SUICIDA.
Mi mejor amigo, el Yo del sentir de mí mismo, mi centro de vida emocional, está muerto. No, decirlo de esta manera tan simple sería una banalidad fría e imperdonable. La trascendencia de este hecho devastador, que me ha marcado y dividido para siempre, merece una definición mil veces más certera, aunque la misma sea absolutamente desgarradora. Pero no es fácil ser la víctima y el juez de este fracaso. Es muchísimo más que una muerte dolorosa: es la muerte total. Lo cierto es que este compañero inigualable, mi más hermosa esencia, yo mismo, ha sido arrancado de un tirón desde mis entrañas y la plenitud de mi vivir apasionado para dejar una sensación de vacuidad que se agiganta con el peso y el batir de las contradicciones. Todo lo que era natural y espontáneo, y vivificador, y rico de vibraciones, ahora es una soledad casi incomprensible. Mi mundo interno es un vacío estéril, un abismo de abandono y una nada de hielo y de razón donde el pensamiento, en lamentable equivocación, quizás llegará a contentarse con querer ser lo único de valor en mi existencia. Pero un residuo de locura que inexplicablemente aún vive en mí, quizás un instinto, me ayuda a vislumbrar que la vida no es ni remotamente lo que esa razón pretende explicar. Sin mi emoción, sin esa maravilla que he perdido, no soy nada. Porque esta pérdida la sufro cual una punzada en las profundidades de una vida maltratada y no comprendida, como un lanzazo que se afincase con saña para ahondar hasta el desgarramiento en las penumbras de mi esencia y en el núcleo de mi vivir entero. A partir de esta muerte dentro de mí, el desaliento se apodera de mi tiempo y de mis sensaciones, lo enturbia todo, lo enrarece, me lleva de un lado a otro como un autómata, consumiéndome en el dolor de la conciencia hasta despeñarme en el más acerbo hastío de vivir. Hastío, sí, hastío, ésa es la palabra. Esta separación es una pérdida para la que no encuentro ni creo que exista sustitución. Cuando voy hacia mí mismo y penetro sigiloso en lo que fuera el ámbito de aquella parte de mi Ser que se fue, me doy cuenta que he quedado limitado y oculto detrás de un muro, vagando por las planicies y el desamparo de la pedante y solitaria razón. Dentro de mí, intentando llegar inútilmente a mis antiguas emociones, me muevo a ciegas entre un laberinto de tentáculos retorcidos que surgen y penetran en la sequedad de ese desierto que es ahora mi alma, cual un zurcido de ondas rígidas que asemejaran el paisaje de un mar de arenas de algún mundo surrealista. Y entre ellos me desplazo dando tumbos y sufriendo caídas y golpes, buscando un asidero, abandonado a mi suerte, deambulando por los recodos de la confusión. Así, en esta oquedad que es tan sólo el intento de un absurdo refugio, donde sin la presencia de lo que fui y perdí sé muy bien que no encontraré ninguna orientación ni salida, me obstino y desoriento hasta la desesperación y quedo a merced de los elementos más hostiles. Esta nada que empiezo a vislumbrar es el mundo sin parámetros de la intensa vibración emocional que allí vivía, donde la constancia era desconocida y la improvisación y las reacciones vertiginosas fueron las únicas opciones que tenían sentido. Es el mundo donde ella reinaba. Y esa interioridad de mi emoción se ha quedado sin sus vibraciones, sin sus locuras, sin su respirar inquieto y agitado, sin nada. Mirar en su recinto es encontrarse con los pasos y las huellas de cientos de experiencias vividas en el arrebato de las alegrías y los pesares por aquél Yo que dejó tirados por todas partes los sueños más hermosos, estrujados, secos, como si no tuvieran valor alguno. Lo vivido por lo perdido. Allí están los residuos y las derrotas de miles de locuras y luchas absolutamente