Hay días en que levantarse de la cama es menor suplicio que seguir acostado, días que una convalecencia se acrecienta en posición horizontal y lleva a la convicción que en cualquier momento se paralizaran los signos vitales, se exhalará el último suspiro, la mirada se perderá en el infinito de la habitación y se pasará a un estado superior o inferior, conforme sean las creencias de los condenados. No era una gran dolencia la que padecía Wilmer, salvo una fiebre en la madrugada, un dolor de huesos que lo atormentaba y lo peor de todo, una dificultad para respirar que ningún descongestionante podía aliviar, cuyos envases parecían un batallón de soldados cabeza picuda en correcta formación en la mesita de noche. Con pereza y esfuerzo se gira en la cama en dirección al radio-reloj que se encuentra en la mesa del televisor, 09:33 marcaba en ese preciso instante y un sobresalto lo hace sentarse y girar los pies en dirección al borde del precipicio y una mueca de alivio se refleja en su cara; -coño, gracias a Dios es Domingo- pensó- para su relativa dicha y volvió a caer en posición horizontal con ganas de enrollarse nuevamente entre las sabanas, dormir todo el día y que el maldito malestar de esa gripe se pudiese trasladar en sueños a cualquier persona que no fuese él mismo, para amanecer al día siguiente libre de ese flagelo y con ánimos suficientes para entrar en el carrusel de la rutina que mata lentamente, pero se anhela sus dosis como el drogadicto necesita su porción de porquería para encontrarle algún sentido a la vida. Minutos pensando, elaborando una agenda que no existe ese día y tratar de compaginar su estado de salud, animo y escuálido presupuesto para matar el tiempo que apenas comenzaba hacerse sentir y regresar en la noche a su habitación con los cadáveres de las horas muertas en la esfera de su reloj. 09:45 cinco pasos mal contados al baño, la orina quema el conducto –debe ser secuelas de la fiebre pasada-, meditó. La cara frente al espejo, barba semi-poblada, afeitarse –a la mierda- con gripe se agrava el virus al dejarle abierto los poros a otros gérmenes que se agrupan con los residentes y entre todos, acaban con el enfermo, había oído decir. Cepillarse los dientes, lento y suave, las coyunturas de su brazo siniestro se quieren salir y no tiene entre sus planes expandir el virus por medio de besos apasionados. Diez pasos hacia el closet, una camisa de cuadros rojos que hagan juego con la nariz irritada; medias de paño blancas las de trotar en el parque, el jeans del día anterior para economizar lavadas, mocasines de goma para no anudarlos, la flexión sería un suplicio y la chaqueta de mezclilla para días grises como el que se filtraba por los huecos de la cortina. Billetera, atrás y a la derecha, reloj en la muñeca izquierda, celular en la pretina y una inspiración profunda para oxigenar las perforaciones nasales tapadas, pensó dejar los cigarrillos sobre la mesa, pero sabía que en algún momento los iba a necesitar, así que los introdujo en el bolsillo externo de la chaqueta. El ascensor se encontraba abierto en su piso como esperándolo, pequeñas señales de un día prometedor, o al menos eso pensaba Wilmer. Mientras bajaba el edificio realizaba un pequeño ejercicio mental, repasaba lentamente el interior de su nevera; unas diez rebanadas de pan integral en una bolsa con forma de preservativo gigante; una bandeja con queso amarillo; algunas cervezas; jarra de agua; dos manzanas verdes; lonjas de lechoza con cáscara y sin semilla; un envase con leche descremada; una caja de cereales y algunas otras cosas que no recuerda, pero dado su olvido debían ser insignificantes para su necesidad de alimentación balanceada. Un pequeño inventario a la billetera antes que se abra el ascensor. 13 Bolívares, de 10; 2 y 1 mil respectivamente. Desayuno, con ese malestar no le apetecía ni siquiera el café que era unos de sus vicios. Al salir del edificio el día parecía de luto, cielo gris, calles negras y húmedas, atmósfera pesada y lo que más le molestaba; la obstrucción nasal le impedía deleitarse con el aroma a calle mojada que tanto le inspiraba. Caminó sin prisa pero sin pausa en dirección al Centro de la Ciudad que no distaba sino algunas cuadras, cada tanto respiraba con más fuerza de lo habitual para tratar de llenar sus pulmones, caminaba como un torero a los fines de sortear los pequeños pozos de agua de la acera, cuando llega a la plaza medita para sí ¿Cuál es mi apuro? Y se sonrió. Decide comprar el periódico del