ORINOQUIA.
La presencia de la selva se imponía con el misterio y la profundidad de su verdor sombrío y apretado. Era en sí misma la cuna y el refugio de la vorágine de vida que engendraba y alimentaba en su seno. Cantaban y chirriaban las aves batiendo las alturas con sus vuelos de plumajes multicolores, rompiendo con su agudo vibrar el vapor de la humedad y la quietud del espacio sin nubes. Olores de flores y espesura se mezclaban en la brisa.
Y el inmenso río, pesado, deslizándose como una lanza entre la fronda y las playas que se dibujaban en los límites de la vegetación, avanzaba y se alimentaba de los caños oscuros con la fuerza y la paciencia de estar siempre al alcance de todo lo que le rodeaba.
Y navegando por él, sin titubeo alguno, un pequeño buque, contrastando en su blancura con la corriente gris-azul que remontaba, se acercaba a lo lejos bajo la radiación del mediodía. Venía en un derivar que lucía apacible en la distancia, abriendo y cerrando una estela dibujada por instantes de espumas dejadas a su paso, borradas por el caudal, manteniéndose a una distancia de la orilla que no excedía de una décima de la anchura de las aguas. Evadía la turbulenta corriente central.
Venía de muy lejos; lo decía la bandera que volaba en el mástil de popa, de rayas blancas y rojas entrecruzadas sobre un fondo azul casi negro. Bajo aquel cielo altísimo, el barco se presentaba y aproximaba aparentemente como si se hubiese rendido al surcar y luchar contra el río entre la belleza de la selva. Pero no, se acercaba a un ritmo lineal, sin apuros, como sabiendo de su certeza en el arribo. Desde que se asomó al superar el último recodo de tierra en la distancia, anunció su presencia con tres largos llamados que se expandieron tras el aliento negro de la sirena.
Y estando más cercano, se pudo distinguir al hombre que llegaba parado en solitario sobre el extremo de la proa, liderando la marcha, apoyado de costado contra la borda de estribor. En su posición de altura en la proa, resaltaba por sus ropas muy blancas azotadas en volantinas por la brisa mientras su cuerpo se mecía fácilmente al seguir el ritmo de la navegación. Miraba a todas partes, como impregnándose de la naturaleza, como descubriéndola.
Y la nave, manteniendo su rumbo, hendía el agua de aquella planicie en que casi se hacía necesario adivinar la ribera opuesta, violácea y difusa. Se aproximaba en su navegar hasta pasar ligeramente de largo, aminorando la velocidad, para luego desviarse y dibujar una graciosa curva que lo regresó ayudado por la corriente que casi lo dirigió hacia la orilla. El puerto que le daría cobijo era apenas un punto perdido a un lado del río, una boca de poca apertura, una nada en medio de aquella espesura inigualable.
Con los brazos estirados y las manos sujetas a la barandilla, equilibrándose ahora con alguna dificultad al seguir el vaivén y cabecear más agitado de la embarcación en su lucha contra el oleaje que ella misma provocaba con acelerones y desvíos de arrimo, el viajero se aproximaba al muelle sin abandonar su posición. Los curiosos lugareños que se habían movilizado hacia el embarcadero, lo observaban, sonriendo con simpatía ante los tirones del barco y los seguros empeños del pasajero por mantenerse estable sobre la cubierta.
Pero el hombre parecía no extrañar nada; ni mostraba el cansancio de estar arribando de un largo viaje; ni parecía resentir el estar sometido al rigor de las altas temperaturas de aquellas latitudes que vibraban de energías hasta el delirio.
A medida que la nave tanteaba y rectificaba su aproximación al atracadero, agitando las aguas en lo que sería el último torbellino a vencer, se podían detallar sus distintos elementos. El casco no era tan blanco como se veía en la distancia y la línea roja de flotación estaba despintada y opaca. Se notaba el abundante óxido en las cadenas, en las barandas, en las escalerillas y en las claraboyas y las puertas. También se podía observar la carga ligera que se había repartido por los espacios disponibles en la cubierta. Los tres tripulantes que se ocupaban de la maniobra de atraque, se desplazaban con eficiencia para asegurar el inminente arribo. Seguían las órdenes que a gritos se daban unos a otros y actuaban sin dudar sobre las faenas que debían ejecutar a cada instante. Hasta que, casi al unísono, ultimadas las exigencias, se dirigieron y definieron en sus respectivas posiciones a lo largo de la eslora. Los tres portaban gruesos cabos rematados en grandes lazos con los que se preparaban para domeñar la nave y recalar con prontitud. Cuando al fin el barco atracó en turbulento barloar, con los motores resoplando y gruñendo en marchas y retrocesos que mostraron y alardearon de su verdadero poder, amarres y órdenes de tripulantes y auxiliares de tierra se confundieron con la algarabía juguetona de los niños del puerto. Los muchachos, prietos, sin zapatos y con pantaloncillos cortos, sin camisas, corrían y brincaban de un lado a otro como locos, gritaban y silbaban, ofreciendo sus ayudas en la maniobra y haciendo uno que otro amarre.
