Cuando la lanza del centurión atravesó el costado sagrado del Mesías, José de Arimatea supo el sacrilegio que significaba que tan sagrada sangre tocara al suelo. Entonces el viejo guardó en un cáliz la sagradísima reliquia. Tal gesto hizo inmediatamente que apareciera como sospechoso de pertenecer a ese grupo sedicioso que en ese momento se encontraba disperso y huyendo.

Los guardias siguieron al viejo por las calles de Jerusalén. El viejo temiendo ser detenido y la copa derramada encargó a un niño que pasaba llevar la copa a su casa donde estaría segura. El niño corrió entonces a hacer el encargo.

Cruzó la vía dolorosa, el mercado, un caballo casi lo atropella, giro la esquina para entrar a su casa por el corralito pero al llegar unos amigos le llamaban para jugar a la pelota.

Rato después de ser soltado José de Arimatea esperaba al niño en aquella casa. El niño llegó entonces corriendo. El preciado contenido de la copa había sido derramado por todo el camino. José de Arimatea al ver la copa alzó su mano lleno de ira, luego la puso sobre la cabeza polvorienta del niño y le acarició.