conmovedoras. Ahí dentro, a lo lejos, llegando desde una distancia que en mi espíritu parece inalcanzable, se escuchan voces y gritos en un idioma desconocido e inextricable. Son ecos de las distintas experiencias que fueron recorridas por la otra parte de mi ser, con burlas y con lágrimas, con quejas y carcajadas de vicios y desenfrenos, cual una mezcla de coros alegres y plañideros que lanzaran sus alegrías y tristezas al espacio de una bóveda interior que antes no tenía límites y que ahora no es más que el mísero espacio de mi pecho, este pecho agonizante donde más que latir se retuerce mi corazón. Y en este mundo que aquel Yo abandonó, quedaron regadas por todas partes las vivencias y las ilusiones más hermosas, como si fueran basura, gastadas, la mayoría renegadas y marchitas, hechas jirones. Allí están dando vueltas sin destino las creaciones, las vanidades, las ansias, los placeres, las ambiciones, los odios, los amores y todas las pasiones que a él, y con él a mí, nos hacían sentir que estábamos vivos. Quedaron para ser sepultadas por siempre en el cementerio que nació de sí mismo y se convirtió en el puerto de arribo y pozo sin salida de todos los sueños que se pudieron soñar. No queda otra alternativa que comprender que tan sólo con poderes especiales se podría penetrar y andar con certeza entre esa mortandad, entre ese basurero de hermosuras venidas a menos para indagar y dilucidar la razón de tanto dolor. El camarada de siempre se ha ido, llevándose consigo el mundo de los sentires y el vivir intenso, dejándome tan sólo con la frialdad de mis pensamientos. Y se fue, maltrecho y rodando por el suelo, deshaciéndose, maltratándose, arrastrándose con la piel desnuda sobre las arenas y las espinas y las piedras de un desierto que él y sólo él pudo inventar. Pero es así, terminante, por siempre, sin aparente remedio. Él, ese otro amado Yo, que permanentemente estuvo dentro de mi corazón como su elemento fundamental desde los primeros pasos hasta el final apagado que él mismo decidió en el río de los sufrimientos, como el Sieroska de Papini, implacable con su no entender pero gigante en su sentir, se ha borrado víctima de su propia mano para dejarme sin la gracia de su magia, sin su pasión, sin sus estremecimientos, sin su intensidad, sin la sorpresa siempre latente de vivir con lo imprevisto a flor de piel. Careciendo de ese manantial de las emociones que es la vida misma, sólo quedó el que habla ahora, sólo yo, el que escribe y analiza, el vaho de la inteligencia, un mísero resto de ser en total aturdimiento. Y este esclavo del rigor y del orden que me identifica y que entiende las ideas y relaciones del acontecer externo, este yo que ahora intenta manejar y descifrar el lenguaje de las emociones en un nivel que no le pertenece ni le es asequible, ha quedado en esta soledad sin experiencias suficientes para manejar lo que ha perdido. Y he de enfrentarme a las complicaciones del sentir que aquél abandonó, sin elementos ni programas, arribando a sus espacios con las vibraciones de una frecuencia que por inapropiada será por siempre inútil e inaplicable. Y toda esa existencia abandonada me resulta extraña. Esta tragedia, que no tuvo oportunidad de otro desenlace, que apenas por instantes pudo conocer alguna tregua en aquel escudriñar dañino de mundos inventados que la emoción alimentaba, venía arrastrando las derrotas y el no encajar en parte alguna desde la niñez. Ya parece distar miles de años desde su surgir hasta ese momento de sorda precipitación y amargo desenlace que sólo ha dejado la certeza de un alma gemela desesperadamente muerta. Y esa parte de mí, la mejor, quizás la verdadera, cayó, no por sobrepasar los límites del soportar y en cierta forma no como un