Después, la embarcación disminuyó el sordo bufido de las máquinas, y poco a poco fue amansándose entre el abrazo y el bailoteo de las aguas que buscaban el equilibrio de la clarificación y el sedimento. Los pequeños remolinos y las burbujas que entonces ascendían desde el fondo, se despejaban entre los abitones y las vigas de sostén del gran maderamen del muelle que se afincaba sin debilidades a la escollera de la orilla. Un viaje de casi un mes de duración, bajando desde los mares de las regiones heladas del Norte, hasta casi rozar la línea del Ecuador, para después internarse por el río hacia la profunda selva, había llegado a su fin cuando la última cuerda se apretó sujetando el barco a tierra.
Los amarres gimieron en su contención y sus estirones dejando un estrecho espacio entre el casco y las maderas del muelle. Tanto el barco como el atracadero quedaron protegidos de los bandazos por los topes de goma que se enfilaban asegurados a la baranda de estribor. El inesperado arribo de una nave era uno de los pocos acontecimientos que podía romper la letanía y el cansancio del casi no hacer nada en el lento correr del tiempo de esos territorios donde los relojes no eran necesarios. Prácticamente no existían. Había tiempo para todo. Los lapsos que interesaban podían determinarse por las fases lunares, los amaneceres y ocasos, las cortas épocas de sequía y los largos meses de lluvias y crecidas del río.
En el puerto, que apenas era un punto sobre el mapa y un nombre en el olvido de una nación entera, sólo reinaban la húmeda canícula y los ruidos y las voces de la selva y el río. Y en medio de ello, el hombre que llegaba, joven y enjuto, con la cabellera de oro y los ojos azules casi cerrados a bisel bajo la sombra de la mano con que se protegía de la refulgencia que enceguecía, era en verdad una visión totalmente inesperada. La barba, corta y en reminiscencia de vikingos navegantes, le brillaba en enredado incendio alrededor de la risa perfecta.
Con sus telas de algodón livianas y sueltas, que se mantenían esclavas de la brisa, era, como nunca antes había sucedido con tanta admiración, la atención y meta acuciosa de los que acudieron a dar la bienvenida al barco. También lo era de todas las miradas de aquellos que permanecieron en una espera más tímida y distante, a la expectativa, sabiamente protegidos del sol. Sus ropas, y los mocasines de cuero, ausentes de calcetines, unidos a sus maneras desenvueltas, le hacían resaltar aún más al enfrentarse con lo elemental de las gentes que lo recibían y con lo silvestre del paisaje en derredor.
Los hombres de allí se sentían más que cómodos con la centenaria alpargata, el burdo algodón, los pantalones sobrados y sujetos de cualquier manera y el ineludible sombrero tejido de paja. Tan sólo las mujeres usaban sus batas de finas fibras, adornadas con llamativos colores donde dominaba el dibujo de las flores.
Pero lo familiar no se hizo esperar cuando el viajero descendió por la escalerilla de estribor con entusiasmo y vitalidad, confiado, con la seguridad y libertad de movimientos de quien ha conocido miles de puertos en cientos de países por el mundo entero. Ya en el muelle, habló por un momento con el capitán del barco, que bajó junto a él, mientras cruzaban papeles y apretones de manos en lo que aparentaba ser una mezcla de simpatía y despedida.
Enseguida, a una pregunta del pasajero, el oficial le señaló con el brazo extendido una dirección. El hombre se volteó, dándole la espalda al barco y al río. Observó durante unos segundos la pequeña casa que éste le había indicado y que se anunciaba a duras penas como la sede minera de la región. Lucía un letrero sobre el techo del portal que, de seguro sometido por años a la acción de las lluvias y las altas temperaturas, se había vuelto casi ininteligible. Allí se centraba lo que sería su lugar de trabajo.
