te despiertas?
Cuando todo parece más lento, pero los años se pasan más rápido.
Cuando se te empiezan a confundir las fechas, un año y otro se mezclan, por una misma y repetitiva razón: no pasó nada. Nada especial, nada notorio. Tu vida no es noticia.
Nadie te hizo llorar. Nadie te odia. Nadie está obsesionado contigo. No te botaron del trabajo. No tienes una enfermedad terminal.
No vas a tener un hijo. No te vas a casar. No has decidido mudarte a otro continente. No vas a dar la vuelta al mundo trepado en un globo aerostático. No estás a punto de recibir una herencia millonaria, ni tampoco te ganaste la lotería.
Nadie nuevo te llama. No te llega un mail de alguien especial. Nadie llena el buzón de entrada de tu celular con mensajitos cursis.
Y la rutina te empieza a hablar. La rutina te dice: Abre los ojos. Mira el reloj-despertador. Golpea al reloj-despertador. Date cuenta de que ya es la hora en que tienes que levantarte. Date la vuelta. Vuelve a dormir por unos minutos. Despiértate sobresaltado. Sóbate los ojos. Levántate. Camina al baño. Mírate en el espejo. Asústate un poco por esos pelos parados. Métete a la ducha. Dúchate. Sal de la ducha. Sécate. Camina al cuarto en toalla. Abre las puertas del clóset. Escoge qué ponerte. No te demores tanto en escoger qué ponerte, vas a llegar tarde. Vístete. Camina a la cocina. Abre el refrigerador. Cierra el refrigerador. Abre el refrigerador. Cierra el refrigerador. (No, no hay nada para tomar desayuno, no vuelvas a abrir el refrigerador). Date cuenta de que estás tarde. Apúrate. Sal a la calle. Cierra la puerta. Transpórtate a tu trabajo. (Si tienes carro, en carro. Si no tienes carro, piensa: ¿por qué no tengo carro? Y toma un taxi, un micro, una combi o simplemente camina). Quéjate del tráfico. Llega a la oficina. Saluda al guachimán. Marca tarjeta. Prende tu computadora. Revisa tus correos. Piensa: “¡Qué flojera! Recién es lunes”.
Por otro lado, estás tú. Pero tú, a la rutina no le dices nada. Simplemente la escuchas y te quedas callado. Como cuando alguien más te cuenta una historia que no es la tuya.
Hasta que un día, cualquier día, te sale una especie de poesía desde adentro, desde las profundidades de tu hartazgo. Y no se la recitas a nadie, no se la cuentas a nadie. Sólo la escribes y la lees para ti mismo. Y la lees para ti mismo. La lees y la lees.
“Tengo el corazón apolillado
los labios adormecidos
y el ánimo desinflado.
Necesito una transfusión urgente de emociones.” (bis x 3)
Inmediatamente después, te das cuenta de que lo único que estás haciendo es quejarte, o peor aun, auto-compadecerte. Por eso, decides cambiar algo en la rutina. No todo, sólo algo.
Clases de salsa, un nuevo idioma, salir en la noche un día que no sea fin de semana, cocinar para alguien, una llamada al extranjero, un mail, una reunión en tu casa. Decidir, decidir cambiar. Decidirte y hacer algo.
¿Qué pasa cuando no pasa nada?
Cuando no pasa nada, no pasa nada.
Pero después de que te haces esa pregunta y buscas cómo responderla, yo creo que empiezan a pasar cosas. |