resumen fatal de cientos de búsquedas infructuosas, sino porque ya se había acariciado con la muerte al asentarse en sus predios y abandonarse sin remedio entre las trampas de la melancolía. La vida había ido tensando una cuerda de dos distintas vibraciones, cada vez más difícil de pulsar con buen balance, para sonar dentro del mismo instrumento que éramos ambos. Y así, no hubo salida. Fuimos, desde el amanecer a la luz, dos niños solitarios bajo el mismo latido que siempre parecían ausentarse, unas veces por los vericuetos de las razones y otras por el mundo de los sueños que querían existir sin medida ni reglas, en contraposición, con una realidad aparte. Esta actitud rigió el acontecer completo de nuestra vida. Y así me dejé llevar en sus brazos por la debilidad del complacer y la frontera del sentir, hasta llegar a los límites cercados de espinas de la dualidad del hombre dueño de sus ideas y esclavo del poder de sus emociones. Y ese espíritu ausente que me acompañaba, ese soplo de oro y fuego, con su intimidad en temblor y sobresalto, con la garganta herida en un permanente grito silenciado, no había conocido otra forma de vivir que no fuese creciendo bajo el influjo de la presión inquisitiva. Su demanda de la púa y del rasguño, manoteando en el espacio con sus ahogos hasta encontrar el filo de su propia herida para sujetarse a ella y desgarrarla aún más, nos llevaría a las zonas oscuras del padecimiento infructuoso y a la negación de una propia razón de ser. Y los dos, fundidos, creciendo de la mano paso a paso con las corrientes de una misma sangre, con las diferencias naturales de la emoción y el pensamiento en lucha silenciosa, sabíamos de Sieroska, el joven personaje de Papini que quería vivir dos mundos sin renunciar a ninguno de ellos. Sabíamos de su vida sin importancia y de su absurda muerte en las aguas del Ródano. Lo sabíamos desde el principio de las búsquedas en los libros de decenas de literaturas y de géneros. Sí, conocíamos a Papini. Y con él habíamos aprendido que sí era posible ir subiendo a tientas y en total desconocimiento de la realidad por el camino de los engaños, representando un papel, soñando entre el brillo del éxito y el abismo de los fracasos, hasta experimentar y ahondar en la nada de no llegar a parte alguna. Y así, a este Sieroska de mis adentros, moviéndose entre el frío y el desamparo como imán siempre despierto para atraer a la angustia, a este hijo natural de la autodestrucción, un semisuicida mediterránico lo llevó por la ruta de las agujas más punzantes desde que aquella lectura del Sieroska penetró y pasó a ser la brújula de su subconsciente. Todos los internos fracasos en brazos del desconcierto y de los rumbos perdidos consiguieron que se lanzase, con los pulmones en contención y a punto de estallar, hacia las aguas de otro amargo río, el de sí mismo, el del sufrimiento. Se lanzó con un miedo extraño y decidido apretándole el pecho y acompañándole hasta el légamo y el fango de la quietud y el reposo del fondo de su inmenso dolor. Censores invisibles de actos no realizados lo habían mantenido en un estado insomne que no daba descanso y que lo impelía hacia la negación total de la presencia. Y mi compañero se fue, como Sieroska, frío, mojado, bañado de lágrimas y muerto hasta los huesos. El pelícano ciego también queda deshecho cuando intenta sumergirse y se destroza en aquel peñasco a orillas del mar en que solía alimentarse. Trágico y definitivo, también para siempre. Pero esa caída en picada estaba ya dentro de él desde el mismo segundo en que empezó a romper el cascarón de otra soñada libertad. Así, mi otro yo, suicida por naturaleza. Pero, aún sabiendo de la línea que nos dividía, conociendo perfectamente la magnitud de