Se sonrió, con un gesto de aceptación y entendimiento. Aún repasó por un momento el resto del ambiente y no se extrañó del poco movimiento ni del silencio de la gente que lo observaba. Bajo el inclemente sol, tan sólo los niños seguían con sus parloteos y sus risas, correteando y brincando en sus juegos y travesuras. Tres grupos de gallinas escarbaban y se alimentaban afanosas en aquel suelo que aparentaba no tener nada de vida en su interior. Junto a ellas, un perro flacuchento buscaba una sombra donde cobijarse, tras una corta presencia indagatoria de ojos caídos y olfateos distantes en el muelle.
El hombre hizo otra señal de aceptación. Estaba satisfecho con lo que veía. Luego, se llenó el pecho con una inspiración profunda que transmitía su deseo de empezar la acción de una vez. Parecía más que contento con el lugar y la naturaleza del destino final de su viaje. Hecho esto, se acercó a los marineros que se afanaban en la bajada de la carga y se ocupó de dirigirlos en el reconocimiento y ubicación de sus cosas sobre el muelle. Bultos, maletas, instrumentos y una gran caja identificada como un laboratorio fueron colocados ordenadamente en un lugar aparte del resto de lo desembarcado. Un teodolito destacaba impecable entre los elementos que traía.
El hombre se desplazaba y actuaba rápidamente, conocedor de cada detalle, siempre sonriente. Después de revisar cada bártulo y asegurarse de que todo estaba en orden, se despidió de cada uno de los marineros, caminó por el muelle y se paró en el extremo interno del maderaje para recorrer más inquisitivamente el poblacho con la mirada.
El puerto era un simple caserío muy venido a menos, constituido principalmente por una veintena de viviendas desparramadas en semicírculo alrededor de un gris apisonado de arena lavada. Lo demás era el cielo altísimo, la inmensidad del río y verdor y más verdor de árboles y más árboles por todo lo restante. Aquel lugar, que se mostraba abandonado en la escasez de las comodidades y de los adelantos más elementales, que seguramente era mantenido en esas condiciones rudimentarias para que requiriera del menor cuidado posible, sería su base de operaciones. Allí sobraban los esfuerzos por mejorar la sencillez de cualquier cosa.
Observando el terraplén y el caserío desde la poca elevación del muelle, volando con la imaginación sobre su posición en aquel apartado lugar, se pudo ver a sí mismo desde las alturas, como un punto mínimo y blanco sobresaliendo en aquel espacio de arena y humildes casas. Aquel poblacho era una mancha insignificante, una superficie vacía adherida a un costado del inmenso río, casi una nada perdida en lo que parecía ser el fin del mundo. Si no fuese por la seguridad que podía brindar los futuros contactos con el barco, estar allí sería como ser un náufrago dentro de un cráter de fondo plano y sin verdor en medio del gigantesco verdor de la selva.
Pero había llegado al término de su recorrido sin ningún inconveniente y no se sentía para nada incómodo. Bajó los tres peldaños que le separaban de la planicie y por ella caminó sin apuros, viendo a un lado y otro, tranquilamente, llenándose a satisfacción con la magnificencia que le rodeaba y como recuperado de energías al pisar tierra firme. Después de tantas jornadas en el mar y contra la corriente de aquel río gigante, estar en el puerto era como arribar a un oasis donde provocaba trabajar y descansar sin mayores afanes. Sabía que allí podría contagiarse de libertad, dejándose llevar por las leyes de un ambiente nuevo y avasallante.
Y mientras caminaba, pensó que había navegado por el río como un viajero sediento de conquistas que viniese de otro siglo, rodeado por aquella congestión de árboles inmensos, viendo monos, caimanes, tapires, miles de aves y cientos de otros animales en las afluencias de los caños y en las playas de las orillas. Y el viaje, en esa etapa final, le había hecho nacer a una aventura y a una nueva capacidad de percepción que iba mucho más allá de sus pasadas experiencias. Hubo momentos en que sintió que allí se podría aprender a esperar y a contemplar el mundo de un modo diferente, con naturalidad, sin nada de qué preocuparse.
