Había una mujer que levitaba cuando experimentaba un orgasmo.
La leyenda creció de los corrillos de vecindad hasta los medios de comunicación. En tanto la iglesia se ocupaba en negar, e incluso condenar la simple mención del presunto fenómeno, los políticos de izquierda y derecha extrañamente coincidieron en esta ocasión, calificando el supuesto portento como una patraña que respondía a los inconfesables intereses de alguna secta extraña, que lo único que perseguía era perturbar la buena conciencia ciudadana.
El sector empresarial, congruente con su "misión social", mostraba gran interés en acrecentar la leyenda, en especial la televisión. Y es aquí donde aparezco en escena, un reportero de nota roja al que se le ordena no escatimar esfuerzos para presentar evidencias sobre la anécdota y así multiplicar la audiencia de la emisora.
Después de realizar múltiples e infructuosas pesquisas en largas jornadas de trabajo, me encontré con que las personas mayores, en cuya experiencia había depositado mi confianza, no mostraban el menor entusiasmo sobre el asunto. Vamos, hasta parecía provocarles repugnancia. Su preocupación central estaba en cómo alargar la vida, y su vocación espiritual no se apartaba del hosco reino del dinero.
En cambio, fueron algunos jóvenes, acaso media docena, los que en medio de las jeringuillas con heroína juraban haber sido testigo del sublime fenómeno.
Coincidían en señalar a otro como el favorecido por las artes de esa misteriosa mujer: un hermano, un primo o un “colega”, todos ellos ya desaparecidos.
Porque a su decir, la levitación, en una altura no mayor a 30 centímetros, pero pocas veces menor, también elevaba al amante. Apuntaban que la dama permanecía debajo del varón, siempre en posición misionero, explicación que a decir verdad me convenció por meras razones anatómicas, aunque quizás habría que preguntar a Newton sobre la posibilidad de tal prodigio.
Hasta aquí cuatro cosas quedaban claras: 1. No había testigos ni evidencias de que la mujer levitara por si misma, siempre lo hacia con un hombre encima, lo que permitía suponer que la dama ignoraba las artes masturbatorias, no le agradaban o bien, como es normal, no practicaba en público este suave y delicioso remedio para el deseo. 2. La posición del misionero, seguida de la levitación impedía pensar que se tratara de un fenómeno de atracción magnética a manera de los prototipos de tren alemán y japonés, suspendidos por electroimanes en el primer caso y superconductores en el segundo, y que hubiera sido el caso de que la elevación sobre la cama ocurriera en las posturas de mujer dominante, hamaca o amazona; 3. La mujer de marras frecuentaba ambientes “yonquis” o por lo menos no le eran extraños ni era ajena a estos, lo que guiaba la búsqueda a los terrenos del bajo mundo, y 4. A ciencia cierta nadie sabía si la mujer de marras experimentaba orgasmos, si estos le provocaba levitar o viceversa.
Con estas premisas fue pasando el tiempo, entusiasmo y lógicamente los recursos para costear las dosis de mis informantes, quienes como buenos profesionales sabían escatimar información para prolongar la satisfacción gratita del vicio.
No fue extraño entonces que mi existencia se transformara del febril entusiasmo inicial a un estado de frustración paralizante, del cual no pocas veces intenté escapar, ya sea acompañando de cuando en cuando a los adictos o más frecuentemente, pensando seriamente en renunciar al trabajo, máxime cuando caí de la gracia del jefe editorial quien me exigía resultados y yo le entrega disculpas.
Pero como suele suceder en las películas de detectives, en el momento en que decidí abandonar el empleo sucedió un hecho relevante. Fue un lunes en plena jornada laboral, y con el personal de la oficina en pleno, cuando un mozalbete mal vestido y bajo el influjo de alguna droga irrumpió gritando mi nombre. Más por salvar las apariencias, que por interesarme en lo que el chaval gritaba, lo intercepté a medio camino hacia mi escritorio y tomándolo fuertemente del brazo lo saque a la calle. Ahí afuera y a través de sus ojos ardientes, por lo menos así lo hacía suponer el color rojo encendido, me hizo saber que el “agujeta” estaba muy mal, que se moría y que algo murmuraba sobre una mujer que volaba.
Y llegamos hasta la chabola, donde el “agujeta” en efecto se moría, se extinguía en medio de un par de colegas indiferentes y al parecer próximos a acompañarlo en el penoso trance. Al verme estiró el brazo, como para pedir algo, un gesto suplicante. Me acerqué con miedo y no poco asco, creyendo mi obligación hacer el papel de padre de confesión.
"Urja, la urja", musitó al tiempo que dirigía la mirada hacia el cielo adquiriendo una expresión de dulzura que envidiaría el rostro del mismísimo San Agustín.
A continuación cerró lentamente los ojos, no del todo, a medias y así quedó. Intuí que había muerto. No lo comprobé.
La urja, la urja, menudo acertijo. Un presentimiento de que podría tratarse del nombre de la mujer que levitaba al sentir un orgasmo, o alguna pista que me llevara a ella.
En congruencia con mis hipótesis de trabajo y cual el lobo estepario de Herman Hesse caminaba en las noches explorando callejones, rincones y establecimientos turbios. Porque además estaba convencido de que los milagros solamente se dan en las capas bajas de la sociedad.
En un momento de pretendida lucidez, y luego de dar vueltas y vueltas a la palabra incógnita: urja, urja, me vino a la mente Maruja o sea María. Pues seguramente habría más de una Maruja en los sitios que visitaba. Y sí, conocí a media docena de mujeres que así se hacían llamar, de una vulgaridad nada volátil pero en cambio de abundantes carnes que imposibilitaban hasta el más pequeño salto, ya no se diga la levitación que
Todos los esfuerzos eran en vano, hasta que una noche, de pronto y seguramente por seguir dado vueltas en la cabeza a la dichosa palabra, me encontré con ésta en luces de neón rojas : UR JA. Entiéndase, con la palabra, que no con la mujer, aunque una cosa dio paso a la otra.
(continuará)
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