Grandes nubarrones grises cubrían el cielo. Ráfagas, fuertes, pero inconstantes, de viento frío, le daban al ambiente un tono lúgubre.
En medio de los álamos plateados, que dejaban caer sus primeras hojas, dándole al suelo una tonalidad verde oscura y plateada, según como cayesen las hojas, comenzó, en solemne silencio, la caravana. Primero, el carro mortuorio tirado por cuatro Percherones zainos oscuros, más negros que una noche sin luna, sin estrella ni sueños. El pesado paso de estos cuatro animales guiaba al resto. Una innumerable cantidad de carretas, carros, sulkies e incluso hombres a pie seguían este paso firme pero lento.
Todo era silencio y solemnidad. Tules negros ocultaban los colores y opacaban los vehículos que tenían algún toque de alegría.
Un grupo de mujeres lloraba a más no poder. Vestidas de negro, estas ancianas, se tomaban la cabeza, se abrazaban y se consolaban unas a otras mientras intentaban permanecer lo más cerca posible del carro.
Otros, tal vez los que más lo habían conocido optaban por el silencio del final de la caravana. Allí, el constante golpeteo de los cascos contra el suelo era el único sonido que violaba a ese silencio imperante. Entre las lloronas que corrían detrás del carro y los jinetes que ya no sentían ni el latir de sus corazones, se encontraba el pueblo. Hombre, niños y mujeres que en carros, caballos, sobre mulas o a pie, seguían con profunda tristeza a aquel carro negro. Todos con sus rostros paralizados por el horror.
Luego de seguir por la carretera por más de una hora, sin detenerse ni por las correntadas del viento ni por el cansancio de los caballos, ni por la imprevista caída de alguna de las lloronas debajo de las ruedas del carro, este frenó en un cruce de caminos. Allí, un caballero de la guardia real, montado en un padrillo azabache, empuñando en la diestra el escudo de aquel reino; saludó, dio vuelta su corcel y continuó por el cruce. Automáticamente el carro, y con él toda la caravana, reemprendió su marcha siguiendo al caballero.
Luego de casi una hora de viaje el caballero frenó abruptamente frente a una fortaleza. Inmediatamente el carro se detuvo, y con él toda la caravana. Ya estaba comenzando a oscurecer.
Los nubarrones ocultaron los rayos del sol antes de lo previsto y en la penumbra ya se vislumbraba una noche tormentosa. Las lloronas se tiraron al suelo, más por el cansancio que como signo de respeto. Los caballeros bajaron de sus corceles y permanecieron inclinados en señal de reverencia. El pueblo entero inclino, expectante, la cabeza.
Del castillo salieron 5 personas. Un viejo escoltado por dos guardias, vestido con una única blanquísima que se ceñía a su cabeza por la gran corona de oro, casi tan pesada como él. Era evidente su gran esfuerzo por mantener la cabeza erguida a pesar del peso que llevaba encima. Sus ojos, casi blancos, parecían ya no querer ver nada más, pero su mirada serena, aún podía apaciguar a la fiera más salvaje. Su barba, larga y prolija, era una perfecta combinación de pelos blancos y negros que de haberlos contado su número habría sido el mismo.
El viejo freno y respiró profundamente. La joven que lo acompañaba, vestida de gala con una amplia falda, un pronunciado escote y cubierta de joyas, lo miraba con tristeza. El hombre que tenía a su lado, también vestido de gala, contemplaba la situación en el más profundo de los silencios.
El viejo se adelantó unos pasos y se dio vuelta. Apoyó con firmeza el báculo de oro que llevaba en su diestra e hizo señas a la joven pareja para que se postrasen ante él. Luego hablo así:
“Hijo, quiero que jures ante mí y ante Nuestro Señor que llevarás con altura el cargo para el que Él te designó. Que sabrás escuchar a tu pueblo y que sabrás ser justo con tus ciervos, y que castigarás como corresponda a los que no cumplan las leyes dictadas por Nuestro Señor.
"También, quiero que jures ante tu pueblo que amarás y le serás fiel a tu Reina y que nos dejarás una digna y vasta descendencia, como yo lo he hecho”.