Los ribereños lo vieron dirigirse a la casa que fungía de oficina en un andar de piernas largas, sin apremio, con su maletín de cuero gastado bajo un brazo, secándose el sudor de la cara y el cuello. Usaba un pañuelo que de seguro estaría ya embriagado y pleno de las voces del viento y del salitre de la mar entera. Ya se embriagaría en un futuro inmediato de los aromas de la selva, de sus gentes sencillas y de las fuentes más arrebatadas de las pasiones que esperaban por él sin que pudiese ni remotamente imaginarlo.
Así recorrió aquel corto trecho, unos ochenta metros, intercambiando saludos con los que le observaban y señalaban con simpatía. Le sonreía a los niños que le seguían y revoloteaban a su alrededor. Hasta que llegó al portal de la casa minera donde le esperaban y recibieron varios hombres curtidos por el sol. Estos, portadores de abanicos y sombreros, sin ser la mayoría tampoco de allí, y quizás sin querer recordar de dónde ni cuándo habían llegado, se veían más que acostumbrados y gozosos de lo que tenían al alcance.
Después, terminadas las presentaciones en un breve intercambio de saludos y sonrisas amigables, entraron todos a la oficina. Un segundo más, sin la visión de los hombres conocidos y del nuevo camarada, tras un sólo instante, el caserío entero salió de su extraña y pasajera inquietud para recomenzar su lenta dinámica y regresar a las aproximaciones de su normalidad
Pero no todo estaba igual. Esa normalidad jamás sería la misma. Porque ella, que no había perdido un sólo detalle de aquel arribo y que era de allí, de los márgenes de la gran corriente, se sintió como nunca antes desde que lo vio. Ella, con su pelo negro y lacio, largo y brillante, con su olor a flor y con sus senos breves y su carne firme, se afincaba en una raza hija del sol y la naturaleza entera en una pureza que había permanecido inquebrantable por muchas generaciones. Era portadora en su hermosura de la sangre ascendente en siglos del indio cazador y trashumante que conocía la selva como nadie. Y ese río la había llenado de fuerzas y espontaneidad desde la niñez hasta su actual y potente juventud. Ella conocía, compañera inseparable del baño y las corrientes, los giros y los cantos de las aguas jugando entre sus brazos y piernas en completa desnudez y en abandono del tiempo y las urgencias. La selva y el río eran su mundo y sus manantiales inagotables de naturalidad y sencillez. Podía oler a limo y a mastranzo, ser niña y mujer, tierna y salvaje, sin que ninguna de esas condiciones se opacase en aquella comunión con la selva y el agua. Ella era espacio y densidad.
Y así, con esas fuerzas y frescuras, lo vio acercarse y arribar desde que el barco anunció su inminente llegada y él era en la distancia sólo un punto blanco balanceándose sobre la proa. Y lo detalló cuando bajó y ordenó su acumulación de bártulos sobre el muelle. Lo observó todo desde la mansa playa en la que muchas veces se abandonaba a sus sueños y en la que podía pasar tardes enteras en la soledad y quietud de ver correr el río. Cuando pudo distinguirlo con precisión, en un instante no vivido nunca antes, estremeciéndose, se le anudó el latir y el respirar en la garganta para inflamar como un volcán el ímpetu de la sensualidad y el apogeo de lo virgen a punto de despertar.
Y allí, en aquel brotar de sensaciones insospechadas a pleno galope, casi a escondidas en la sombra y seguridad de los árboles y arbustos de la orilla del río, en su playa, lo fue grabando en un ansia oscura y deseosa, hasta penetrarse de su figura y sus maneras. Lo siguió con una mirada nueva, con una fijeza intensa, paso a paso, a lo largo del recorrido desde el muelle hasta la oficina minera. Prácticamente miró hacia él y lo enfocó con tal intensidad que no llegó a distinguir nada de los alrededores. En esa concentración tan absoluta, en ese nuevo palpitar, se quedó para siempre con el color dorado del cabello y con el mirar azul de aquel hombre tranquilo y vital que parecía querer absorberlo todo mientras caminaba frente a ella. Y se le apretó el corazón en una carrera que a saltos deambulaba entre la admiración y la alegría. Se sentía empezando a vivir de una nueva manera. Se colmó de emociones. Hasta quedar embargada en rara mezcla de certeza y desconcierto, bajo el presentimiento de la proximidad de situaciones y desenlaces imposibles de evitar. Porque más allá de todo lo imaginable, aún en medio de tanta confusión y goce, se sentía inundada de felicidad.