día y escoge el deportivo que no atormenta con exceso de páginas en su edición dominical, total, lo que a Wilmer interesaba era la cartelera cinematográfica. Toma asiento en un banco de la plaza y se dirige sin preámbulos a las últimas páginas y repasa periféricamente los anuncios de cine y centra su atención en: El Silencio de los Inocentes. Anthony Hopkisns; Jodie Foster. Dirigida por Jonathan Demme. Sólo el de Foster tenía precedentes mentales para él, la recordaba de Relación Fatal y Acusados, dos buenas producciones donde la niña de los ojos azules no defraudó a sus admiradores. La oferta de salas era amplia, pero él buscaba un cine de baja categoría que no rebosará de usuarios, aún cuando por la hora de la mañana de seguro entraría a la primera función y el mismo se encontraría casi vació. Cine Metropolitano, apenas a cuadras de donde se encontraba, en una zona céntrica y poco frecuentada, además de la sala que por lo vetusto de sus instalaciones, que más que cine parecía un sótano de estacionamiento, no inspiraba grandes concurrencias. Mira de reojo su reloj, 9:57 y se apresta a ingresar, adquiere su entrada y se encamina lentamente a su silla, la pantalla transmitía un noticiero regular y Wilmer a tropiezos en la penumbra se ubica en lo que calcula es la mitad de la sala, a punto de llegar a la silla elegida su pie derecho tropieza con un bulto tirado en la vieja alfombra que recubre el estrecho pasillo, da un paso hacia atrás, decide sentarse cerca del objeto y a tientas pasa lenta y disimuladamente sus dedos por el piso, primero a la izquierda, luego a la derecha, para finalmente hacer contacto justo debajo de su asiento, la toma en sus manos y percibe rápidamente que se trata de una billetera, que por su volumen auguraba buenos presagios. Cientos de pensamientos embotan su mente; salir del cine y registrar la pequeña fortuna, tomar el dinero y arrojar a la basura los demás; dirigirse al baño y realizar idéntica operación; esconderla y permanecer impávido hasta el final de la función, para luego revisarla con calma en su apartamento, el bajante de basura del edificio serviría para desprenderse de cualquier evidencia, fue por esta alternativa por la cual se decidió, pero tropezaba con otro problema, ¿Si la victima del descuido se encontraba en el cine? ¿Si al percatarse de la perdida de la billetera decidía buscarla por ese pasillo? ¿Si su posición en la sala podía incriminarlo? Con este torrente de interrogantes decide cambiarse de lugar unas filas más abajo, no sin antes, de la manera más natural y sin despertar sospechas, se desata la correa, abre levemente el cierre de su pantalón y acomoda su tesoro a la altura de los genitales; sube la cremallera, vuelve ajustar la correa y cierra su chaqueta hasta la mitad del pecho. Se traslada más confiado con sus ojos aclimatados a la penumbra; Clarece Starling corre como una posesa en los bosques que rodean a las instalaciones del FBI; Wilmer percibe un inquisidor en cada persona que ingresa a la sala, decide relajarse, estira sus piernas hasta descansarlas en el respaldo del asiento que tiene en frente, se reclina y reduce su torso a la altura de su espaldar, no pierde una milésima de la trama, Hanibal Lecter comienza su juego de dominación; el ambiente no puede ser más lúgubre y excitante, sólo un pensamiento lo saca levemente de la escena, ¿Cuánto dinero tendrá reposando en sus genitales? ¡ Dios quiera que suficientes para un suculento almuerzo! ¿Y si es muchísimo más? ¿ Si es una pequeña fortuna para irse de compras en la tarde? –Todo indica que sí- meditaba; tiene el volumen perfecto de una quincena de sueldo; o talvez de un fajo de billetes de alta denominación, mil talvez, ¡Noo muchísimo más, en billetes de 10 serian sólo 100 billetes, no, podrían ser 500, una minucia de 50 billetes que fácil podrían servir para comprar unos cuantos pantalones de marca, camisas de estilo y algunos zapatos. No puedo tener tanta suerte –se reprochaba-, pero luego se estimulaba ¡¿ Y porque no1? Total no he robado nada! La ruleta del destino se detuvo en mi numero y sólo debo disfrutarlo. Súbito, aparece el primer cadáver; Clarece conjetura, analiza, estudia, repasa, se frustra, parece una marioneta a los designios de Hanibal, la dominará, a Wilmer no le queda la menor duda; es un psicópata genial, puede lograr lo que se le antoje, domina la mente ajena con una facilidad pasmosa; nos tiene en sus redes. Esta enjaulado, su celda parece una caverna, penumbrosa, fría, pero a su