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Recuerdo la primera vez que te vi, en aquella estación, dándome la espalda, alejándote con decisión hacia algún lugar oculto en tu mirada. Una mirada que yo no vi.

Pasaste por mi lado mientras mis ojos jugaban con un papel y mis zapatos. Fue tu esencia la que me hizo levantarlos, demasiado tarde sin embargo para verte la cara, sólo tú alejándote de mí.

Desde ese día todos nuestros encuentros fueron una repetición exacta de aquél, tú siempre alejándote, yo allí perdida en la inmensidad de aquella diminuta estación, una imagen en blanco y negro que me engullía sin remedio.

Y así, sin quererlo, te convertiste en una obsesión, porque a pesar de tu andar resuelto, un halo de tristeza lo envolvía todo: el lugar, tu imagen, incluso el reloj que detenido marcaba, una y otra vez, la hora en que nos cruzamos. Un viejo reloj de estación, con sabores de antaño, lo mismo que tú.

Volví día tras día con la esperanza de verte venir de frente, con la esperanza de llegar antes que tú, pero siempre llegaba cuando tú ya te marchabas, dejando tras de ti huellas grises de tristeza y soledad, que más de una vez me empujaron a gritar tú nombre, con el deseo de detener tu marcha y hacerte girar, para ver esos ojos que no conocía. Entonces el reloj dejaba de dar las horas y todo, excepto yo, quedaba congelado en una instantánea.

De ese modo te convertiste en algo inalcanzable para mí, porque nunca supiste de mi persona, nunca te percataste de mi presencia. Nunca fuiste consciente del impacto que esa primera y única imagen tuya tuvo en mí.

Y dejé de visitar la estación hasta pasado algún tiempo, que quiso el azar que nuestras letras se cruzaran accidentalmente. Y de nuevo esa estación lo envolvió todo, ahora mezclada con palabras que daban sentido a mucho tiempo de imaginar. Aunque… la imagen seguía en blanco y negro, congelada y alejándose de mí.

Tus ojos, sólo por una vez quería ver tus ojos. Conocer en qué punto se perdía tu mirada. Cruzarme con ella. Colorear la imagen y borrar su tristeza.

Esta mañana decidí regresar al lugar. Con el corazón encogido por ese recuerdo que me ha perseguido desde la primera vez que nos cruzamos, entré dispuesta a encontrarme una vez más con tu marchar. Pero hoy no estabas. Sólo yo, la estación vacía y el tic tac de ese reloj que siempre fue nuestro compañero; aunque tú nunca lo supiste. Me senté en el mismo banco y de nuevo mis ojos jugaron con un papel lleno de letras y mis zapatos.

Me perdí en el tiempo, no recuerdo cuánto, hasta que una brisa cálida rozó mi cara…Y al levantar los ojos te vi, pero ya no estabas de espaldas. Frente a mí con la cabeza gacha y el pelo caído sobre los laterales de tu cara, me mirabas. Duró sólo un instante. En cuanto mis ojos acariciaron los tuyos el tiempo se detuvo y no pude ver más de ti. De nuevo convertido en una imagen en blanco y negro. Una imagen que eternamente guardaré en mi recuerdo.

Texto agregado el 10-04-2004, y leído por 121 visitantes. (1 voto)


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