Y se le iluminó el despertar de su vibrante juventud. Y su boca, carnosa y húmeda en presencia y en deseo, se entreabrió en casi una entrega con la frescura de una fruta en sazón a punto de romperse. Y allí se quedó, viviendo hasta el final la intensidad de cada segundo, aguardando, hasta que él entró con los demás.
El resto de las horas fue un deshilar largo e inquieto donde la espera se tornó en inquietud. Y esa misma noche, ya en su cama, no pudo dormir. Después de ver pasar la tarde junto al río y de observar el ocaso renaciendo en nuevas luces de colores y lentitudes no conocidos, como si el mundo entero fuese diferente, se removía tan nerviosa que pensaba que jamás volvería a conciliar el sueño. Sentía el aturdimiento de una fiebre corriéndole por las venas que la golpeaba con sus latidos en las sienes y en el cuerpo entero. Estaba tan agitada que sin cesar iban aumentando el ansia y el temblor de la sensibilidad en su piel y en toda su feminidad. Allí estaba él, fundido en su pensamiento, en su espacio, en medio de todos sus sentires. Podía verlo de nuevo con los ojos del recuerdo cuantas veces quisiera, con el mismo atractivo con que lo había visto llegar, alto y hermoso, delgado, joven también, distinto, como ningún otro. Y supo, en un instante de instinto, que la presencia de aquel hombre y las emociones que le despertaban la habían convertido en toda una mujer.
Al otro día, por la gracia del hacer y la amabilidad criolla, ya él tenía una casa. La misma había sido acomodada sin prisas pero eficientemente a lo largo del día entero. Era una hermosa churuata con todo lo necesario para pasar una larga temporada y hasta para quedarse por siempre si es que así le pudiese convenir. En el portal, en el ángulo de las sombras durante el día, tejido por las indias del puerto y de los alrededores en habilidad de manos que conocían del hilar y la paciencia, colgaba un chinchorro de color cremoso que invitaba al descanso. Adentro, una cama, con su inseparable mosquitero suspendido del techo, se alargaba en una habitación que a su vez comunicaba con un pequeño baño y una cocina-comedor. Todo era simple y práctico.
Ella fue la única mujer que quedó sin hacer nada en aquellos trabajos de acomodo para el forastero. Ella, desde su embrujo, se quedaba quieta. Y observaba. Veía a las demás mujeres con sus risas y alborotos ir y venir desde sus casas y el muelle hasta la vivienda del hombre, trayendo unas y otras cosas con gracia y ligereza. Y permanecía oculta, como en acecho, para pasar inadvertida y para que no la reclamasen en aquellas labores que su lucha emocional no le permitiría realizar.
Para ella, desde allí, resguardada en la orilla del río, bajo el ramaje de mangos y jabillos, rodeada por los aromas de las flores y el follaje, la vida se enriquecía con sólo fijarse en él y verlo caminar por la explanada. Desde allí podía sentirlo hasta lo más profundo en un palpitar que podía llevarla, desde la calma de un ensimismamiento, hasta la atracción febril de los deseos. Y lo veía comportarse gentilmente con los hombres que trabajaban a sus órdenes.
Se sonreía al saber de los esfuerzos de aquel hombre por hacerse entender, entre gestos de explicaciones repetidas que intentaban comunicar lo que requería, a veces asistido por un improvisado intérprete que a duras penas lograba uno que otro acierto cuando alguno de la oficina venía en su auxilio. Pero los trabajos se iban organizando y las horas llegaron a parecer pocas para tanto quehacer.
Y día a día, desde los amaneceres de negruras y tonos rojizos en el horizonte que ascendían arrastrados por el sol para culminar la claridad, ella, que se levantaba la primera, lo veía aparecer en la puerta de la churuata y con ello se colmaba de felicidad para el resto de las horas. En esos amaneceres era cuando el aire comenzaba a oler a café y a humo de tabacos y cigarrillos y el rocío se hacía sentir en la humedad de la vegetación adormitada y fría. Lo seguía con la mirada de la ternura y las esperanzas desde que comenzaban los preparativos de cada jornada.