nuestras diferencias, dime tú, mi amado centro emocional, noble y bueno, el mejor de los dos: ¿qué saliste a buscar por el mundo? ¿Qué silencio de angustias llenó tus entrañas de esa ansiedad y de esa sed que te llegaban a dominar por completo y que te hacían enmudecer hasta la desesperación aún siendo partícipe de momentos de gran alegría? ¿Acaso alguien a mis espaldas rompió la fuente de tu esperanza y no quisiste soñar más? ¿Dónde estuvo la falla? ¿Fueron tanto el llanto y la tristeza? ¿Fue tanta la opresión? Sí, sé que las respuestas están también en mí. Conozco hasta sus mínimos detalles tus acostumbrados argumentos y todo tu inmenso poder de convicción. Y conozco lo que tú entendías por esas razones que llegaban al corazón como verdades y que por la magia de la gracia tuya podían encubrir cualquier realidad con la seda atractiva del sentir. Yo sé muy bien que tú querías que en toda primavera el pájaro cantase cada vez más hermoso y que la rama en que se posase fuese en progresión interminable mucho más liviana y volandera. Y precisabas que esa rama fuese también al mismo tiempo lo suficientemente firme para que mantuviese invariable su condición de apoyo. Y cerrabas los ojos, y no querías oír, y negabas el tacto y la lengua a todo lo que te rodeaba para escaparte y no reconocer que los vientos tenían que ser más fuertes que tus sueños y que la rama tendría que quebrarse sin remedio, terminando el pájaro, con sus plumas y su canto, sostenido en el aire por su propio esfuerzo. Tú, cómo te extraño ahora, lo querías todo en el perfecto estado, ceñido al ideal, sin máculas. No podías admitir nada imperfecto ni fuera de lugar, ni en ti, ni en los demás. Y pretendías escaparte hacia esa idealización para no aceptar la realidad. Y así, gemelo de Sieroska, hermano mío, no pudiste contigo y tu barbulla. Yo, por mi parte, no pude más que entender y me deshice de la mayoría de las trampas que nos fueron tendiendo. Y quizá, a medias, llegué a creer que logré salir supuestamente airoso. Pero prorrumpí de ellas tratando de mantenerte junto a mí para que aprendieras el camino menos doloroso y no te desbocaras. En ello, luché contigo, te empujé hacia la negación de los conflictos y las penas, y, llevándote a cuestas, apoyándote, me sumergí en el mundo de la relajación y de la búsqueda, intentando un poco de quietud, pretendiendo alcanzar la paz interna para que tú, dentro de mí, calmaras las opresiones que te hacían enloquecer. Hasta pretendí llegar a ti en tu propio idioma. Lo intenté, en un máximo esfuerzo por detener la línea de mis pensamientos, y con ello, sirviéndote de cómplice, me adentré en tu mundo de finas emociones que una química incomprensible las transformaba en sensaciones que después no se podían manejar. Fue imposible. Las ideas no podían contigo. Y tú, como era de esperar, no lo sabías, no querías saberlo. No hacías el menor esfuerzo por mantenerte al ritmo en que yo andaba, porque mirabas a otra parte, a cualquier otra, para encontrarte tras tus ojos húmedos con tu imagen reflejada en el espejo de la vida solitaria, y terminar, como siempre, dándote tú mismo la espalda. No podías vivir sino en tus vueltas, tropezando, dando tumbos con esa emoción herida que pretendía tener de silla al pensamiento que sólo a mí pertenecía, para terminar cabalgando a locas por llanuras abandonadas donde no encontrabas otra cosa que no fuese el conflicto entre los hechos inviolables y tus imágenes de sueños destrozados que no entendían de la adaptación. Llevabas la angustia como carcelero. Y tan sólo en esta ausencia, en este abandono, puedo reconocerlo y aceptarlo. Sí, tú, mi loca emoción, mi loca y amada emoción, no querías otro mundo que no fuese el ideático. Pero, al mismo tiempo, en