vez imponente, la presencia de Hanibbal llena todos los espacios; una braga de mecánico, peinado de banquete, porte de Monarca y una mirada que traspasa cualquier objeto, es imposible igualarle la mirada, domina, doblega, atemoriza y arropa toda la escena. No deja lugar al desarrollo de la trama, o más bien, deja el espacio que desea, si toda la película transcurriese en su celda no sería ningún desperdicio. ¿La Billetera? Un tanteo y se encuentra en el mismo lugar. Entra un grupo de adolescentes, se empujan y ríen al comenzar las escalera, No! Desgracia se dirigen justamente en la dirección de Wilmer, se sientan a dos puestos; siguen murmurando y riendo, se oyen algunos inconfundibles Shhhht! De los puestos posteriores; bajan la voz; se acomodan y siguen comentando en un tono casi imperceptible, alguien del grupo reclama airadamente a uno de sus compañeros ¡Te tiraste un peo! Y se oyen risas a baja intensidad. Wilmer que oye la imprecación, da las gracias a Dios por tener sus conductos nasales obstruidos, ni la reanimación con Amoniaco que hacían a los boxeadores después del K.O fulminante podría percibirla en su estado. Se sonrió levemente. El grupo sigue reclamando mutuamente en voz baja y decide mudarse de locación, -menos mal, ya me estaban distrayendo, pensó- Hanníbal yace inmóvil en una camilla; tres gruesas correas lo aprisionan; le han puesto una mascara de hierro en la mitad inferior de sus rostro; su boca apenas se percibe detrás de tres pequeños barrotes; sus ojos son dardos; La Senadora Martin no puede creer que un condenado la desafíe; Hanníbal no ofrece ninguna pista que pueda llevar al paradero de Catherine su hija; ¡Es un desequilibrado!. Sólo un nombre Louis Frend.
Una pareja se acomoda cerca de Wilmer y el varón reclama: ¡huele a mierda!, no tardan en mudarse de puesto y él se siente como el protagonista, poderoso e inaccesible; una leve mirada alrededor de la sala y divisa decenas de siluetas, sólo en su radio de unos tres metros no existe nadie sentado, se siente el eje del suspenso. Hannibal! Ayuda a Clarece, no la dejes sola!, Aún siente el balido de los corderos! Han pasado años y todavía despierta sobresaltada con esa pesadilla! ¿Crees que salvando a Catherine podrás dormir en paz? ¡No contestes! -Ya Hannibal sabe la respuesta, esta almorzando precisamente chuletas de cordero , ¿coincidencia o genialidad del director? Con únicamente un bolígrafo logra escaparse del Psiquiátrico, una estela de sangre deja detrás de sí. No importa! Mas muertes provocó Napoleón y es un héroe. Tu también lo eres. Clarence consigue a Bufalo, Catherine en su pozo, la perrita blanca y la casa sucia, ¡Que surrealismo! Suena un disparo en la penumbra, muere el asesino, pero ¡ojo¡ Clarence, tu no lo has matado, fue Hannibal. Atiende la llamada en la graduación, ¡Tu sabes que es él¡ ¿Han dejado de llorar los Corderos? Queda la respuesta para la segunda parte, mi héroe se pierde en la calle con su traje tropical, es seguro, tendrá que haber una segunda parte. Aplausos en la sala, definitivamente es Una Obra Maestra.
En tanto Wilmer decide salir casi en carrera, no quiere aglomeraciones en la salida, ¿Y si mejor voy al baño? La curiosidad es más fuerte que la cordura, ingresa en un cubículo para necesidades sólidas, baja la tapa de la poceta, se abre su chaqueta, afloja el cinturón, corre el cierre de la cremallera y toca su botín, una sustancia viscosa lo alerta y poner la mano frente a su cara puede confirmar la triste realidad ¡La billetera que con tanto celo había guardado en sus partes intimas por más de dos horas, estaba rellena de mierda! algún ocioso, desgraciado y abominable personaje se había tomado la tarea de introducir con una paleta, espátula, porque con la mano limpia resulta muy difícil de creer, un excremento amarillo mostaza, de consistencia pastosa y en generosas cantidades en cada uno de los compartimiento de la billetera y la arrojó en el pasillo del cine en espera que algún desgraciado como Wilmer al menos la tocase a los fines de en ensuciarlo y causarle en su sadismo enfermizo, al menos la molestia de lavarse las manos. Jamás pensó este desequilibrado que su retorcido deseo sería exponencialmente superado por una serie de infortunadas circunstancias que permitió la gripe. Sólo un recuerdo de infancia para acompañar a Wilmer en su flagelo: “El dinero en mano del pobre se vuelve mierda”, nada más preciso y acertado, la realidad en toda su crudeza.-
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