No lo abandonaba hasta que lo veía despedirse con los trabajadores. Cada día, los hombres se adentraban por los caminos de la selva o partían desde el muelle por las rutas borrosas de las aguas, cargados de mochilas y machetes. Y ella se quedaba mirando hasta ver cómo la densa vegetación se los tragaba. O escuchaba el último adiós de las lanchas motoras al alargar las distancias y perder sus estelas y explosiones en la oscuridad del río.
Así, día a día. Hasta que surgió y se anudó en su pecho un sentir de angustias nunca antes vivido y ni remotamente imaginado. Ahora tenía que enfrentarse a la posibilidad cierta de que él cayese por su inexperiencia en las trampas de la selva y el río. En un mínimo instante de conciencia y despertar pudo ver aquel mundo salvaje como una gigantesca red donde se movían miles de enemigos en acecho. Vertiginosamente podía precisar en su mente las guaridas de cientos de fieras; la quietud y rapidez de serpientes debajo de lo inesperado; torrentes encabritados a través de rocas traicioneras a flor de la superficie del agua; plagas; plantas venenosas y alimañas de todo tipo en las ramas, en las cuevas, bajo tierra y en la calma de los caños. Sabía demasiado bien que ante esos peligros cualquier descuido o inexperiencia podía ser fatal.
Y a partir de entonces su espera se hizo cada vez más intranquila y angustiosa. Así, con su temor, con su mezcla de ansias y zozobras, no importando lo interminable de las horas, ni la lluvia, ni el sol inclemente, ni la noche empecinada, no importando nada, estaba siempre aguardando junto al río hasta que lo veía regresar.
Hasta que un día, arribando las lanchas al muelle antes de lo acostumbrado, y sorprendida por la cuadrilla al estar más próxima al paso de los hombres que iban en su camino hacia la oficina, él se apartó inesperadamente de sus acompañantes y se dirigió sin dudar un instante hacia donde ella se encontraba. Caminó sin dejar de mirarla, hasta detenerse enfrente y muy cerca de ella. Y la miró a los ojos hasta casi aturdirla en el azoro. Le sonrió con calidez mientras se presentaba con una ligera inclinación de cabeza. Y le dijo en el silencio de la mirada y en el movimiento apenas perceptible de los labios lo que no hubieran podido decir miles de palabras del mejor de los idiomas. Ni por un instante dejó de sonreírle y de mirarla abiertamente. Con un sencillo gesto que señalaba a los dos le hizo saber que sabía de ella y de su escondite.
Después, se despidió, para volver sobre sus pasos y regresar al grueso de los hombres que esperaban sin quitarles la vista. Todavía se volteó para verla y sonreírle una vez más. Luego, sin detenerse, siguió su camino entre baquianos y trabajadores de las minas que cargaban las herramientas y los sacos llenos de materiales recogidos durante las labores en la selva. Estos hombres, sencillos y directos, que conocían y vivían a la perfección lo natural, cuchichearon y rieron con picardía al verlos por primera vez tan cerca uno del otro. Pero lo hacían con satisfacción, porque ellos sabían en su espontaneidad y sencillez lo que tenía que saberse desde los primeros días de la llegada de aquel personaje. Y no se extrañarían ni harían juicio jamás de lo que pudiese suceder entre ellos.
Pero para ella, que desde ese momento no tendría una posibilidad de tranquilidad ni podría pensar en otra cosa, aquel instante de acercamiento y de presencia cierta, aquella maravilla de contacto emocional, fue una liberación que aclaró como un fulgor las más ennegrecidas desesperanzas que habían brotado en su interior. Ella estaba allí y él lo sabía. Se sonrió sabiéndose ingenua y tonta al no saber cuántas veces él la habría visto en su escondite. O cuántos quizá le habrían hablado de ella y su actitud. Pero ya no importaba, ninguna otra emoción podía ser tan maravillosa como aquella que sentía. Y esta certidumbre la desbordaba de alegría hasta estrujar en encantos su sangre y su deseo. Su pecho se colmó de emociones disparatadas y sus entrañas se inundaron del misterio más profundo de las naturales inquietudes voluptuosas. ¡Ah, qué bello murmuraba el río! Y en ella reía la sangre en alboroto y cantaba su corazón como jamás lo hubiera imaginado. Su alma no quería conocer final alguno para tanto gozo.