un absurdo aniquilador, escudriñabas el quehacer del vivir diario hasta el agotamiento y no te detenías hasta hallar las menores diferencias en los asuntos más irrelevantes, porque para ti, hurgando en desesperos, nada era igual a su igual. Tú, que arrastrabas tras tus pasos con infinitos hilos a millones de Sieroskas, no pudiste ver ni a uno sólo de ellos entre tu multitud interior. No pudiste ver a ninguno de tus iguales. Sieroska estaba en ti, en ti, que podías verlo todo sin verte a ti mismo. Pero sí podías identificar los mínimos defectos en el quehacer de aquellos otros a los que criticabas con la suficiencia de tu innegable certeza, riéndote sin misericordia cuando pasaban a tu lado con la banalidad de sus vidas normales. Pero tú no, no te pudiste ver, ni en la superficie de tu piel, ni a un milímetro de tu mirada, ni en el total alcance de tus manos. Ah, pobre de ti, ¡qué soledad tan espantosa! Sólo un loco que no ve más allá del sentir de su tabaco, de su alcohol, de sus drogas, de su insomnio y de su desesperación pudo ignorarlo. Sí, eso fuiste tú en mí, un triste loco. Fuiste demasiado para ti mismo y no pudiste ser gigante y enano, bueno y malo, brillante y torpe, sereno y agitado y todos tus atributos y defectos cada uno por su turno. No, en ti cada fuerza se movía con su opuesta, simultáneamente, sin equilibrio alguno, dando saltos, en lucha de agitación y golpes desmembrantes que terminaban volviéndose contra nosotros. Eras como un volcán al que tú mismo le intentabas colocar un enorme e inútil tapón. Solo podías vivir en el instante, dejando el mundo atrás, abandonando y desdeñando lo vivido un segundo antes como si fueran los restos de un naufragio milenario. Todo fue un absurdo. La mujer no fue el Amor porque exigías más de lo posible y de goce en goce querías volar de unos brazos a otros para que nada ni nadie te atrapara. Las noches de buscar y de encontrar no alcanzaron jamás a dominar tus ansias de exprimir la vida hasta los huesos. Porque tú aspirabas a no tener que atracar para un descanso, porque siempre ibas a más, porque nada podía ser un fin. Y así, te quedaste en el peor extremo del péndulo de ese vivir en agonía que se desplaza desde el ensueño hasta el hastío y que, aunque parezca mucho más dilatado, recorre su vaivén durante el instante de un aletear de colibrí. No sé bien porqué siempre te imaginé trepado en ese péndulo filosófico con tu cigarrillo echando mucho humo, con tus grandes ojeras de cientos de trasnochos, exaltado en tus licores y discurseando en eternidades con tu maestría sobre lo posible y lo que nunca podrá ser. Y todo esto, siempre con tu corazón a punto de estallar. Pero ahora entiendo que así ocultabas tu verdadera y aún para ti mismo desconocida búsqueda de la destrucción, la que con mil argucias y quizás sin pretenderlo escondías de mí, la que al mismo tiempo que las inconsciencias conlleva el saber misterioso de lo que jamás se ha de alcanzar. Y no pudiste con ello. Así, caíste en las garras de la amargura con el sentir sufrido de todo lo que no importaba a tu ignorancia de existir en equilibrio. Le colocabas el sello del error a todo aquello que no encajase con precisión en tus criterios de existencia. Vivías en ti, Sieroska leve, paralelo a tu ideal, cual vuelo de plumaje, sin sostén, sin acción, sin conocerte, dejándote llevar por los caprichos de cualquier viento traicionero. Aquello, lo que ligó la vorágine de esa emoción a la mansedumbre y claridad de mis pensamientos, te mató, te aniquiló desde mucho antes de que las aguas del río de los sufrimientos penetraran en ti. Tú fuiste, dejando esto que yo soy ahora, una víctima indefensa que atraía conflictos para acumularlos en la pasión interna de un torbellino