Con dificultad se quitó la corona y la colocó en la cabeza del joven. Luego de un instante de silencio, en el que el viejo miró la escena con profunda melancolía, besó a su hijo, que continuaba arrodillado y, dijo potentemente: “Mi primogénito y mi heredero. De hoy en más solo te postrarás ante Dios; así que levántate y deja que tu pueblo te alabe.
Inmediatamente lo ayudó a levantarse y con dificultad se arrodilló; y, temblando por el esfuerzo besó las manos del ungido. Al instante el pueblo, que continuaba sumido en su tristeza y había seguido el acto casi con apatía, quebró el silencio con un ensordecedor grito de júbilo.
Los dos guardias ayudaron al anciano a levantarse. Este, miró a los ojos a su hija y sin decir una palabras más comenzó a caminar hacia el carro. Por la espontanea e increíble alegría que había brotado en todo el pueblo, nadie se percató de ello. Los guardias, uno a cada lado, lo escoltaban.
Al llegar hasta el carro abrió la puerta trasera y aparecieron dos féretros. El pueblo enmudeció nuevamente. Por más que los cajones eran exactos, había una gran diferencia entre ellos. Mientras uno aparentaba ser nuevo el otro parecía tener varios años bajo tierra, su madera gastada, estaba despeinada y cubierta de verdín en sus paredes.
El anciano apoyó las palmas sobre el viejo cajón; y aunque lo hizo con suma delicadeza, no pudo evitar que una gran nube de polvo se desprendiese del cajón. Sin dejar de tocar el viejo féretro, cerró los ojos y comenzó a sonreír. Todos se sorprendieron, hacia mucho que no sonreía y nadie lo recordaba haciéndolo de corazón desde la muerte de la reina.
Luego de unos instantes soltó el féretro y ayudado por los guardias subió al coche. Una vez arriba giró y miró a su pueblo. Los vio hincados ante él, vio como admiraban su decisión. Eso lo reconfortó y le dio fuerzas. Como todos tenían la vista en el suelo nadie notó que él los observaba. Se dirigió al otro cajón y lo abrió lentamente pero con gran seguridad. Al escuchar el chirrido todos sintieron curiosidad por ver lo que sucedía, pero pocos fueron los audaces que se animaron a levantar la cabeza. Esos pocos y privilegiados ojos fueron los únicos testigos de lo que ocurrió en el carro mortuorio.
Un terciopelo rojo era el fondo de un tapiz con el escudo real decoraba el fondo del cajón. El escudo estaba completo y lucía realmente bello. La cruz, bordada con hilos de oro era el marco que dividía el heptágono – que poseía la misma forma que el ataúd- en cuatro partes. En el lado superior izquierdo, una luna llena. Esta luna perfecta estaba trabajada con polvo de mármol, granito y otra piedra secreta; que según se decía, era de la mismísima luna, reflejaba esa misma blancura que da nuestro satélite en las noches claras de verano. En el casillero contiguo un solemne sol de oro cubría el espacio.
En la parte inferior una espada y un hacha cubrían cada uno de los dos casilleros uniéndose en el centro del escudo junto con una guadaña, símbolo de la muerte, superpuesta a las armas y a los bordes de la cruz.
Los dos guardias tomaron al anciano, que aún observaba esta obra de arte. Al sentir la fuerza de los brazos que lo levantaban, el viejo se abandonó sumiso a la voluntad de sus guardias. Luego de levantarlo los soldados miraron a su nuevo amo automáticamente. Este, ante la mirada atónita y llena de dolor de su reina, afirmó fríamente con la cabeza.
Mientras los soldados colocaban al anciano dentro del cajón, este cerraba muy lentamente los ojos. Cuando al fin los terminó de cerrar, supo que ya no volvería a ver la luz. Inmediatamente sintió que cerraban y trababan el cajón. Estaba tranquilo, ya había cumplido con su misión y corría a encontrarse con su reina después de tantos años de soledad y tristeza. Oyó el chasquido del látigo contra las ancas de los caballos.
El carro y la caravana continuaron su camino hacia el cementerio entre ráfagas de viento y las hojas que los árboles desprendían.
JLS
22/09/99 |