Y también esa noche, más que en ninguna otra que se hubiese desvelado, tampoco pudo dormir. Llegó a sentirlo casi a su lado, respirando junto a ella, rozándola, apretándola en abrazos. Sintió su calor. Y pudo verse en sus ojos tan azules. Él se había fundido con su cuerpo y sus emociones y ya nada ni nadie podrían arrancarlo de su interior.
Y desde ese día, con más libertad y confianza para inquirir, fue conociendo del quehacer de los hombres en la selva y en las minas. Entonces supo que él era ingeniero de una gran compañía y que estaban haciendo estudios y cientos de excavaciones de donde sacaban innumerables muestras de tierras y rocas. Le dijeron que buscaban yacimientos de hierro, de aluminio y petróleo. Hacían taludes y perforaciones mientras recorrían enormes distancias de barrido que tenía como centro el puerto en que vivían, abriendo trochas en la selva, a ambos lados del río. Se hablaba de una futura planta gigantesca que instalarían en la distante desembocadura.
Y este rumor la asustó. Ahora le tenía miedo a cualquier cambio. Entonces su espera se hizo más punzante cada día. Así, doblada en su angustia, aguardaba su regreso, como siempre, hasta el anochecer, atenta a todos los ruidos que llegaban del río y de la espesura. Y cuando en alguna ocasión los grupos no regresaban al caserío y pernoctaban sin previo aviso en campamentos improvisados en la selva, ella se quedaba donde siempre, sin descansar, por si se presentaban de pronto para romper con sus linternas y sus risas la negrura y la soledad de la explanada. Esperaba, inquieta, nerviosa, anhelante, con un vacío en el vientre, hasta los extremos de la vigilia.
Pero, tarde o temprano, siempre volvían. Y el puerto regresaba a su normalidad. Entonces, sus noches de vigilancia, desde otros escondites que él desconocía, se hicieron más intensas. Lo veía en el zaguán, inclinado sobre las muestras de materiales que se regaban sobre una mesa, lavando, estudiando y haciendo anotaciones. Y otras noches, cuando la luna se bañaba de río y el aire se humedecía de cernidillo, ella lo veía también en el portal, fumando y leyendo bajo el tímido farol de kerosén. Eran las horas cuando la manigua entonaba su profundidad de murmullos, con voces y chirridos de grillos y millones de otros insectos que abusaban de las sombras y del espacio. Era cuando la noche se adornaba de estrellas y de luces de cocuyos buscando compañeros y fecundación.
Hasta que una tarde, hiriente sin compasión, supo que los trabajos de exploración estaban terminando y que el barco regresaría muy pronto para partir con él corriente abajo. Se iría hacia lo imposible, hacia lo más inalcanzable de todas las distancias. Y entonces el llanto se agolpó en sus ojos y en sus labios apretados y su corazón se fue colmando en cada golpe. Su mirada entonces se volvió un tizón. Y su boca de ansias se mordió hasta la sangre y el ardor. Y el grito profundo de su sexo, deseoso de respuestas y mucho más poderoso que su virginidad y su inocencia juntas, se enraizó en los adentros de su ser con un empuje que no soportaría más separaciones ni ocultamientos.
Así, ya en la última noche, después de casi sucumbir ante la impotencia de padecer durante el día interminable la recogida y el embalaje de montones de cosas y el ir y venir de los hombres con las cajas desde la oficina y la churuata hasta el muelle, supo lo que tenía que hacer. Envuelta por las sombras sentía el vibrar de la selva con sus mágicos murmullos. Las voces de la oscuridad la acompañaban en aquel clamar de insectos que buscaban sus parejas en estridencias de millones de llamados.
Y esperó. Esperó hasta que tan sólo aquel tímido farol en el portal de la churuata fungiera de estrella sin alcances en el dormido caserío. El puerto había sucumbido ante el avance de la noche y la fuerza de los deseos. El resto de la gente descansaba. Entonces salió de las sombras y caminó bordeando la adivinada explanada, descalza, fresca, pulcra y decidida. Caminó hacia la churuata sin una duda.
Entró callada y muy despacio en el portal. Él, acostado en el chinchorro, fumaba largamente de su pipa ancestral. Cuando la sintió llegar, y la miró sin necesidad de preguntas ni explicaciones, pensó que no podía haber otra hembra, de ninguna otra parte, que pudiera llegar a ser más limpia y más hermosa que aquella mujer fecunda y natural. Ella se detuvo frente a él y soltó la amplia bata de múltiples colores. La dejó deslizar por su cuerpo desnudo en un grácil cimbreo, como en un roce de caricias guardadas y en ese momento ofrecidas en brazos de la entrega total. La luz del queroseno bailó sobre su piel morena y encendió de luceros pezones y pupilas. La luz recorrió curvas y hondonadas de tersura, jugó con el cabello libre y penetró por los muslos para centrarse en el sexo y el deseo.