incontrolable. Con claridad recuerdo las noches de aquella bohemia nuestra en que tus ansiedades y angustias parecían no estar despiertas en la plenitud que después alcanzaron, cuando éramos jóvenes y vigorosos y el alcohol y la hembra podían llenarnos y aplacar nuestros sentidos hasta lograr enloquecer las potencias del vivir. Entonces éramos capaces de reír y de dejarnos llevar. Podíamos inclusive desear siempre un poco más, y obtenerlo, sin que quedasen raíces ni secuelas. Vivíamos la frescura y el salto a cualquier parte y a cualquier hora. Y no queríamos otra cosa que no fuese estar en una alegre presencia de amor, y de disfrute, y de grandes lecturas que nos satisfacían a los dos, porque el estar era sencillo, porque podíamos ver el mundo tan simple como se nos aparecía. Una flor nos maravillaba por ser flor y cada aroma y color tenía el sentido de la virginidad, sin mayores complicaciones, sin necesidad de una explicación. Pero hoy sé, que en lo que a ti se refería, estaba equivocado. En tu razón de ser quedaba enconada la espina. Y entonces, aún quiero preguntarme: ¿qué fue lo que pasó en lo hondo del corazón? ¿Qué pudo llenar de acíbar nuestras copas? Yo devolví el brebaje con el tiempo y no fui lo que ayer, pero fui otro con quien poder convivir y comunicarme hasta el instante de este fatal descubrimiento. Pero tú, ¿qué secreto guardaste? ¿Qué se quedó clavado en ti como fuerza misteriosa para someterte en el dolor de ese silencio tan insoportable? ¿Fuiste acaso tú en ti mismo la ponzoña? No quiero ni pensarlo y creo que ya ni siquiera quiero descubrirlo. Tú, sin descanso, como Sieroska, insistías en demostrar lo que no precisaba demostración, para después, inútilmente, cual ciego dando vueltas como un trompo en una espiral de contradicciones que tú mismo ibas inventando, terminar convenciéndote de que toda demostración era innecesaria. Entonces fue que penetraste hacia las sombras sin regreso del alcohol y la embriaguez total, abandonándolo todo. Hasta que, viéndome en ti, pude identificar y reconocer el menguar de tu genio, el abandono de la luz que se iba apagando en torpes esfuerzos y dislates fantasiosos contados como si fueran maravillas de tu ingenio a inteligencias inferiores de bares y rincones escondidos. Y supe que esa emoción loca, en esa caída hacia lo inferior, tan sólo en esos quehaceres, buscando respiros y expansión, podía aquietar en una fuga hacia la oscuridad su vibración estremecedora y agrietante que caía hacia el abismo. Y entonces sí que pude conocer el daño. En realidad, dolorosamente, ya no quedaba nada por salvar. Mi querido Sieroska, mi amado compañero, no sé cuál momento de liberación fatal te llevó hasta tu propio río para ahogarte en ti mismo, pero sé que caíste ignorando todo lo que luché por rescatar nuestra sensibilidad del desengaño y la melancolía. Y te hundiste, llevándote lo mejor de mí y a mí mismo, buscando el negror del cieno y la ausencia de la Luna y del Universo entero, sin obtener nada. Cuando surgiste en mil chorros de las entrañas y las heridas del centro y el llanto de nuestro corazón, confundido quizás entre tus lágrimas y el sabor de mi sangre, me dejaste definitivamente abandonado de ti. Adiós, querido amigo, a Sieroska lo mató Papini, y a ti, que soy yo mismo, te ha matado el poder de la debilidad de la emoción descontrolada. La razón nunca pudo ser suficiente. Adiós. Ahora, sintiendo un gran vacío en las fuentes de la magia y del ensueño de aquel vivir apasionado y sin medida que tuvimos, ya soy otro. Soy un inválido. Y extraño hasta el dolor lo que he perdido. La vida que se acerca y penetra en mí, ahora, y sin remedio, sin ti, vale bien poco. No, no vale nada.
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