Ella lo tomó de los brazos para que se levantara y lo atrajo hasta apretarlo contra sus pechos y sus carnes, sin decirle nada, sin sonreír, solo mirándole a los ojos, con un fino temblor de inexperiencia decidida. Lo envolvió sin escapes con su mirada enamorada y virgen y le rozó la cara con los labios y las mejillas. Y lo llevó de la mano y del ensueño a las sombras de la casa y a las profundidades de su vientre. Afuera, bajo la luz de la luna en conspiración con el farol, la brisa jugaba a detenerse en la fronda y todos los sonidos bajaron sus tonos para unirse en una suave canción, casi en un murmullo apenas audible, hasta que la complicidad de los alrededores fue completa.
Un silencio extraño y apenas murmurador absorbió a la selva compacta y a las corrientes del agua y del misterio. Después, poco a poco, como rara y profunda penetración de densidades, una neblina de mínima textura cubrió al caserío y se adentró con la mayor sutileza hasta todos los rincones. La noche sin medida se adueñó del espacio y los silencios para que lo inquisitivo se durmiera y dejara en libertad a las pasiones más tiernas y sobrecogedoras. Y así, hora tras hora, blandamente, reinaron las ternuras y los goces hasta que el amanecer se presentó con sus mejores colores.
Cuando el barco zarpó, nuevamente acompañado por la algarabía y las carreras de los muchachos, y se fue alejando para apagar las voces de los marineros y los ruidos de los motores que al unísono se despedían de las quietudes de la orilla, el recuerdo fue un enorme vacío de dolor que ya nada podría calmar en el futuro.
Ella se quedó en el mismo sitio de la orilla en que estaba cuando él llegó, mirando hacia el gran río, sin ver la corriente, sin ver el agua, sin ver nada. Por un momento miró hacia el barco que se alejaba y apenas pudo distinguirlo entre la lluvia de sus ojos. Luego llegó a escuchar, como algo muy distante que parecía llegar desde las tinieblas de un sueño, el zumbido hiriente y repetido de la voz grave de la sirena en loca despedida.
Y él se alejó sobre la popa, mirando sin cesar hacia la orilla del rñio, hacia la hembra con su bata de colores, sintiendo aún el calor del último aliento virgen y el roce amoroso de aquellos labios lejanos y cálidos besando su boca, su cuello y sus mejillas. Se iba con su sonrisa blanca ahora enmudecida y apretada. Se llevaba su mirada azul bañada de tristeza.
Y así, como un testigo que sabía de todo, el río se fue abriendo en olas crecientes a partir de la herida de la estela. Y miles de corrientes se fueron uniendo a otros ímpetus de grandes y pequeños afluentes que llegaban de todas partes a la majestuosidad de aquel caudal insaciable en movimiento. Y la selva amenazante explotó con su espléndido lenguaje en orquestación de ruidos y aleteos. Y el barco siguió alejándose hasta empequeñecerse y borrarse en la nada del que ahora era el primer recodo de la ruta. Y el agua llegó reciamente a las playas del río que se iba endemoniando con sones de protestas. Y las nubes cargadas se lanzaron en carreras y peligros de tormentas. Y el trueno se estremeció cercano y penetrante entre los vientos. Y el cielo se envolvió a sí mismo casi hasta el oscurecimiento. Y el río, siempre el río, fue un engendro de poder y de grandeza.
El pasajero nunca más volvería. Y la bata de colores no luciría jamás con la gracia y virginidad de antes los mismos tonos ni la misma pureza. Pero el río, y el verdor, y todo lo salvaje, protegerían al vientre moreno y a la simiente que ya soñaban juntos un nuevo y futuro amanecer en mezclados latidos de razas y colores. El próximo grito de la sangre traería, en su crisol de fuerza y de espesura, la grandeza del mar, el sabor del salitre que llegó de muy lejos, el embrujo y la fuerza del río, el sello de una mirada azul y la magia ilimitada de la selva.
|